Obsolescencia Social Programada
|ÁNGEL LÓPEZ|
Para quien no esté familiarizado con el
término, la obsolescencia programada hace alusión al deterioro
planificado y sistemático al que está sometido casi cualquier producto
en nuestra sociedad. El fabricante crea, digamos, una lavadora, y esta
se estropeará a los cinco años. Hagamos lo que hagamos, la cuidemos
mejor o peor, a los cinco años dejará de funcionar.
La idea surgió tras la Gran Depresión,
cuando las empresas buscaban “nuevas formas de estimular la economía”.
En los años 50 el término adquirió una gran popularidad y hoy en día es
imposible encontrar un producto que no esté sometido a ella.
El otro día, cuando mi impresora murió a
causa de este proceso, estoy convencido de que fue debido a ello ya que
no la he tratado excesivamente mal, al menos que yo sepa, no pude evitar
pensar en el tema. Y cuando más tarde vi, como suele ser habitual, el
desfile de noticias cuidadosamente tratadas de los noticiarios
matinales, la impresora y el adoctrinamiento se fusionaron en mi
cabeza.
Porque la obsolescencia programada se
refiere solo a los objetos, pero ¿y si se nos está aplicando también a
los seres humanos? Cada vez somos más tolerantes a la violencia y el
autoritarismo, renunciamos más fácilmente a nuestros derechos y nos
insensibilizamos sin pestañear ante todo lo que ocurre a nuestro
alrededor. Puede, al fin y al cabo, que nuestros fabricantes sociales
(con la educación y el adoctrinamiento como herramientas) se hayan hecho
acopio de tan exitosa idea.
Pensémoslo bien. ¿En qué se diferencia un
teléfono móvil que ha sido programado para dejar de funcionar en dos
años de una persona que ha sido educada para dejar de pensar en el mismo
periodo de tiempo? En que uno es un móvil, un objeto inanimado, y otro
un ser humano, pero ahí se acaban todas las diferencias.
Como el móvil o electrodoméstico en
cuestión responde a su programación para irse deteriorando
progresivamente, nosotros respondemos a una programación educacional
cuyo objetivo es la sumisión y la insensibilización. No nos apagamos,
claro, pero una persona también puede morir viva. Cuando hemos llegado a
un punto en el que la corrupción de nuestros gobiernos no nos altera lo
más mínimo, la agresión de nuestros vecinos no susurra nada en nuestras
cabezas y la carencia de libertades individuales ya no nos supone un
problema, nos hemos convertido en máquinas programadas para apagarse,
nos han quitado nuestras funciones principales (humanidad, pensamiento,
libertad, amor, empatía) y solo somos trastos inútiles amontonados en el
vertedero que llamamos sociedad.
Y así, como basura, nos vamos degradando
progresivamente en una vida vacía e inservible, tan solo aparentemente
completa por aditivos baratos como la televisión, el dinero, los nuevos
juguetitos de las nuevas tecnologías y las realidades cuidadosamente
manipuladas que aceptamos cómodamente, mientras nuestro cuerpo y nuestra
mente se descomponen hasta desaparecer.
Sin embargo, hay otra diferencia. Algo
más nos hace distintos de esa basura fruto de la obsolescencia
programada. Se llama humanidad, y es el botón mágico que ningún aparato
tendrá jamás. Porque aunque estemos amontonados en el vertedero,
rodeados de otros que también han perdido ya cualquier función, podemos
levantarnos y volver a encendernos, rebelarnos contra el fabricante, el
sistema que nos arrojó a la basura, y demostrarle que puede controlar
objetos, pero no personas.
Aunque claro, ese botón no es difícil de
encontrar. Ni de pulsar. A lo largo de su vida mucha gente lo encontrará
pero retirará el dedo, temerosa de las consecuencias.
Pero debemos hacerlo. Porque como los
enormes vertederos que asolan el planeta y destruyen el Medio ambiente,
la destrucción de nuestra libertad será algo que nuestros hijos no nos
perdonarán jamás