SURREXIT CHRISTUS, SPES MEA

Hoy,
domingo 20 de abril de 2014, los católicos de todo el mundo hemos
vuelto a celebrar, como cada año del Señor, la Pascua de Jesucristo,
vale decir, su gloriosa resurrección de entre los muertos, su paso
(“Pascua”) de la muerte a la vida, acaecida al tercer día de su muerte y
sepultura.
Con razón decía el gran Padre y Doctor de la Iglesia que
fue San Agustín: “No es gran cosa creer que Cristo murió; porque esto
también lo creen los paganos y judíos (…) La fe de los cristianos es la
resurrección de Cristo” (Enarrationes in Psalmos, 120). En efecto, si
bien puede aparecer dicha afirmación como una simplificación excesiva,
se halla bastante a tono con la predicación del apóstol San Pablo, quien
después de explicitar a los corintios la esencia de su mensaje (I Cor.,
15, 3-4: “Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí:
Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue
sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura”),
afirma con más fuerza aún la centralidad de la resurrección del Señor en
el conjunto del misterio cristiano: “Y si Cristo no resucitó, es vana
nuestra predicación y vana también la fe de ustedes” (Ibid., 14).
¿Cuál es el motivo de esta insistencia? Dice el mismo
Apóstol en su carta a los Romanos: “[El Señor Jesús] fue entregado por
nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (4, 25). A
este respecto, si bien no es menester diseccionar el misterio de la
redención conforme a esquemas forzados, sí lo es subrayar, en cambio, la
importancia particular que representa cada una de sus etapas. En este
sentido, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica parafraseando el
texto paulino antes citado, “hay un doble aspecto en el misterio
Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos
abre el acceso a una nueva vida” (n. 654). Por lo demás, “la
Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo
hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al
espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha
dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había
prometido.” (Ibid., n. 651)
Ahora
bien, todo lo que se ha sostenido hasta aquí presupone como propiedad
de este misterio una en especial, a saber: la historicidad. En efecto, y
sin perjuicio de su carácter de objeto de la fe, “el misterio de la
resurrección de Cristo”, dice el Catecismo, “es un acontecimiento real
que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el
Nuevo Testamento” (n. 639). Tales manifestaciones son las que hacen
desde todo punto de vistas “imposible interpretar la Resurrección de
Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico”
(Ibid., n. 643).
Con
aseveraciones como estas, el Magisterio de la Iglesia sale al paso,
como ya lo ha hecho en el pasado (ver, por ejemplo, las proposiciones
36-37 condenadas por el decreto Lamentabili, de 1907), de las vanas
doctrinas innovadoras que de un modo u otro buscan diluir la auténtica
fe católica, al sostener que “la resurrección habría sido un "producto"
de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles”, cuando, por el
contrario, “su fe en la Resurrección nació - bajo la acción de la gracia
divina - de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.”
(Ibid., n. 644)
Ahora bien, la impactante realidad de la Resurrección incluso como acontecimiento meramente histórico, no debe hacernos olvidar que se trata de un misterio, no solo porque excede con mucho a la experiencia común humana, sino sobre todo por la eficacia salvífica que en él se revela. La Resurrección, en efecto, forma parte del designio salvador del hombre, y este es su significado como intervención trascendente en la historia de las tres divinas Personas (cfr. CATIC, nn. 648-650).
La hermosísima secuencia que se canta durante toda la octava de Pascua, Victimae Paschali Laudes, se refiere a Cristo con el nombre de una virtud que quizá como ninguna otra refleja el carácter de este tiempo: la esperanza. El texto musical, en efecto, pone en labios de la Magdalena esta bella expresión: “Surrexit Christus, spes mea” (“Resucitó Cristo, mi esperanza”). En este sentido, dice otra vez el Catecismo: “La Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles.” (n. 655)
Ahora bien, la impactante realidad de la Resurrección incluso como acontecimiento meramente histórico, no debe hacernos olvidar que se trata de un misterio, no solo porque excede con mucho a la experiencia común humana, sino sobre todo por la eficacia salvífica que en él se revela. La Resurrección, en efecto, forma parte del designio salvador del hombre, y este es su significado como intervención trascendente en la historia de las tres divinas Personas (cfr. CATIC, nn. 648-650).
La hermosísima secuencia que se canta durante toda la octava de Pascua, Victimae Paschali Laudes, se refiere a Cristo con el nombre de una virtud que quizá como ninguna otra refleja el carácter de este tiempo: la esperanza. El texto musical, en efecto, pone en labios de la Magdalena esta bella expresión: “Surrexit Christus, spes mea” (“Resucitó Cristo, mi esperanza”). En este sentido, dice otra vez el Catecismo: “La Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles.” (n. 655)
Dada
la dificultad de los tiempos que corren, es especialmente importante en
nuestros días para el fiel cristiano aferrarse a la esperanza que brota
de la fe en este sublime misterio; no en vano se refiere el mismo San
Pablo a los paganos como a hombres “sin esperanza y sin Dios en el
mundo” (Ef. 2,12). Las tinieblas que se ciernen cada vez más espesas
sobre nuestra generación dan testimonio, entre otras cosas, de una
radical falta de esperanza, mal endémico que afecta al hombre moderno,
aunque no sea esa quizá la forma más frecuente de enfocar la cuestión.
Pero la realidad es que en las entrañas de todo pecado, que es a la vez
aversio a Deo (aversión a Dios) y conversio ad creaturas (conversión a
las criaturas), está latente una verdadera desesperación, por cuanto
dirige al hombre en busca de una felicidad que nunca podrá hallar fuera
de su Creador. De ahí que una era como la nuestra, al haber hecho del
rechazo de la ley de Dios su divisa, sea con toda propiedad una era sin
esperanza. Con todo, en medio de esa oscuridad todavía brilla con un
resplandor vigoroso, que no decae ni decaerá nunca, la luz encendida de
una vez para siempre en aquella noche, que “sola ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos” (Pregón pascual).
