EL TERROR SE ACERCA A TODA LA IGLESIA
«La
Delegación de la Santa Sede se une al creciente número de Estados que
apoyan la quinta resolución de la Asamblea General de las Naciones
Unidas, pidiendo una moratoria global sobre el uso de la pena de muerte.
Entre la opinión pública es cada vez mayor el apoyo a las diversas
medidas para abolir la pena de muerte o suspender su aplicación. Y esta
delegación espera que ese dato impulse a los Estados que aún aplican la
pena de muerte a avanzar hacia su abolición» (El arzobispo Silvano
Tomasi, en la XXVIII Sesión del Consejo de Derechos Humanos, – 4 de
marzo del 2015)
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«…según la Ley, casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y no se hace la remisión (del pecado) sin efusión de sangre» (Hb 9, 22).
En donde la pena de muerte sea abolida, la sociedad destila sangre por todos sus poros.
Sin
la sangre derramada por el Redentor, sin la pena de muerte impuesta por
los romanos, no se hubiera extinguido nunca la deuda del pecado
original, que Adán contrajo para todo el género humano.
Jesús es el Nuevo Adán, que otorga a todo el género humano la gracia en su naturaleza humana.
Adán, con su pecado, ofreció al género humano el pecado en su propio ser.
Cristo expió el pecado original de Adán.
Y Cristo expió los pecados personales de todos los hombres.
Pero
la gracia es un merecimiento: es necesario unirse al Sacrifico de
Cristo, a la Sangre que Cristo derramó para expiar el pecado.
Los
pecados de los hombres legitiman la necesidad y la conveniencia de la
pena de muerte. Ciertos pecados sólo se pueden reparar con la sangre.
Abolir
la pena de muerte, en nombre de una patria común, de una paz, de una
fraternidad universal, es poner todas las cosas en el mayor desorden y
desconcierto.
Sólo con sangre, el hombre vuelve a Dios, retorna al cumplimiento de las leyes divinas.
Suprimir
la pena de muerte, en los delitos que atacan la seguridad del Estado y a
los particulares, es de una inconsecuencia monstruosa. El hombre corre
hacia la misma guerra mundial buscando una paz que no existe.
Se
suprime la pena de muerte porque se niega el delito político. Y negando
eso se obtiene que el Estado es falible: no hay una ley humana, una ley
en las cosas del Estado que se pueda seguir. Se ponen leyes
abominables, dignas de condena, pero que todo el mundo las cumple porque
son abominables. Se tiene un Estado con leyes inicuas, leyes que nacen,
precisamente, en contra de las leyes de Dios. Todos cumplen esas leyes
abominables sin delito. Y aquellos que no las cumplen se les tacha de
locos, de dementes.
Negar
la ley divina, para afirmar las leyes humanas inicuas, es afirmar el
delito y negar el pecado. Se niega a Dios pero se afirma una forma de
gobierno de iniquidad. Se afirma aquello que se niega: la iniquidad. No
hay delitos políticos. No hay pena de muerte. Pero sí hay delitos
políticos. La gente vive para pecar con una ley de iniquidad. Vive en el
delito político. Y no se castiga ese delito porque se niega el delito
político. La negación de Dios y de su ley es la negación de los
gobiernos en sí mismos. Un gobierno que no castiga el delito se niega a
sí mismo, se suprime a sí mismo. Porque, de manera inevitable, viene la
revolución, la guerra, las luchas. Y son estas revueltas lo que
restauran la lógica de la verdad.
Sin sangre es imposible expiar los pecados. Imposible que el hombre, una sociedad se purifique.
Aquellos que buscan la paz en el lenguaje humano están buscando la guerra.
La
paz es la conquista de un corazón purificado. Hasta que el corazón del
hombre no se purifique de sus pecados, con el sufrimiento, con la
sangre, no es posible el orden de la paz.
La
paz es un orden divino en el corazón humano. Es un orden en la verdad.
Si se quita la verdad, que es cumplir con las leyes de Dios, se quita el
orden y la paz.
El
ateísmo de la ley y del Estado, es decir, la secularización completa
del Estado y de la ley es fruto sólo del apartamiento del hombre de
Dios, que lleva a abolir la penalidad. Conducen a teorías laxas en las
que se abre la mano y no se castiga, debidamente, a los criminales. Y
esas teorías vienen de la mano de la decadencia religiosa. Donde el
poder religioso afloja su mano y no castiga, el poder político hace su
tanto. Si no hay excomuniones en la Iglesia, tampoco hay pena de muerte
en los Estados.
Y
a los criminales, en vez de llevarlos a la pena de muerte, para que
expíen sus pecados y el mal en la sociedad se quite, se les miran como
objeto de lástima. El horror de su pecado es compasión para los hombres.
A lo mucho se les llama locos y se les interna en un manicomio. Pero ya
no son criminales. Ya no son pecadores. Ya no hay que expiar el pecado
con sangre, con sufrimientos. Se les encierra en una casa y viven más
cómodos que muchos hombres. Viven sin expiar el pecado, con una
penitencia que no les purifica de su maldad. Salen de ese manicomio y
son peores que cuando entraron. Y llegará un día en que esos criminales
sean los dirigentes de los gobiernos, y entonces no habrá otro crimen
que la inocencia, que el seguir en la verdad, que el vivir permaneciendo
en la verdad.
¿No es un criminal Bergoglio? Y ahí lo tienen: en la cúspide. Gobernando.
¿Y quiénes son los que pagan? Los inocentes. Los que cumplen con el dogma, con la tradición, con el magisterio de la Iglesia.
Si
la Iglesia Católica ha sido capaz de elevar a Su Trono más sagrado a un
criminal, ¿qué no harán los gobiernos del mundo? ¿A qué gente criminal
no pondrán como sus jefes?
Bergoglio
se merece la excomunión: eso es la pena de muerte para él. Y sólo así
ese hombre puede salvarse en su gran maldad. Pero esto, ni se piensa ni
se va a hacer.
Se
niega que Bergoglio cometa un delito contra Dios, contra la Iglesia y
contra toda la sociedad. Y negando esto se autoriza a Bergoglio a seguir
en sus pecados, en sus herejías, en sus apostasías de la fe. Se niega
la ley divina, que enseña que Bergoglio es hereje, y se afirma la ley
humana: sigan a ese hereje como Papa, obedezcan a ese hereje como Papa.
Se afirma el delito, la herejía. Se institucionaliza la herejía. Y, al
mismo tiempo, se niega el pecado: todos pueden ser herejes, cismáticos,
apóstatas de la fe.
Este
es el absurdo en que vive toda la Iglesia, que la lleva, de manera
inevitable, a una revuelta, a un cisma en su interior, a una gran
división de la cual tiene que darse el martirio de sangre.
Sin derramamiento de sangre no se puede expiar lo que sucede en la Iglesia, el gran pecado que hay en la Iglesia.
¡Cuántos han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso! Y eso es lo que predica Bergoglio.
¡Pero
cuántos más –y aquí hay que meter a casi toda la Jerarquía- han hecho
creer a todo el mundo que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre, sin
sufrimientos, sin penitencia!
La
Iglesia ha echado en el olvido la penitencia. Es echar en el olvido el
sufrimiento y la muerte de Cristo. Es dejar a un lado la Obra Redentora
de Cristo y ponerse a luchar por un reino en la tierra.
Bergoglio
es por lo que lucha: por sus pobres, sus ancianos, sus enfermos, sus
escuelas, su dinero, su bien común. Pero ya no lucha por salvar un alma.
No les da el alimento que salva: la penitencia, el dolor, el
purgatorio, el infierno. Y muchos católicos se lo creen. Viven en esa
ilusión, en ese sueño de tener un papa que sólo vive de sus emociones,
de sus sentimientos, de sus placeres en la vida. Y cuando la ilusión se
cree por todos, no sólo por unos pocos, viene la revuelta, la sangre, el
martirio. Hacia eso lleva Bergoglio a toda la Iglesia. Está predicando
una ilusión y todos se la están creyendo. Necesariamente tiene que
brotar la sangre de las rocas duras. No se puede aspirar a una felicidad
imposible sin ser infelices, sin palpar la pérdida de la poca felicidad
que se alcanza.
Todos
se creen felices con Bergoglio: van a perder esa felicidad. Van a
perderlo todo. Porque no se puede poner a un hereje gobernando la
Iglesia. No se puede mantener a un hereje en el gobierno de la Iglesia, y
decir que aquí no pasa nada. Pasa y mucho.
¿A quiénes llama locos Bergoglio?
«…hay
sacerdotes y obispos que hablan de una “reforma de la reforma.” Algunos
son “santos” y hablan “de buena fe.” Pero “es un error”… algunos
obispos aceptaron a seminaristas “tradicionalistas” que más tarde fueron
expulsados de otras diócesis, sin hacer averiguaciones sobre ellos,
porque “parecían bastantes buenos y devotos.” Después de su ordenación
se descubrió que tenían “trastornos psicológicos y defectos morales.” No
es una práctica habitual, pero “sucede con frecuencia” en esos
ambientes, y ordenar a seminaristas así es como “hipotecar la Iglesia.”
El problema de fondo es que a veces hay obispos que se sienten agobiados
por la acuciantes necesidad de sacerdotes en su diócesis.” En razón de
ello, no se hace suficiente discernimiento de los candidatos, y algunos
de ellos podrían ocultar ciertos “desequilibrios” que más tarde se
manifiestan en la liturgia. De hecho, la Congregación para los Obispos
se ha visto obligada a intervenir en tres casos así con otros tantos
obispos, si bien ninguno en Italia».
A
los católicos los llama locos. A todos aquellos que simpatizan, que
siguen la liturgia sagrada tradicional. Y son muchos. Es la inocencia
que se persigue.
Tenían los “seminaristas tradicionalistas” “trastornos psicológicos y defectos morales”.
Fíjense que sólo indica los tradicionales. Y ellos son lo que hipotecan
la Iglesia. “Sucede con frecuencia en esos ambientes”: vean la maldad.
En esos ambientes tradicionales se dan trastornos psicológicos y
defectos morales. En los demás, no se da. Son todos unos santos
pecadores. No son locos y no tienen pecado: no tienen defectos morales. Y
muchos ocultan sus desequilibrios que después se manifiestan en la liturgia.
Y sólo en la liturgia; no en las demás cosas. ¿Ven la demencia de este
hombre?. Cómo ataca sutilmente a los católicos verdaderos.
¿Quiénes
son los culpables de lo que pasa en la Iglesia? Los que siguen la
doctrina tradicional. Los que cumplen con los dogmas. Los que se aferran
a las enseñanzas del Papa. Ellos son los que hipotecan la Iglesia.
Y
ahora viene el terror: la Congregación para los Obispos está
interviniendo en este sentido. Todo aquel que muestre una preferencia
por la misa tradicional, la de siempre, es un loco. Al manicomio.
Benedicto
XVI dio luz verde para celebrar la Misa según los textos litúrgicos
preparado en 1962 por Juan XXIII. Y lo hizo porque: «En primer lugar
existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano
II y de que una de sus decisiones esenciales – la reforma litúrgica – se
ponga en duda»; en segundo lugar, «Muchas personas que aceptaban
claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran
fieles al Papa y a los Obispos, deseaban no obstante reencontrar la
forma, querida para ellos, de la sagrada Liturgia» (ver)
El Papa Benedicto XVI hizo ese motu para la Iglesia:
«Los
sumos pontífices se han preocupado constantemente hasta nuestros días
de que la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto
digno de «alabanza y gloria de su nombre» y «para el bien de toda su
Santa Iglesia»» (ver)
La
misión de todo Papa es continuar al Papa anterior. Y esto es lo que
hizo el Papa: preocuparse de lo más importante en la Iglesia: el culto a
Dios, que se da en la Misa.
Bergoglio
lo primero que hizo nada más usurpar el Trono fue atacar la Misa.
Atacar a los que cumplían con el Motu proprio de Benedicto XVI. Ellos,
los inocentes, son los culpables. Hay que perseguirlos. Hay que
anularlos. Hay que llamarlos locos, degenerados, dementes.
Es el régimen del terror que se ha iniciado con Bergoglio y que conducirá a la sangre.
Si
la Iglesia quiere permanecer en la Verdad de lo que es, necesita el
martirio de muchos para expiar los pecados de toda la Jerarquía, que han
puesto al frente de la Iglesia a un hereje como su Papa.
Sin
derramamiento de sangre, no se puede expiar ese pecado porque es un
pecado de la cabeza. Por eso, el Papa Benedicto XVI tiene que ir al
martirio, como está profetizado en Fátima. Hay que reparar ese pecado de
renuncia con la sangre. Ese pecado puso en la Iglesia en manos de un
hereje, que la está destrozando.
Hay
pecados que necesitan la pena de muerte. Cuanto más alta es la dignidad
de la persona, su pecado es mayor a los ojos de Dios y también su
castigo.
A
toda la Jerarquía le viene un castigo del cielo: si quieren salvarse,
tienen que sufrir. Las muchas teologías que tienen no es excusa de su
pecado. No podrán salvarse por su teología. Conociendo la herejía de ese
hombre, lo siguen manteniendo en el puesto. Le siguen obedeciendo como
su Papa. Tienen que demostrar que aman la Verdad con la Sangre, no con
la teología.
«La
Delegación de la Santa Sede se une al creciente número de Estados que
apoyan la quinta resolución de la Asamblea General de las Naciones
Unidas, pidiendo una moratoria global sobre el uso de la pena de muerte.
Entre la opinión pública es cada vez mayor el apoyo a las diversas
medidas para abolir la pena de muerte o suspender su aplicación. Y esta
delegación espera que ese dato impulse a los Estados que aún aplican la
pena de muerte a avanzar hacia su abolición» (El arzobispo Silvano
Tomasi, en la XXVIII Sesión del Consejo de Derechos Humanos, – 4 de
marzo del 2015)
«…según la Ley, casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y no se hace la remisión (del pecado) sin efusión de sangre» (Hb 9, 22).
En donde la pena de muerte sea abolida, la sociedad destila sangre por todos sus poros.
Sin
la sangre derramada por el Redentor, sin la pena de muerte impuesta por
los romanos, no se hubiera extinguido nunca la deuda del pecado
original, que Adán contrajo para todo el género humano.
Jesús es el Nuevo Adán, que otorga a todo el género humano la gracia en su naturaleza humana.
Adán, con su pecado, ofreció al género humano el pecado en su propio ser.
Cristo expió el pecado original de Adán.
Y Cristo expió los pecados personales de todos los hombres.
Pero
la gracia es un merecimiento: es necesario unirse al Sacrifico de
Cristo, a la Sangre que Cristo derramó para expiar el pecado.
Los
pecados de los hombres legitiman la necesidad y la conveniencia de la
pena de muerte. Ciertos pecados sólo se pueden reparar con la sangre.
Abolir
la pena de muerte, en nombre de una patria común, de una paz, de una
fraternidad universal, es poner todas las cosas en el mayor desorden y
desconcierto.
Sólo con sangre, el hombre vuelve a Dios, retorna al cumplimiento de las leyes divinas.
Suprimir
la pena de muerte, en los delitos que atacan la seguridad del Estado y a
los particulares, es de una inconsecuencia monstruosa. El hombre corre
hacia la misma guerra mundial buscando una paz que no existe.
Se
suprime la pena de muerte porque se niega el delito político. Y negando
eso se obtiene que el Estado es falible: no hay una ley humana, una ley
en las cosas del Estado que se pueda seguir. Se ponen leyes
abominables, dignas de condena, pero que todo el mundo las cumple porque
son abominables. Se tiene un Estado con leyes inicuas, leyes que nacen,
precisamente, en contra de las leyes de Dios. Todos cumplen esas leyes
abominables sin delito. Y aquellos que no las cumplen se les tacha de
locos, de dementes.
Negar
la ley divina, para afirmar las leyes humanas inicuas, es afirmar el
delito y negar el pecado. Se niega a Dios pero se afirma una forma de
gobierno de iniquidad. Se afirma aquello que se niega: la iniquidad. No
hay delitos políticos. No hay pena de muerte. Pero sí hay delitos
políticos. La gente vive para pecar con una ley de iniquidad. Vive en el
delito político. Y no se castiga ese delito porque se niega el delito
político. La negación de Dios y de su ley es la negación de los
gobiernos en sí mismos. Un gobierno que no castiga el delito se niega a
sí mismo, se suprime a sí mismo. Porque, de manera inevitable, viene la
revolución, la guerra, las luchas. Y son estas revueltas lo que
restauran la lógica de la verdad.
Sin sangre es imposible expiar los pecados. Imposible que el hombre, una sociedad se purifique.
Aquellos que buscan la paz en el lenguaje humano están buscando la guerra.
La
paz es la conquista de un corazón purificado. Hasta que el corazón del
hombre no se purifique de sus pecados, con el sufrimiento, con la
sangre, no es posible el orden de la paz.
La
paz es un orden divino en el corazón humano. Es un orden en la verdad.
Si se quita la verdad, que es cumplir con las leyes de Dios, se quita el
orden y la paz.
El
ateísmo de la ley y del Estado, es decir, la secularización completa
del Estado y de la ley es fruto sólo del apartamiento del hombre de
Dios, que lleva a abolir la penalidad. Conducen a teorías laxas en las
que se abre la mano y no se castiga, debidamente, a los criminales. Y
esas teorías vienen de la mano de la decadencia religiosa. Donde el
poder religioso afloja su mano y no castiga, el poder político hace su
tanto. Si no hay excomuniones en la Iglesia, tampoco hay pena de muerte
en los Estados.
Y
a los criminales, en vez de llevarlos a la pena de muerte, para que
expíen sus pecados y el mal en la sociedad se quite, se les miran como
objeto de lástima. El horror de su pecado es compasión para los hombres.
A lo mucho se les llama locos y se les interna en un manicomio. Pero ya
no son criminales. Ya no son pecadores. Ya no hay que expiar el pecado
con sangre, con sufrimientos. Se les encierra en una casa y viven más
cómodos que muchos hombres. Viven sin expiar el pecado, con una
penitencia que no les purifica de su maldad. Salen de ese manicomio y
son peores que cuando entraron. Y llegará un día en que esos criminales
sean los dirigentes de los gobiernos, y entonces no habrá otro crimen
que la inocencia, que el seguir en la verdad, que el vivir permaneciendo
en la verdad.
¿No es un criminal Bergoglio? Y ahí lo tienen: en la cúspide. Gobernando.
¿Y quiénes son los que pagan? Los inocentes. Los que cumplen con el dogma, con la tradición, con el magisterio de la Iglesia.
Si
la Iglesia Católica ha sido capaz de elevar a Su Trono más sagrado a un
criminal, ¿qué no harán los gobiernos del mundo? ¿A qué gente criminal
no pondrán como sus jefes?
Bergoglio
se merece la excomunión: eso es la pena de muerte para él. Y sólo así
ese hombre puede salvarse en su gran maldad. Pero esto, ni se piensa ni
se va a hacer.
Se
niega que Bergoglio cometa un delito contra Dios, contra la Iglesia y
contra toda la sociedad. Y negando esto se autoriza a Bergoglio a seguir
en sus pecados, en sus herejías, en sus apostasías de la fe. Se niega
la ley divina, que enseña que Bergoglio es hereje, y se afirma la ley
humana: sigan a ese hereje como Papa, obedezcan a ese hereje como Papa.
Se afirma el delito, la herejía. Se institucionaliza la herejía. Y, al
mismo tiempo, se niega el pecado: todos pueden ser herejes, cismáticos,
apóstatas de la fe.
Este
es el absurdo en que vive toda la Iglesia, que la lleva, de manera
inevitable, a una revuelta, a un cisma en su interior, a una gran
división de la cual tiene que darse el martirio de sangre.
Sin derramamiento de sangre no se puede expiar lo que sucede en la Iglesia, el gran pecado que hay en la Iglesia.
¡Cuántos han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso! Y eso es lo que predica Bergoglio.
¡Pero
cuántos más –y aquí hay que meter a casi toda la Jerarquía- han hecho
creer a todo el mundo que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre, sin
sufrimientos, sin penitencia!
La
Iglesia ha echado en el olvido la penitencia. Es echar en el olvido el
sufrimiento y la muerte de Cristo. Es dejar a un lado la Obra Redentora
de Cristo y ponerse a luchar por un reino en la tierra.
Bergoglio
es por lo que lucha: por sus pobres, sus ancianos, sus enfermos, sus
escuelas, su dinero, su bien común. Pero ya no lucha por salvar un alma.
No les da el alimento que salva: la penitencia, el dolor, el
purgatorio, el infierno. Y muchos católicos se lo creen. Viven en esa
ilusión, en ese sueño de tener un papa que sólo vive de sus emociones,
de sus sentimientos, de sus placeres en la vida. Y cuando la ilusión se
cree por todos, no sólo por unos pocos, viene la revuelta, la sangre, el
martirio. Hacia eso lleva Bergoglio a toda la Iglesia. Está predicando
una ilusión y todos se la están creyendo. Necesariamente tiene que
brotar la sangre de las rocas duras. No se puede aspirar a una felicidad
imposible sin ser infelices, sin palpar la pérdida de la poca felicidad
que se alcanza.
Todos
se creen felices con Bergoglio: van a perder esa felicidad. Van a
perderlo todo. Porque no se puede poner a un hereje gobernando la
Iglesia. No se puede mantener a un hereje en el gobierno de la Iglesia, y
decir que aquí no pasa nada. Pasa y mucho.
¿A quiénes llama locos Bergoglio?
«…hay
sacerdotes y obispos que hablan de una “reforma de la reforma.” Algunos
son “santos” y hablan “de buena fe.” Pero “es un error”… algunos
obispos aceptaron a seminaristas “tradicionalistas” que más tarde fueron
expulsados de otras diócesis, sin hacer averiguaciones sobre ellos,
porque “parecían bastantes buenos y devotos.” Después de su ordenación
se descubrió que tenían “trastornos psicológicos y defectos morales.” No
es una práctica habitual, pero “sucede con frecuencia” en esos
ambientes, y ordenar a seminaristas así es como “hipotecar la Iglesia.”
El problema de fondo es que a veces hay obispos que se sienten agobiados
por la acuciantes necesidad de sacerdotes en su diócesis.” En razón de
ello, no se hace suficiente discernimiento de los candidatos, y algunos
de ellos podrían ocultar ciertos “desequilibrios” que más tarde se
manifiestan en la liturgia. De hecho, la Congregación para los Obispos
se ha visto obligada a intervenir en tres casos así con otros tantos
obispos, si bien ninguno en Italia».
A
los católicos los llama locos. A todos aquellos que simpatizan, que
siguen la liturgia sagrada tradicional. Y son muchos. Es la inocencia
que se persigue.
Tenían los “seminaristas tradicionalistas” “trastornos psicológicos y defectos morales”.
Fíjense que sólo indica los tradicionales. Y ellos son lo que hipotecan
la Iglesia. “Sucede con frecuencia en esos ambientes”: vean la maldad.
En esos ambientes tradicionales se dan trastornos psicológicos y
defectos morales. En los demás, no se da. Son todos unos santos
pecadores. No son locos y no tienen pecado: no tienen defectos morales. Y
muchos ocultan sus desequilibrios que después se manifiestan en la liturgia.
Y sólo en la liturgia; no en las demás cosas. ¿Ven la demencia de este
hombre?. Cómo ataca sutilmente a los católicos verdaderos.
¿Quiénes
son los culpables de lo que pasa en la Iglesia? Los que siguen la
doctrina tradicional. Los que cumplen con los dogmas. Los que se aferran
a las enseñanzas del Papa. Ellos son los que hipotecan la Iglesia.
Y
ahora viene el terror: la Congregación para los Obispos está
interviniendo en este sentido. Todo aquel que muestre una preferencia
por la misa tradicional, la de siempre, es un loco. Al manicomio.
Benedicto
XVI dio luz verde para celebrar la Misa según los textos litúrgicos
preparado en 1962 por Juan XXIII. Y lo hizo porque: «En primer lugar
existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano
II y de que una de sus decisiones esenciales – la reforma litúrgica – se
ponga en duda»; en segundo lugar, «Muchas personas que aceptaban
claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran
fieles al Papa y a los Obispos, deseaban no obstante reencontrar la
forma, querida para ellos, de la sagrada Liturgia» (ver)
El Papa Benedicto XVI hizo ese motu para la Iglesia:
«Los
sumos pontífices se han preocupado constantemente hasta nuestros días
de que la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto
digno de «alabanza y gloria de su nombre» y «para el bien de toda su
Santa Iglesia»» (ver)
La
misión de todo Papa es continuar al Papa anterior. Y esto es lo que
hizo el Papa: preocuparse de lo más importante en la Iglesia: el culto a
Dios, que se da en la Misa.
Bergoglio
lo primero que hizo nada más usurpar el Trono fue atacar la Misa.
Atacar a los que cumplían con el Motu proprio de Benedicto XVI. Ellos,
los inocentes, son los culpables. Hay que perseguirlos. Hay que
anularlos. Hay que llamarlos locos, degenerados, dementes.
Es el régimen del terror que se ha iniciado con Bergoglio y que conducirá a la sangre.
Si
la Iglesia quiere permanecer en la Verdad de lo que es, necesita el
martirio de muchos para expiar los pecados de toda la Jerarquía, que han
puesto al frente de la Iglesia a un hereje como su Papa.
Sin
derramamiento de sangre, no se puede expiar ese pecado porque es un
pecado de la cabeza. Por eso, el Papa Benedicto XVI tiene que ir al
martirio, como está profetizado en Fátima. Hay que reparar ese pecado de
renuncia con la sangre. Ese pecado puso en la Iglesia en manos de un
hereje, que la está destrozando.
Hay
pecados que necesitan la pena de muerte. Cuanto más alta es la dignidad
de la persona, su pecado es mayor a los ojos de Dios y también su
castigo.
A
toda la Jerarquía le viene un castigo del cielo: si quieren salvarse,
tienen que sufrir. Las muchas teologías que tienen no es excusa de su
pecado. No podrán salvarse por su teología. Conociendo la herejía de ese
hombre, lo siguen manteniendo en el puesto. Le siguen obedeciendo como
su Papa. Tienen que demostrar que aman la Verdad con la Sangre, no con
la teología.