lunes, 16 de marzo de 2015

EL TERROR SE ACERCA A TODA LA IGLESIA

EL TERROR SE ACERCA A TODA LA IGLESIA
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«La Delegación de la Santa Sede se une al creciente número de Estados que apoyan la quinta resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, pidiendo una moratoria global sobre el uso de la pena de muerte. Entre la opinión pública es cada vez mayor el apoyo a las diversas medidas para abolir la pena de muerte o suspender su aplicación. Y esta delegación espera que ese dato impulse a los Estados que aún aplican la pena de muerte a avanzar hacia su abolición» (El arzobispo Silvano Tomasi, en la XXVIII Sesión del Consejo de Derechos Humanos, – 4 de marzo del 2015)
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«…según la Ley, casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y no se hace la remisión (del pecado) sin efusión de sangre» (Hb 9, 22).
En donde la pena de muerte sea abolida, la sociedad destila sangre por todos sus poros.
Sin la sangre derramada por el Redentor, sin la pena de muerte impuesta por los romanos, no se hubiera extinguido nunca la deuda del pecado original, que Adán contrajo para todo el género humano.
Jesús es el Nuevo Adán, que otorga a todo el género humano la gracia en su naturaleza humana.
Adán, con su pecado, ofreció al género humano el pecado en su propio ser.
Cristo expió el pecado original de Adán.
Y Cristo expió los pecados personales de todos los hombres.
Pero la gracia es un merecimiento: es necesario unirse al Sacrifico de Cristo, a la Sangre que Cristo derramó para expiar el pecado.
Los pecados de los hombres legitiman la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. Ciertos pecados sólo se pueden reparar con la sangre.
Abolir la pena de muerte, en nombre de una patria común, de una paz, de una fraternidad universal, es poner todas las cosas en el mayor desorden y desconcierto.
Sólo con sangre, el hombre vuelve a Dios, retorna al cumplimiento de las leyes divinas.
Suprimir la pena de muerte, en los delitos que atacan la seguridad del Estado y a los particulares, es de una inconsecuencia monstruosa. El hombre corre hacia la misma guerra mundial buscando una paz que no existe.
Se suprime la pena de muerte porque se niega el delito político. Y negando eso se obtiene que el Estado es falible: no hay una ley humana, una ley en las cosas del Estado que se pueda seguir. Se ponen leyes abominables, dignas de condena, pero que todo el mundo las cumple porque son abominables. Se tiene un Estado con leyes inicuas, leyes que nacen, precisamente, en contra de las leyes de Dios. Todos cumplen esas leyes abominables sin delito. Y aquellos que no las cumplen se les tacha de locos, de dementes.
Negar la ley divina, para afirmar las leyes humanas inicuas, es afirmar el delito y negar el pecado. Se niega a Dios pero se afirma una forma de gobierno de iniquidad. Se afirma aquello que se niega: la iniquidad. No hay delitos políticos. No hay pena de muerte. Pero sí hay delitos políticos. La gente vive para pecar con una ley de iniquidad. Vive en el delito político. Y no se castiga ese delito porque se niega el delito político. La negación de Dios y de su ley es la negación de los gobiernos en sí mismos. Un gobierno que no castiga el delito se niega a sí mismo, se suprime a sí mismo. Porque, de manera inevitable, viene la revolución, la guerra, las luchas. Y son estas revueltas lo que restauran la lógica de la verdad.
Sin sangre es imposible expiar los pecados. Imposible que el hombre, una sociedad se purifique.
Aquellos que buscan la paz en el lenguaje humano están buscando la guerra.
La paz es la conquista de un corazón purificado. Hasta que el corazón del hombre no se purifique de sus pecados, con el sufrimiento, con la sangre, no es posible el orden de la paz.
La paz es un orden divino en el corazón humano. Es un orden en la verdad. Si se quita la verdad, que es cumplir con las leyes de Dios, se quita el orden y la paz.
El ateísmo de la ley y del Estado, es decir, la secularización completa del Estado y de la ley es fruto sólo del apartamiento del hombre de Dios, que lleva a abolir la penalidad. Conducen a teorías laxas en las que se abre la mano y no se castiga, debidamente, a los criminales. Y esas teorías vienen de la mano de la decadencia religiosa. Donde el poder religioso afloja su mano y no castiga, el poder político hace su tanto. Si no hay excomuniones en la Iglesia, tampoco hay pena de muerte en los Estados.
Y a los criminales, en vez de llevarlos a la pena de muerte, para que expíen sus pecados y el mal en la sociedad se quite, se les miran como objeto de lástima. El horror de su pecado es compasión para los hombres. A lo mucho se les llama locos y se les interna en un manicomio. Pero ya no son criminales. Ya no son pecadores. Ya no hay que expiar el pecado con sangre, con sufrimientos. Se les encierra en una casa y viven más cómodos que muchos hombres. Viven sin expiar el pecado, con una penitencia que no les purifica de su maldad. Salen de ese manicomio y son peores que cuando entraron. Y llegará un día en que esos criminales sean los dirigentes de los gobiernos, y entonces no habrá otro crimen que la inocencia, que el seguir en la verdad, que el vivir permaneciendo en la verdad.
¿No es un criminal Bergoglio? Y ahí lo tienen: en la cúspide. Gobernando.
¿Y quiénes son los que pagan? Los inocentes. Los que cumplen con el dogma, con la tradición, con el magisterio de la Iglesia.
Si la Iglesia Católica ha sido capaz de elevar a Su Trono más sagrado a un criminal, ¿qué no harán los gobiernos del mundo? ¿A qué gente criminal no pondrán como sus jefes?
Bergoglio se merece la excomunión: eso es la pena de muerte para él. Y sólo así ese hombre puede salvarse en su gran maldad. Pero esto, ni se piensa ni se va a hacer.
Se niega que Bergoglio cometa un delito contra Dios, contra la Iglesia y contra toda la sociedad. Y negando esto se autoriza a Bergoglio a seguir en sus pecados, en sus herejías, en sus apostasías de la fe. Se niega la ley divina, que enseña que Bergoglio es hereje, y se afirma la ley humana: sigan a ese hereje como Papa, obedezcan a ese hereje como Papa. Se afirma el delito, la herejía. Se institucionaliza la herejía. Y, al mismo tiempo, se niega el pecado: todos pueden ser herejes, cismáticos, apóstatas de la fe.
Este es el absurdo en que vive toda la Iglesia, que la lleva, de manera inevitable, a una revuelta, a un cisma en su interior, a una gran división de la cual tiene que darse el martirio de sangre.
Sin derramamiento de sangre no se puede expiar lo que sucede en la Iglesia, el gran pecado que hay en la Iglesia.
¡Cuántos han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso! Y eso es lo que predica Bergoglio.
¡Pero cuántos más –y aquí hay que meter a casi toda la Jerarquía- han hecho creer a todo el mundo que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre, sin sufrimientos, sin penitencia!
La Iglesia ha echado en el olvido la penitencia. Es echar en el olvido el sufrimiento y la muerte de Cristo. Es dejar a un lado la Obra Redentora de Cristo y ponerse a luchar por un reino en la tierra.
Bergoglio es por lo que lucha: por sus pobres, sus ancianos, sus enfermos, sus escuelas, su dinero, su bien común. Pero ya no lucha por salvar un alma. No les da el alimento que salva: la penitencia, el dolor, el purgatorio, el infierno. Y muchos católicos se lo creen. Viven en esa ilusión, en ese sueño de tener un papa que sólo vive de sus emociones, de sus sentimientos, de sus placeres en la vida. Y cuando la ilusión se cree por todos, no sólo por unos pocos, viene la revuelta, la sangre, el martirio. Hacia eso lleva Bergoglio a toda la Iglesia. Está predicando una ilusión y todos se la están creyendo. Necesariamente tiene que brotar la sangre de las rocas duras. No se puede aspirar a una felicidad imposible sin ser infelices, sin palpar la pérdida de la poca felicidad que se alcanza.
Todos se creen felices con Bergoglio: van a perder esa felicidad. Van a perderlo todo. Porque no se puede poner a un hereje gobernando la Iglesia. No se puede mantener a un hereje en el gobierno de la Iglesia, y decir que aquí no pasa nada. Pasa y mucho.
¿A quiénes llama locos Bergoglio?
«…hay sacerdotes y obispos que hablan de una “reforma de la reforma.” Algunos son “santos” y hablan “de buena fe.” Pero “es un error”… algunos obispos aceptaron a seminaristas “tradicionalistas” que más tarde fueron expulsados de otras diócesis, sin hacer averiguaciones sobre ellos, porque “parecían bastantes buenos y devotos.” Después de su ordenación se descubrió que tenían “trastornos psicológicos y defectos morales.” No es una práctica habitual, pero “sucede con frecuencia” en esos ambientes, y ordenar a seminaristas así es como “hipotecar la Iglesia.” El problema de fondo es que a veces hay obispos que se sienten agobiados por la acuciantes necesidad de sacerdotes en su diócesis.” En razón de ello, no se hace suficiente discernimiento de los candidatos, y algunos de ellos podrían ocultar ciertos “desequilibrios” que más tarde se manifiestan en la liturgia. De hecho, la Congregación para los Obispos se ha visto obligada a intervenir en tres casos así con otros tantos obispos, si bien ninguno en Italia».
A los católicos los llama locos. A todos aquellos que simpatizan, que siguen la liturgia sagrada tradicional. Y son muchos. Es la inocencia que se persigue.
Tenían los “seminaristas tradicionalistas” “trastornos psicológicos y defectos morales”. Fíjense que sólo indica los tradicionales. Y ellos son lo que hipotecan la Iglesia. “Sucede con frecuencia en esos ambientes”: vean la maldad. En esos ambientes tradicionales se dan trastornos psicológicos y defectos morales. En los demás, no se da. Son todos unos santos pecadores. No son locos y no tienen pecado: no tienen defectos morales. Y muchos ocultan sus desequilibrios que después se manifiestan en la liturgia. Y sólo en la liturgia; no en las demás cosas. ¿Ven la demencia de este hombre?. Cómo ataca sutilmente a los católicos verdaderos.
¿Quiénes son los culpables de lo que pasa en la Iglesia? Los que siguen la doctrina tradicional. Los que cumplen con los dogmas. Los que se aferran a las enseñanzas del Papa. Ellos son los que hipotecan la Iglesia.
Y ahora viene el terror: la Congregación para los Obispos está interviniendo en este sentido. Todo aquel que muestre una preferencia por la misa tradicional, la de siempre, es un loco. Al manicomio.
Benedicto XVI dio luz verde para celebrar la Misa según los textos litúrgicos preparado en 1962 por Juan XXIII. Y lo hizo porque: «En primer lugar existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano II y de que una de sus decisiones esenciales – la reforma litúrgica – se ponga en duda»; en segundo lugar, «Muchas personas que aceptaban claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran fieles al Papa y a los Obispos, deseaban no obstante reencontrar la forma, querida para ellos, de la sagrada Liturgia» (ver)
El Papa Benedicto XVI hizo ese motu para la Iglesia:
«Los sumos pontífices se han preocupado constantemente hasta nuestros días de que la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto digno de «alabanza y gloria de su nombre» y «para el bien de toda su Santa Iglesia»» (ver)
La misión de todo Papa es continuar al Papa anterior. Y esto es lo que hizo el Papa: preocuparse de lo más importante en la Iglesia: el culto a Dios, que se da en la Misa.
Bergoglio lo primero que hizo nada más usurpar el Trono fue atacar la Misa. Atacar a los que cumplían con el Motu proprio de Benedicto XVI. Ellos, los inocentes, son los culpables. Hay que perseguirlos. Hay que anularlos. Hay que llamarlos locos, degenerados, dementes.
Es el régimen del terror que se ha iniciado con Bergoglio y que conducirá a la sangre.
Si la Iglesia quiere permanecer en la Verdad de lo que es, necesita el martirio de muchos para expiar los pecados de toda la Jerarquía, que han puesto al frente de la Iglesia a un hereje como su Papa.
Sin derramamiento de sangre, no se puede expiar ese pecado porque es un pecado de la cabeza. Por eso, el Papa Benedicto XVI tiene que ir al martirio, como está profetizado en Fátima. Hay que reparar ese pecado de renuncia con la sangre. Ese pecado puso en la Iglesia en manos de un hereje, que la está destrozando.
Hay pecados que necesitan la pena de muerte. Cuanto más alta es la dignidad de la persona, su pecado es mayor a los ojos de Dios y también su castigo.
A toda la Jerarquía le viene un castigo del cielo: si quieren salvarse, tienen que sufrir. Las muchas teologías que tienen no es excusa de su pecado. No podrán salvarse por su teología. Conociendo la herejía de ese hombre, lo siguen manteniendo en el puesto. Le siguen obedeciendo como su Papa. Tienen que demostrar que aman la Verdad con la Sangre, no con la teología.

«La Delegación de la Santa Sede se une al creciente número de Estados que apoyan la quinta resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, pidiendo una moratoria global sobre el uso de la pena de muerte. Entre la opinión pública es cada vez mayor el apoyo a las diversas medidas para abolir la pena de muerte o suspender su aplicación. Y esta delegación espera que ese dato impulse a los Estados que aún aplican la pena de muerte a avanzar hacia su abolición» (El arzobispo Silvano Tomasi, en la XXVIII Sesión del Consejo de Derechos Humanos, – 4 de marzo del 2015)
«…según la Ley, casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y no se hace la remisión (del pecado) sin efusión de sangre» (Hb 9, 22).
En donde la pena de muerte sea abolida, la sociedad destila sangre por todos sus poros.
Sin la sangre derramada por el Redentor, sin la pena de muerte impuesta por los romanos, no se hubiera extinguido nunca la deuda del pecado original, que Adán contrajo para todo el género humano.
Jesús es el Nuevo Adán, que otorga a todo el género humano la gracia en su naturaleza humana.
Adán, con su pecado, ofreció al género humano el pecado en su propio ser.
Cristo expió el pecado original de Adán.
Y Cristo expió los pecados personales de todos los hombres.
Pero la gracia es un merecimiento: es necesario unirse al Sacrifico de Cristo, a la Sangre que Cristo derramó para expiar el pecado.
Los pecados de los hombres legitiman la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. Ciertos pecados sólo se pueden reparar con la sangre.
Abolir la pena de muerte, en nombre de una patria común, de una paz, de una fraternidad universal, es poner todas las cosas en el mayor desorden y desconcierto.
Sólo con sangre, el hombre vuelve a Dios, retorna al cumplimiento de las leyes divinas.
Suprimir la pena de muerte, en los delitos que atacan la seguridad del Estado y a los particulares, es de una inconsecuencia monstruosa. El hombre corre hacia la misma guerra mundial buscando una paz que no existe.
Se suprime la pena de muerte porque se niega el delito político. Y negando eso se obtiene que el Estado es falible: no hay una ley humana, una ley en las cosas del Estado que se pueda seguir. Se ponen leyes abominables, dignas de condena, pero que todo el mundo las cumple porque son abominables. Se tiene un Estado con leyes inicuas, leyes que nacen, precisamente, en contra de las leyes de Dios. Todos cumplen esas leyes abominables sin delito. Y aquellos que no las cumplen se les tacha de locos, de dementes.
Negar la ley divina, para afirmar las leyes humanas inicuas, es afirmar el delito y negar el pecado. Se niega a Dios pero se afirma una forma de gobierno de iniquidad. Se afirma aquello que se niega: la iniquidad. No hay delitos políticos. No hay pena de muerte. Pero sí hay delitos políticos. La gente vive para pecar con una ley de iniquidad. Vive en el delito político. Y no se castiga ese delito porque se niega el delito político. La negación de Dios y de su ley es la negación de los gobiernos en sí mismos. Un gobierno que no castiga el delito se niega a sí mismo, se suprime a sí mismo. Porque, de manera inevitable, viene la revolución, la guerra, las luchas. Y son estas revueltas lo que restauran la lógica de la verdad.
Sin sangre es imposible expiar los pecados. Imposible que el hombre, una sociedad se purifique.
Aquellos que buscan la paz en el lenguaje humano están buscando la guerra.
La paz es la conquista de un corazón purificado. Hasta que el corazón del hombre no se purifique de sus pecados, con el sufrimiento, con la sangre, no es posible el orden de la paz.
La paz es un orden divino en el corazón humano. Es un orden en la verdad. Si se quita la verdad, que es cumplir con las leyes de Dios, se quita el orden y la paz.
El ateísmo de la ley y del Estado, es decir, la secularización completa del Estado y de la ley es fruto sólo del apartamiento del hombre de Dios, que lleva a abolir la penalidad. Conducen a teorías laxas en las que se abre la mano y no se castiga, debidamente, a los criminales. Y esas teorías vienen de la mano de la decadencia religiosa. Donde el poder religioso afloja su mano y no castiga, el poder político hace su tanto. Si no hay excomuniones en la Iglesia, tampoco hay pena de muerte en los Estados.
Y a los criminales, en vez de llevarlos a la pena de muerte, para que expíen sus pecados y el mal en la sociedad se quite, se les miran como objeto de lástima. El horror de su pecado es compasión para los hombres. A lo mucho se les llama locos y se les interna en un manicomio. Pero ya no son criminales. Ya no son pecadores. Ya no hay que expiar el pecado con sangre, con sufrimientos. Se les encierra en una casa y viven más cómodos que muchos hombres. Viven sin expiar el pecado, con una penitencia que no les purifica de su maldad. Salen de ese manicomio y son peores que cuando entraron. Y llegará un día en que esos criminales sean los dirigentes de los gobiernos, y entonces no habrá otro crimen que la inocencia, que el seguir en la verdad, que el vivir permaneciendo en la verdad.
¿No es un criminal Bergoglio? Y ahí lo tienen: en la cúspide. Gobernando.
¿Y quiénes son los que pagan? Los inocentes. Los que cumplen con el dogma, con la tradición, con el magisterio de la Iglesia.
Si la Iglesia Católica ha sido capaz de elevar a Su Trono más sagrado a un criminal, ¿qué no harán los gobiernos del mundo? ¿A qué gente criminal no pondrán como sus jefes?
Bergoglio se merece la excomunión: eso es la pena de muerte para él. Y sólo así ese hombre puede salvarse en su gran maldad. Pero esto, ni se piensa ni se va a hacer.
Se niega que Bergoglio cometa un delito contra Dios, contra la Iglesia y contra toda la sociedad. Y negando esto se autoriza a Bergoglio a seguir en sus pecados, en sus herejías, en sus apostasías de la fe. Se niega la ley divina, que enseña que Bergoglio es hereje, y se afirma la ley humana: sigan a ese hereje como Papa, obedezcan a ese hereje como Papa. Se afirma el delito, la herejía. Se institucionaliza la herejía. Y, al mismo tiempo, se niega el pecado: todos pueden ser herejes, cismáticos, apóstatas de la fe.
Este es el absurdo en que vive toda la Iglesia, que la lleva, de manera inevitable, a una revuelta, a un cisma en su interior, a una gran división de la cual tiene que darse el martirio de sangre.
Sin derramamiento de sangre no se puede expiar lo que sucede en la Iglesia, el gran pecado que hay en la Iglesia.
¡Cuántos han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso! Y eso es lo que predica Bergoglio.
¡Pero cuántos más –y aquí hay que meter a casi toda la Jerarquía- han hecho creer a todo el mundo que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre, sin sufrimientos, sin penitencia!
La Iglesia ha echado en el olvido la penitencia. Es echar en el olvido el sufrimiento y la muerte de Cristo. Es dejar a un lado la Obra Redentora de Cristo y ponerse a luchar por un reino en la tierra.
Bergoglio es por lo que lucha: por sus pobres, sus ancianos, sus enfermos, sus escuelas, su dinero, su bien común. Pero ya no lucha por salvar un alma. No les da el alimento que salva: la penitencia, el dolor, el purgatorio, el infierno. Y muchos católicos se lo creen. Viven en esa ilusión, en ese sueño de tener un papa que sólo vive de sus emociones, de sus sentimientos, de sus placeres en la vida. Y cuando la ilusión se cree por todos, no sólo por unos pocos, viene la revuelta, la sangre, el martirio. Hacia eso lleva Bergoglio a toda la Iglesia. Está predicando una ilusión y todos se la están creyendo. Necesariamente tiene que brotar la sangre de las rocas duras. No se puede aspirar a una felicidad imposible sin ser infelices, sin palpar la pérdida de la poca felicidad que se alcanza.
Todos se creen felices con Bergoglio: van a perder esa felicidad. Van a perderlo todo. Porque no se puede poner a un hereje gobernando la Iglesia. No se puede mantener a un hereje en el gobierno de la Iglesia, y decir que aquí no pasa nada. Pasa y mucho.
¿A quiénes llama locos Bergoglio?
«…hay sacerdotes y obispos que hablan de una “reforma de la reforma.” Algunos son “santos” y hablan “de buena fe.” Pero “es un error”… algunos obispos aceptaron a seminaristas “tradicionalistas” que más tarde fueron expulsados de otras diócesis, sin hacer averiguaciones sobre ellos, porque “parecían bastantes buenos y devotos.” Después de su ordenación se descubrió que tenían “trastornos psicológicos y defectos morales.” No es una práctica habitual, pero “sucede con frecuencia” en esos ambientes, y ordenar a seminaristas así es como “hipotecar la Iglesia.” El problema de fondo es que a veces hay obispos que se sienten agobiados por la acuciantes necesidad de sacerdotes en su diócesis.” En razón de ello, no se hace suficiente discernimiento de los candidatos, y algunos de ellos podrían ocultar ciertos “desequilibrios” que más tarde se manifiestan en la liturgia. De hecho, la Congregación para los Obispos se ha visto obligada a intervenir en tres casos así con otros tantos obispos, si bien ninguno en Italia».
A los católicos los llama locos. A todos aquellos que simpatizan, que siguen la liturgia sagrada tradicional. Y son muchos. Es la inocencia que se persigue.
Tenían los “seminaristas tradicionalistas” “trastornos psicológicos y defectos morales”. Fíjense que sólo indica los tradicionales. Y ellos son lo que hipotecan la Iglesia. “Sucede con frecuencia en esos ambientes”: vean la maldad. En esos ambientes tradicionales se dan trastornos psicológicos y defectos morales. En los demás, no se da. Son todos unos santos pecadores. No son locos y no tienen pecado: no tienen defectos morales. Y muchos ocultan sus desequilibrios que después se manifiestan en la liturgia. Y sólo en la liturgia; no en las demás cosas. ¿Ven la demencia de este hombre?. Cómo ataca sutilmente a los católicos verdaderos.
¿Quiénes son los culpables de lo que pasa en la Iglesia? Los que siguen la doctrina tradicional. Los que cumplen con los dogmas. Los que se aferran a las enseñanzas del Papa. Ellos son los que hipotecan la Iglesia.
Y ahora viene el terror: la Congregación para los Obispos está interviniendo en este sentido. Todo aquel que muestre una preferencia por la misa tradicional, la de siempre, es un loco. Al manicomio.
Benedicto XVI dio luz verde para celebrar la Misa según los textos litúrgicos preparado en 1962 por Juan XXIII. Y lo hizo porque: «En primer lugar existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano II y de que una de sus decisiones esenciales – la reforma litúrgica – se ponga en duda»; en segundo lugar, «Muchas personas que aceptaban claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran fieles al Papa y a los Obispos, deseaban no obstante reencontrar la forma, querida para ellos, de la sagrada Liturgia» (ver)
El Papa Benedicto XVI hizo ese motu para la Iglesia:
«Los sumos pontífices se han preocupado constantemente hasta nuestros días de que la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto digno de «alabanza y gloria de su nombre» y «para el bien de toda su Santa Iglesia»» (ver)
La misión de todo Papa es continuar al Papa anterior. Y esto es lo que hizo el Papa: preocuparse de lo más importante en la Iglesia: el culto a Dios, que se da en la Misa.
Bergoglio lo primero que hizo nada más usurpar el Trono fue atacar la Misa. Atacar a los que cumplían con el Motu proprio de Benedicto XVI. Ellos, los inocentes, son los culpables. Hay que perseguirlos. Hay que anularlos. Hay que llamarlos locos, degenerados, dementes.
Es el régimen del terror que se ha iniciado con Bergoglio y que conducirá a la sangre.
Si la Iglesia quiere permanecer en la Verdad de lo que es, necesita el martirio de muchos para expiar los pecados de toda la Jerarquía, que han puesto al frente de la Iglesia a un hereje como su Papa.
Sin derramamiento de sangre, no se puede expiar ese pecado porque es un pecado de la cabeza. Por eso, el Papa Benedicto XVI tiene que ir al martirio, como está profetizado en Fátima. Hay que reparar ese pecado de renuncia con la sangre. Ese pecado puso en la Iglesia en manos de un hereje, que la está destrozando.
Hay pecados que necesitan la pena de muerte. Cuanto más alta es la dignidad de la persona, su pecado es mayor a los ojos de Dios y también su castigo.
A toda la Jerarquía le viene un castigo del cielo: si quieren salvarse, tienen que sufrir. Las muchas teologías que tienen no es excusa de su pecado. No podrán salvarse por su teología. Conociendo la herejía de ese hombre, lo siguen manteniendo en el puesto. Le siguen obedeciendo como su Papa. Tienen que demostrar que aman la Verdad con la Sangre, no con la teología.