Familias numerosas
Familia Duggar.
Sabido es que la
Iglesia elogia y tiene en alta estima a la familia numerosa. Pero la
procreación es una actividad humana, no mera reproducción animal, que se ha de
regular por la prudencia cristiana. En los casos concretos, la decisión de tener
una familia numerosa, supone la previa decisión prudencial de los cónyuges. Como toda obra
cristiana, la descendencia es un don de Dios, que se recibe. El generoso con
los padres es Dios, que les concede el regalo de los hijos y lo necesario para
educarlos cristianamente. No es que los esposos deban «ser generosos» con Dios
proponiéndose el bien de una familia numerosa —con criterio cuantitativo:
cuantos más hijos, mayor virtud—, porque como es algo tan bueno, Dios los
ayudará con toda seguridad. No es verdad que lo que más cuesta sea lo más
meritorio y santificante para los padres. Es la intensidad de la caridad lo que
da el mérito al obrar.
Desde
una perspectiva meramente
cuantitativa, pareciera que la Iglesia estima por igual a cualquier
familia
numerosa. Sin embargo, la realidad de las familias numerosas es variable
y puede ser el resultado de distintos comportamientos morales, como lo
expresan estos párrafos que transcribimos a continuación:
«Hay dos clases de familias numerosas. Primero, la familia
numerosa salvaje, aquella que todavía hallamos en las carretas y
en los tugurios, la familia que se abandona a los instintos, que no
prevé nada, que da numerosos hijos no porque los desee, sino porque vienen
sin pensarlo, y que los deja crecer en el abandono. Esas familias no
denotan virtud alguna en los padres, los cuales a veces ni siquiera están
casados y educan mal o no educan en absoluto a sus hijos. En los barrios
populares de las grandes ciudades se encuentran mujeres cargadas de hijos,
nacidos de padres diferentes, que ni ellas mismas son siempre capaces de
determinar.
En el extremo opuesto hallamos la familia numerosa
civilizada, la de los esposos reflexivos y previsores que se dan cuenta de
las cargas que asumen y de los sacrificios que se imponen al poner
muchos hijos en el mundo y aceptan cargas y sacrificios porque saben que,
en el orden natural, no hay nobleza más alta que educar una numerosa
familia y hacer de sus hijos los continuadores de la tradición familiar.
Esas familias están en la cumbre de la moralidad familiar; dan el ejemplo
del sacrificio de los goces inferiores en aras de las virtudes ideales.
Constituyen una minoría selecta y dan ejemplo de valor, a veces de
heroísmo. Pero la virtud que ellas practican exige tal fuerza moral, que
no debe sorprendernos que su número sea reducido.» (LECLERCQ, J. LA FAMILIA SEGÚN EL DERECHO NATURAL.
4ª ed. francesa, 1958; trad. esp. Ventosa, Herder, 1961, pp. 215-216).