AÑO 10
CAPÍTULO XX
ESCÁNDALO DE FARISEOS
En estos últimos tiempos, uno de los episodios más deslucidos y entristecedores para el espíritu argentino fue el alboroto que se movió alrededor de la fundación de la Biblioteca Nacional, verdadero escándalo de fariseos. Deslucido, porque dio pie a una agresión alevosa y sin gallardía contra quien no podía defenderse.
Entristecedor, porque delataba la existencia de un totalitarismo intelectual, repugnante en un país cuya Constitución garantiza a todos sus habitantes el derecho de pensar y de emitir libremente el pensamiento, guardando, como es natural, formas y estilo. ¿Cuál fue el pretexto del estridente y desproporcionado cacareo que se armó en aquella ocasión?
Haber afirmado que el fundador de la Biblioteca Nacional no había sido Mariano Moreno, sino el presbítero Doctor don Luis José Chorroarín. ¿En qué país del mundo puede una rectificación histórica, hecha en términos comedidos, y previa venia del superior jerárquico, por hacerla un funcionario, constituir un delito?
Ciertos
historiadores corrieron desolados, rasgando sus vestiduras, pero no a
los templos, como suele hacerse
cuando ocurren calamidades públicas,
sino a los palacios de los
príncipes, para conjurarlos a asfixiar en el huevo, con
gallina y todo, aquella expresión de
disconformismo con la historia dirigida.
Se dio por
razón del pedimento el que la rectificación había sido hecha en una publicación
oficial. ¡Scandalum
Pharisaeorum!
¡Ay de
vosotros, los que coláis el mosquito y os tragáis el camello!
Se calló una
circunstancia importantísima: que la publicación donde se afirmó lo que
tanta irritación produjo, había sido
—como era de trámite— previamente
consultada a la autoridad jerárquica,
y autorizada por resolución
fundada y escrita comunicada por nota.
Es claro que si
eso se hubiera dicho, todas las censuras, case de que el restablecer
una verdad histórica merezca censura, habrían debido recaer sobre el
superior que autorizó, y no sobre el inferior que consultó y pidió
venia. •
Se calló esa
circunstancia y se sincronizó la más desconcertante e inexplicable campaña
periodística contra el que se había atrevido a extirpar un craso error en la
historia argentina.
Casi todos los
diarios del país, grandes y
pequeños; casi todas las revistas; casi todas las
radios, como obedeciendo a una
batuta invisible (y algo de eso hubo) echaron su cuarto a espadas y vapulearon
a quien, dando pruebas de
carácter y de independencia de juicio, había afirmado con documentos en la
mano, una cosa original, en un asunto manoseadísimo, que ningún historiador había osado
investigar y en que todos aprendían y enseñaban de segunda o de tercera mano, copiando a alguien, que a su vez había copiado
a otro.
Pero todos se
resignaban porque está prohibido (tácitamente prohibido) meterse con un
semidiós.
Fue un
espectáculo entristecedor comprobar que un argentino, un
escritor, que como funcionario había servido intensa y
honradamente a su país, se
hallaba como en tierra extraña, sin ninguna defensa, por lo mismo que no figuraba en los registros
de ninguna logia, y que su silencio al igual que sus palabras podrían servir
para perderlo.
El blanco de
aquella desairada conjuración no era ni un zopenco ni un malvado.
Se había
consagrado con alma y vida a la institución, y el hecho mismo que servía de pretexto para
la campaña, demostraba su celo y su laboriosidad.
Durante semanas
y semanas fue zaherido a mansalva,
y poco menos que puesta a precio
su cabeza. . . administrativa; y como por minutos se aguardaba su decapitación,
pululaban ya los candidatos a sucederle. . .
Entretanto la Academia Nacional de la Historia
se constituía en supremo tribunal de casación, para fallar aquel litigio
planteado entre los que afirmaban que Moreno fundó la Biblioteca, y el hereje
que se había animado a levantarse contra ese dogma.
A cualquiera
que tenga el menor sentido de la justicia, se le ocurrirá que sí la Academia iba
a fallar, no podía entregar el
estudio de la cuestión y la redacción de la sentencia al elocuente panegirista
de Moreno, que en cien ocasiones y en diversas obras
había afirmado lo que ahora alguien afirmaba que era inexacto.
El distinguido
autor de La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, presidente entonces de la Academia
Nacional de la Historia, estaba inhibido de opinar. La equidad le obligaba a abstenerse, aun
cuando otros quisieran imponerle esa tarea, porque, como dicen los jurisperitos: le comprendían
las generales de la ley.
"El
historiador —dice Sainte Beuve— debe ser como la mujer del César: que nadie
pueda sospechar de infidelidad".
Es a todas
luces evidente, que el laborioso biógrafo de Mariano Moreno, no era en ese caso, como la mujer del
César. Tenía opinión comprometida
en libros famosos.
Su posición no
sería nunca la de un juez sino la del abogado de una de las partes, aunque anunciara que trabajaría en
colaboración con otros dos miembros de la Academia, por muy ilustres que fueran.
Se le ocurriría
también a cualquiera que tuviese un mínimo concepto de la justicia, que
para que la original sentencia de casación histórica no fuese una repetición de
las afirmaciones que el sacrílego negador había destruido, el sentenciador tendría que allegar elementos
nuevos, probanzas no discutidas,
puesto que las conocidas se habían demostrado insuficientes.
Finalmente, si el tribunal pretendía conservar cierta
apariencia de imparcialidad, debía convocar a ambas partes y escuchar sus
alegatos, antes de dar la sentencia. Un juez, aunque sea
en cuestión de historia, no debe oír una sola campana.
Cuál fue,
empero la actitud del tribunal?
Adoptó una
medida de aparente austeridad: no convocó a ninguna de las dos partes; se
declaró bien informado con las publicaciones que se habían hecho; ninguno de los litigantes presentó ningún
alegato. En esto los dos quedaron
puestos a igual altura.
|Pero uno de
ellos, precisamente el distinguido autor de la más importante biografía de
Moreno, se encargó de redactar la sentencia! Y ésa tendría que ser la última palabra de la
Academia Nacional de la Historia en aquel asunto. Al menos ellos creían que sería la
última.
Habría sido de
cajón, que puesto que la Academia
como cuerpo iba a pronunciar esa anunciada palabra, su redactor no la publicara en los
diarios antes que el tribunal, o
sea la Academia misma la considerase, la discutiese y la aprobase.
Pero había
impaciencia por acabar con la herejía y a las dos semanas, súbitamente, se publicó con asombrosa
profusión y gran lujo de letras titulares y sombrías e ilegibles fotocopias,
que impresionaban como una cosa seria,
lo que iba a ser el veredicto de
la Academia Nacional de la Historia.
Lo extraño del
suceso es que la futura sentencia se anticipaba al público con una sola firma, y
antes de que los otros dos miembros de la comisión nombrada por la Academia
para proyectarla, hubiesen tenido el menor conocimiento de ella.
Tan desusada
rapidez, que pareció un error de procedimiento y hasta
un desaire hacia los colegas, fue,
como dicen los criollos: una "acertada".
Porque de
someterse a la discusión de los académicos el borrador del fallo, podría darse
el pintoresco espectáculo que alguna vez se dio en el Ayuntamiento de cierto
pueblo ibérico donde se pusieron a debatir si Dios existía o no existía. Discutieron tres días el asunto, hasta que
rendidos a la fatiga más que a los argumentos, los ediles cerraron el debate y
confiaron a una votación lo que tenía que ser su opinión en adelante.
Se salvó Dios
por el voto del cura que era edil y llegó un poco atrasado, pero todavía a tiempo.
De haberse
sometido a la Academia la herejía de que hablamos, la disputa habría sido
interminable; se hubieran sacado algunos trapos al sol y
quién sabe si no hubiera ganado la herejía.
Por ello, fue
"una acertada" publicar el fallo antes de que lo conociera la
Academia, colocándola así en presencia de un hecho consumado.
O se resignaba
a prohijar el trabajo de uno de sus más doctos miembros o se ponía cada cual a
estudiar de cerca el asunto. Optó
por prohijarlo.
La herejía
pareció aplastada para siempre y recrudeció la campaña periodística, pero esta vez ya no fue sólo contra el
excomulgado por la iglesia académica (que tiene de sinagoga y tiene de logia) sino contra la Academia misma,
porque innumerables personas que no habían leído los trabajos del hereje, ni
tenían la menor idea del asunto, leyeron la sentencia, y no tuvieron necesidad
de leer más para convencerse de que el hereje tenía razón.
Si después de
vaciar los archivos, salían a la calle con los mismos documentos publicados por
Trelles sesenta años atrás, era porque no había otras probanzas. Nada nuevo, pues, y nada concluyente.
Las fotocopias
no agregaban ninguna fuerza a un documento que de por sí no la tenía. El vulgo podía caer en el garlito, pero
no todos eran vulgo.
Aun algunos
académicos empezaron a rezongar que les habían hecho hacer un triste negocio,
pues el público, picada la
curiosidad por tanta faramalla y tanto ruido, empezaba a discutir si la Academia tenía el
don de la infalibilidad y se preguntaba si no habría en sus anales algún
ejemplo clásico de lo que las gentes eruditas llaman: lapsus, en latín, que en castellano familiar se
traduce por plancha.
Halláronse más
de uno, pero uno de ellos tan gordo que merece recordarse aquí.
El dogma de la
infalibilidad de la Academia Nacional de la Historia no está aceptado. Hay
gentes que no estiman bastante las historias oficializadas con el escudo de la
docta corporación.
Sucedió, pues,
allá por 1917, que la Comisión pro Monumento a Dorrego llamó a concurso de
historiadores, ofreciendo un premio de 10.000 pesos, que equivalían entonces a varios cientos de
miles de los escuálidos pesos actuales, por la mejor biografía del mártir de
Navarro, que fusiló el general Lavalle.
En esos tiempos
la Academia Nacional de la Historia se llamaba modestamente Junta de Historia y
Numismática, y reunía en su seno a los más autorizados
historiadores del país.
La Comisión pro monumento recurrió a ella para
que un Jurado escogido entre los más sabios de sus miembros estudiara los
libros que se presentarían y propusiera el más digno de ser premiado.
Así se hizo y
el fallo se dictó en agosto de 1919, aconsejando premiar la Biografía del
Coronel Manuel Dorrego, de
que era autor el señor Carlos Parson Horne.
Pero la mala
suerte de la Academia Nacional de Historia (que entonces se llamaba Junta
de Historia), cuya reputación daba autoridad al
fallo, quiso que el Jurado se metiera en dibujos. Ya lo dijo Cervantes:
No te metas en dibú-
Ni en saber
vidas ajé-
El Jurado se
metió en dibujos, declarando que era de lamentarse que el autor
de aquel excelente libro no hubiese acompañado, como iconografía de Dorrego, más que unos retratos vulgares, harto
conocidos.
"La
iconografía carece de valor —dice el fallo—. Falta el mejor y menos conocido
retrato de Dorrego, de cuerpo entero, de pie, en traje de oficial de caballería, sombrero de paisano y el poncho echado con
negligencia sobre el hombro..."
Con esta
descripción los sabuesos de la historia se largaron a buscar aquel retrato, el mejor de Dorrego, y lo hallaron ¡vaya si lo hallaron!, y
en la edición que se hizo del libro, con gran lujo, se desdeñó todo otro
grabado y sólo se publicó aquél, en regia fotocopia, con el agregado de una
nota de explicación:
"En
efecto, es quizás la mejor iconografía de Dorrego que exista Y por tal motivo
hémosnos empeñado en reproducir fototípicamente cara la más fiel reproducción
del original, que nos fue gentilmente facilitado por su dueña..."
¡Lástima grande
que el mejor retrato de Dorrego fue la mejor forma en que se haYa hecho víctima
a ningún historiador! Porque la tal pintura de Dorrego no era otra
cosa, que una fotografía del actor teatral argentino Don Eduardo C. Zucchi, que en el año 1918 representó el personaje de
Dorrego en una película titulada Federación o muerte, argumento del doctor
Gustavo Caravallo.
Se encontró tan
apuesto con su "traje de oficial de caballería, sombrero de paisano y el poncho echado con
negligencia sobre el hombro", que en esa postura se hizo retratar
y su foto apareció en las revistas ilustradas, de donde un pintor aprovechado la copió
al óleo, en grande, para hacer el
mejor retrato de Dorrego, que vendió a la familia y que ha hecho caer en
éxtasis a los miembros de la Junta de Historia y Numismática.
La Junta de
Historia y Numismática ha cambiado de nombre, pero eso no la ha hecho infalible.
Si algunos de
sus miembros son sabios y hasta santos, no pocos de ellos siguen creyendo en
brujas.