A propósito de Nicolás Márquez y Agustín Laje
Hay
ciertas cosas que, con el tiempo, un sacerdote, un docente o un padre
de familia termina aprendiendo a fuerza de palos. Una de ellas es que
nada puede darse por supuesto entre nuestros fieles, alumnos o hijos
porque, por supuestas, terminan por no predicarse y, por no predicarse,
por olvidarse. Más aún en los tiempos que corren, donde l’esprit de finesse del que hablaba Pascal, parece haberse ahogado en el maremagnum geométrico.
¿A
qué nos referimos? Pues a esa tradición clásica en la Iglesia que nos
manda, por medio del Apóstol (es decir San Pablo), a analizar los
espíritus, las profecías y más en general, la realidad toda, para quedarnos con lo bueno y desechar lo malo.
Como la abeja hace con su flor, como el ternero hace con su madre.
No
implica esto, claro está, que todo deba ser “probado” o padecido; no.
San Pablo es tan claro en el “examinadlo todo” que el mismo comentario
de Santo Tomás resulta escueto por demás:
“muestra cómo han de manejarse en todo con discreción (…). Elegir lo bueno y rechazar lo malo (…) evitando la apariencia de mal, a saber, lo que sin escándalo de los hombres no pudiéramos observar en presencia suya” (In 1 Tes 5).
Es
esto y no otra cosa lo que la Iglesia ha hecho desde siempre: si hay
algo de bueno, de bello o de verdadero es necesario encomiarlo; sea
católico o no. Y si hay algo de malo en los buenos, también es preciso
señalarlo, como hacían los Padres:
“Debemos escuchar con todas nuestras fuerzas todos los textos de los antiguos poetas o filósofos, para extraer de ellos los medios para profundizar, reforzar y propagar el conocimiento de la verdad” (decía San Gregorio taumaturgo). Y “¿quién es Platón, sino Moisés que habla en griego?” (agregaba San Clemente de Alejandría)[1].
No otra cosa fue lo que hizo el ya citado Santo Tomás en pleno
medioevo, época en que, apelar a Aristóteles y más aún llamarlo “el
Filósofo” (como lo hacía) resultaba por demás arriesgado y hasta para
muchos “heterodoxo” (“Aristóteles” era sinónimo de “nestoriano” o, más
aún, de “musulmán”, por el uso que éstos le habían dado). Porque toda verdad, dijese quien la dijese “es del Espíritu Santo”[2].
Lo mismo hizo Castellani (o Fabro) con Kierkegaard.
Es
así nomás. El espíritu medieval, el espíritu católico, al menos en sus
mayores exponentes, sabía distinguir el trigo de la cizaña, la viga de
la paja, “lo católico” de “los católicos”. Pues bien: hoy no parece que
sea así. Y no parece que lo sea porque simplemente vivimos en un cizañal inmenso
donde nos cuesta poder analizar lo bueno y dejar de lado lo malo; nos
cuesta separar las obras de las personas; nos cuesta volver a sí sí, no no del Evangelio, donde no sólo se afirman las blanquinegras realidades, sino también las grisáceas perfecciones.
Y en este no saber distinguir los grises, los matices, las sfumature,
el pueblo fiel, nuestros hijos o nuestros alumnos, pueden verse
barbáricamente escandalizado por una apariencia de mal. Y es lícito que
sea así; porque no tenemos la culpa de haber nacido en Babel.
En
nuestro país y hasta en Latinoamérica, hay algunos personajes que, con
el tiempo, han cobrado cierta relevancia en los medios. Puntualmente nos
referimos a Nicolás Márquez y a Agustín Laje, dos jóvenes y valientes autores/conferencistas que, contra viento y marea, han venido trabajando durante los últimos años, contra la ideología de género: ese fetiche nuevo que la dialéctica marxista utiliza ahora para aglomerar tanto a liberales como a izquierdistas (de Javier Milei no nos ocuparemos por ser un inmoral).
Conocemos
a Márquez desde hace algunos años; puntualmente, desde los incipientes
tiempos del “kirchnerismo”, cuando era de los pocos de su generación que denunciaba la mentira oficial acerca de la década del ’70 en Argentina.
Es católico (bautizado recién a los 20 o 21 años), abogado y buen
polemista. Tanto él como el joven e incisivo Agustín Laje (más
académico, a nuestro juicio) poseen no sólo talento sino también la
fortaleza necesaria para enfrentarse a varios de los mitos oficiales de
la actualidad.
Pero
también sabemos (y no sería lícito ocultarlo) que el catolicismo que
han recibido es el imperante en varios colegios y universidades “de
Iglesia” donde, la doctrina católica liberal y el “cada uno puede hacer de su vida lo que quiera siempre y cuando no moleste al prójimo” resultan hoy casi un dogma de fe.
Es
verdad que, hoy por hoy -lo admitimos- nadie sabe bien qué diablos es
ser “liberal”, “libertario” o “capitalista”; es más: ni siquiera se sabe
bien qué es ser “de derecha”. Por ello, y sin entrar a analizar puntualmente los dichos de la dupla,
creemos que, en términos generales, hay ciertos puntos que, como
católicos, se deberían tener en cuenta ante las discusiones
circunstanciales de la “ideología de género”, el “aborto” o lo que fuera
que la “Revolución”, (con mayúscula) nos está poniendo enfrente como
batalla circunstancial.
Hay que afirmar entonces que:
1)
El marxismo cultural es hijo de la ideología liberal, por ser ambos
hijos del “libre examen” que, a la larga o a la corta, terminan
volviéndose hacia el laicismo o el ateísmo. La actual Europa apóstata es
prueba empírica de ello.
2)
Que siempre debe buscarse, en política, no sólo un orden social
católico, sino incluso un gobierno que reconozca a Cristo como rey de
las almas y de la sociedad.
3) Que aunque sea cierto que cada uno en su fuero íntimo pueda hacer mal uso
de su libertad (vgr., practicando la homosexualidad), que el gobierno
no pueda perseguir -por el bien de la paz- todas las acciones de los
hombres, no implica que, por ello, estas acciones pecaminosas sean
buenas o indiferentes. El mal es siempre mal, en privado o en público:
que no pueda ser perseguido siempre y en todo lugar, no cambia las
cosas. Dicho de otro modo: está mal hacer el mal, incluso en privado.
4)
Que el sistema financiero internacional (de los distintos colores que
se piense) es y ha sido siempre el principal alimento del marxismo,
tanto armado como cultural.
5)
Que la democracia como ideología o cosmovisión (no necesariamente como
forma de gobierno sino como ese error que plantea que lo que dice la
mayoría es la verdad o el bien), es la mentira universal y la nueva religión del mundo moderno.
6) Que el liberalismo, en cuanto ideología, es la iniquidad, porque hace que el hombre se ponga en lugar de Dios.
Hasta aquí entonces, sin querer ser exhaustivos, algunos puntos a tener en cuenta.
¿Qué
se debe hacer entonces con los que, a veces, aún estando muy cerca de
nosotros, no poseen, quizás, nuestros propios principios o criterios
prácticos?
En primer lugar saber que si usamos un “ortodoxómetro”, ni nosotros pasaríamos el examen…
En
segundo lugar, saber discernir lo bueno de lo malo, lo opinable de lo
inopinable; no sólo para clarificar las inteligencias (propias y
ajenas), sino como un acto de caridad para con el que está, de hecho,
haciendo una obra buena. Porque no sólo hay que decir la verdad; también
hay que hacer el bien.
Por último, volver a ese espíritu pascaliano que hacía cribarlo todo para recoger las pepitas sin tragarse las piedras.
En suma: “examinarlo todo y quedarse con lo bueno” para,
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
[1] Citados en Alfredo Sáenz, Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades, T. 2, Gladius, Buenos Aires, 146.
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, 109, 1 a 1.