Como oveja en medio de lobos. Por Juan Manuel de Prada
El Papa Francisco acaba de aceptar la
renuncia del cardenal o depredador emérito McCarrick, que no era, como
pretenden los medios de adoctrinamiento de masas, un «pedófilo», sino un
sodomita todoterreno que, de vez en cuando, lanzaba también sus garras a
menores. La Iglesia, si en verdad desea atajar la plaga que la infesta,
debería empezar por no dejarse acunar por las consignas mundanas, que a
la vez que lanzan su anatema contra la pederastia exaltan modelos de
vida que constituyen su vivero natural.
Un amigo psiquiatra que ha tenido que
prestar sus servicios en diversas causas eclesiásticas vergonzosas me
contaba que en los seminarios de muchas diócesis estadounidenses no se
admitió durante décadas a ningún postulante que no probara sus
querencias socráticas; y que todo seminarista en quien se detectaban
virtudes varoniles era de inmediato expulsado. Si la Iglesia desea en
verdad limpiar sus establos de Augias y también rebelarse contra el
destino que el mundo le ha asignado (desleírse como un azucarillo en la
irrelevancia, a la vez que los escándalos la convierten hoy en diana de
todos los vituperios y tal vez mañana en carne de persecución, si no se
resigna a un papel de lacayuela acomodaticia que se tolera con tal de
que atiborre a los católicos de sal sosa), tiene que reunir el valor
suficiente para afrontar el problema hasta sus últimas consecuencias,
sabiendo que la pederastia no es la raíz del problema, sino el corolario
natural de algo que el mundo exalta y festeja orgullosamente. Por
supuesto, no tiene por qué hacerlo al modo expeditivo del joven Papa de
Sorrentino, sino que debe actuar con extrema cautela, recurriendo
incluso a la disciplina del arcano, recordando que tiene la obligación
(por encomienda divina) de ser astuta como serpiente.
No
se puede seguir encubriendo a depredadores como McCarrick; pero tampoco
se puede poner en la picota a inocentes como los sacerdotes granadinos
del caso Romanones, acusados por un loquito o saco de pus a quien el
Papa concedió insensatamente crédito y publicidad. Aquellos sacerdotes
calumniados fueron suspendidos de su ministerio; fueron escarnecidos y
arrastrados por el fango por el periodismo carroñero (que, a la vez,
aplaudía taimadamente al Papa); fueron increpados y hostigados por la
chusma, hasta que sus vidas se convirtieron en un infierno. Ahora el
Papa acaba de recibirlos, para pedirles perdón humildemente. Se agradece
enormemente que el Papa pida perdón por un error tan grueso; pero mucho
más se agradecería aún que el Papa actuase prudentemente con aquellos
cuatro componentes de la virtud de la prudencia que detallaba
Aristóteles: rectitud o recta ordenación de la voluntad hacia el Fin
Último de sus actos; perspicacia o penetración de los fines intermedios;
maña en el conocimiento de los medios, y tacto o conocimiento de las
circunstancias, así como discreción y tino en su análisis. Tal vez en
esto la Iglesia podría también aprender del joven Papa de Sorrentino y
empezar por renegar (¡siquiera un poquito!) de la obsesión mediática que
la ha convertido en un circo (con frecuencia circo de los horrores,
casi siempre circo de las banalidades y el macaneo) cuyo repertorio
hastía y a nadie atrae ni interpela, por su adhesión sonrojante e inane a
los paradigmas culturales del mundo. La Iglesia no debe olvidar que ha
sido enviada “como oveja en medio de lobos”; y debe empezar por evitar
la compañía de lobos que sólo desean tergiversar sus palabras, o bien
sobornarla con halagos taimados, para que sus palabras acaben
acomodándose al discurso mundano. Por ejemplo, combatiendo
desnortadamente la pederastia que la infesta sin discernir su verdadera
causa, por no atreverse a juzgar los usos del mundo.