Las fábulas de Fray Bartolomé de las Casas
(Extractos del libro «Que no te la cuenten I», disponible en Amazon, aquí)
A
Bartolomé de Las Casas, el mentado “apóstol de los indios”, se le
atribuye desde hace cuatro siglos la responsabilidad en la defensa de
los nativos americanos, pasando a la fama por su conocida obra publicada
en 1552 como la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, fuente “inequívoca” del “genocidio” que los españoles habrían perpetrado en América durante los años de conquista y plomo…
Pero veamos más detalladamente quién fue este “gran apóstol” de las tierras vírgenes.
Nacido
en España, su padre, Francisco Casaus, había acompañado a Colón en su
segundo viaje al otro lado del Atlántico y, anclando en las Antillas, se
dedicaba al redituable negocio de la plantación, usando para ellos, a
muchos indios como esclavos.
Bartolomé,
luego de cursar sus estudios universitarios en Salamanca, partió
también para el Nuevo Mundo a fin de hacerse cargo de la pingüe herencia
paterna, sin dejar de lado los “dulces tratos” que su padre prodigaba a
los pobres aborígenes; una vez allí y por esas obras de Dios, se
convierte más radicalmente al cristianismo, y decide hacerse religioso.
Ya con 35 años ingresa en la Orden de los Dominicos donde recibirá el
orden sagrado. A partir de este momento ejercería su ministerio en
aquellas remotas tierras americanas.
De
carácter férreo, voluntarioso y trabajador, Bartolomé intentará desde
el inicio de su apostolado remediar los errores propios y paternos
denunciando los abusos que encontraba en aquellas tierras, cosa que se
transformará casi como una obsesión.
Nada
lo detenía: discusiones públicas, libelos, sermones, todo valía;
incluso hasta lograría captar la amistad del gran Carlos V logrando que
suspendiera momentáneamente la empresa conquistadora, como hemos visto
más arriba.
Sin
embargo, como “el alma humana es de tantos modos esclava” (según la
sentencia de Aristóteles) el fraile, aunque oponiéndose a los malos
tratos que los indios recibían, sugerirá la esclavitud de los negros
traídos del África para reemplazar a los nativos de América… Es que “hay
negros de todos los colores…”, como decía el gran Ramón Doll.
Pero
vayamos directamente a aquellos dichos que lo han catapultado a la fama
histórica. Son estos y no su nula obra evangelizadora, los que han dado
fama y han servido de base para la llamada “Leyenda Negra”
anti-española:
El testigo
Algo que directamente llama la atención al leer la “Brevísima…”
es que Las Casas se precia siempre de haber sido testigo directo de lo
ocurrido, de allí que sus relatos gocen de tanta autoridad. A lo largo
de sus escritos se lee normalmente la siguiente frase “yo vide…”, “yo vide…” (“yo vi”) frase que, tratándose de un sacerdote y obispo, hacen de su testimonio casi un juramento, como narra un autor.
Bástenos un par de extractos como botón de muestra:
“Una vez vide,
que teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales
señores (y, aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde
quemaban otros), y porque daban muy grandes gritos y daban pena al
capitán o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen. Y el alguacil,
que era peor que el verdugo que los quemaba (y sé cómo se llamaba, y aun
sus parientes conocí en Sevilla), no quiso ahogarlos. Antes les metió
con sus manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el
fuego hasta que se asaron despacio, como él quería. Yo vide todas las cosas arriba dichas, y muchas otras infinitas”[1].
Y hay más…
“(Con
las gentes de Indias, España no hizo más que) despedazarlas, matarlas,
angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas por las extrañas y
nuevas y varias, nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas, maneras
de crueldad (…). Los españoles les arrebataron a los indios las comidas y
los enseres más elementales, para pasar luego a quitarles las mujeres y
los hijos, usar mal de ellos, y obligarlos, más tarde, a buscar en la
selva el refugio salvador. (Pero cuando eso no ocurría, los indígenas
enfrentaban a los españoles y estos) extremaban su crueldad (…), los
españoles entraban a los pueblos, ni dejaban niños, ni viejos, ni
mujeres preñadas, ni paridas que no desbarrigaran y hacían pedazos: como
si dieran a unos corderos metidos en sus apriscos (…). Hacían apuestas
sobre quién de una cuchillada abría el hombre por medio, o le cortaba la
cabeza de un piquete, o le descubría las entrañas. Tomaban las
creaturas de los pechos de las madres por las piernas, y daban de cabeza
con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en ríos por las espaldas,
riendo y burlando y cayendo en el agua; otras criaturas metían en la
espada con las madres juntamente y todos cuanto delante de sí hallaban.
Hacían unas horcas largas que juntasen casi los pies a la tierra, y de
trece en trece, a horror y reverencia de nuestro Redentor y de los doce
apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos. Otros ataban o
liaban todo el cuerpo de paja seca, pegándole fuego, así los quemaban[2].
¡Qué horror! ¡Pero qué salvajes estos españoles! Según el fraile el conquistador era la encarnación del diablo:
“Los
españoles desean solo henchirse de riquezas en muy breves días (…) más
que hombres parecen lobos, leones y tigres crudelísimos de muchos días
hambrientos (…). Cometían grandísimas crueldades, matando y quemando y
asando y echando y asando y echando perros bravos”[3].
Pero…
¿qué clase de cristianos eran estos conquistadores? Es natural que, si
las cosas fueron así en América, más les habría convenido a los indios
quedarse como estaban y no hacer uso del “derecho” de recibir la
“civilización occidental”… Pero veamos algunos detalles.
Las
Casas siempre engloba sus dichos diciendo “los españoles”, como si uno
dijese hoy “los judíos” o “los nazis” o “los musulmanes”. La obsesión de
Las Casas es una idea: España y deseando que la Conquista sea lo más “pura” posible denuncia muchas veces sin fundamento ni precisión, como veremos.
Se
trata de la clásica dialectización; “españoles malos-indios buenos”:
los aborígenes, eran apacibles en la tierra de la libertad, pueblos
habitados por suavísimos indígenas, delicados y tiernos, como lo
pudieran ser en España los hijos de príncipes y señores. Gente que “no
conoce sediciones o tumultos” y del todo “desprovista de rencor”, odio y
deseo de venganza; para Las Casas el indio era un ser que carecía del
pecado original.
Aquí
nuestro dominico surgirá como el predecesor del “buen salvaje”
rousseauniano, publicitado por los iluministas del siglo XVIII y los
charlatanes de hoy. Pero bástennos estos ejemplos como muestras.
Hay muchísima bibliografía acerca de la personalidad de Las Casas y de su “obsesión” e imprecisiones[4];
existen incluso serios estudios que afirman un grado de paranoia en Las
Casas y hasta de “profetismo”, como señala autorizadamente Menéndez
Pidal: “holgadamente se hallaba Las Casas, en un ambiente profetista,
situándose fuera de toda realidad, y ¡con cuánta sencillez falseaba por
completo la verdad de todo lo que le rodeaba!”[5].
Pero que no nos convenzan las elucubraciones psicologistas. Vayamos a los hechos.
Las fábulas caseras
Hay
una constante en todo esto, como señalan los estudiosos de sus
escritos: Las Casas siempre habla en vago y en impreciso. Nunca dice ni
cuándo ni dónde se consumaron tales horrores, ni se cuida de establecer
que –en caso de haber existido– se trataron de una excepción a la regla.
Por el contrario deja entrever, que lo descrito por él era el único y
habitual modo de conquista y que las ferocidades destacadas en su
librito debían tenerse por las que comúnmente emplearon los españoles en
los 40 años a los que su relato se refiere.
Como
señala el gran estudioso Rómulo Carbia, en la obra del fraile dominico
“nada se concreta, ni geográfica ni cronológicamente”[6].
Una sola vez aparece en el relato el nombre de uno de los responsables
de las supuestas atrocidades. En los otros casos el “tirano” (es decir,
“el español”) queda como cubierto por una penumbra imposible de
descubrir. Todo es más y lo mismo: las fechas, las cantidades, los
nombres, los lugares; todo es confuso y sin precisión. No se priva de
ninguna opinión: hasta de la conquista del Río de la Plata, en donde
dice, desconociendo los pormenores y no habiendo estado jamás allí, que
en estas tierras australes se habían “ejecutado las mismas obras que en todas partes…”[7].
Veamos algunos ejemplos.
En
su Historia de las Indias manifiesta que vio, “con sus propios ojos”,
más de 30.000 ríos en la isla Española, que nunca nadie los ha vuelto a
ver. En su tristemente famosa “Brevísima…” inventa el
“genocidio” indígena. Primero son 12.000.000 de muertos, luego eleva la
cifra a 15.000.000 y termina redondeándola en 24.000.000. Pero aun
conformándonos con los 15.000.000 –nota el estudioso Levillier– los
españoles deberían haber matado 375.000 indios por año, es decir
bastante más de 1.000 diarios y sin descansar ni un día en los años
bisiestos… Todas estas cifras son imposibles, aun después de haberse
inventado las cámaras de gas y demás prácticas del genocidio moderno.
Sin embargo, las leyendas de Fray Bartolomé darán lugar a que hasta el
día de hoy varios propagandistas de la Leyenda Negra sigan afirmando que
la demografía americana se desplomó ante la llegada de los españoles.
Hoy
por hoy ha pasado mucha agua bajo el puente y de los estudios
realizados, se sabe claramente que la población nativa cayó a raíz de
diversos motivos, uno de los cuales fueron las enfermedades contraídas a
partir de su contacto con los europeos, ante las cuales carecían de
anticuerpos, como señala Díaz Araujo en un reciente trabajo:
“Los
principales problemas demográficos no fueron causados por la vesania de
los encomenderos o la brutalidad de los conquistadores, sino que fueron
de carácter patológico, bacteriológico e inmunológico. Empero, lo que
no se aclara en grado suficiente es que la disminución poblacional
registrada fue momentánea. En efecto: lo primero que hay que tener en
cuenta es que la población aborigen originaria era muy pequeña respecto
del total del territorio del continente americano; no más de un 5% se
hallaba poblado. En segundo lugar, hay que evitar las enormizaciones
demográficas lascasistas. Conforme a los estudios del mayor experto en
estos temas, Ángel Rosemblat, la población precolombina ascendía
alrededor de 13.300.000 habitantes. De ellos se perdieron 2.500.000,
hasta 1570. Pero, como ya lo había hecho notar Humboldt, en el siglo
XVII la población aborigen había aumentado considerablemente, y en
México había superado los niveles que existían antes del arribo de los
españoles. Todo lo cual se puede verificar por la sustentación
alimentaria, según las técnicas de cultivo de las diversas épocas”[8].
Si
bien a partir del siglo XVI el desequilibrio demográfico se acentúa y
el decrecimiento se hace notorio, las razones hay que buscarlas en
distintas y complementarias causas:
“La
transmisión de enfermedades europeas, el cambio en el
reacondicionamiento económico y social, el desajuste alimentario, las
epidemias incontrolables, la reducción de la fecundidad, el desgano
vital hasta el suicidio anómico del que hablaba Durkheim, el traslado
de ciudades, y por supuesto, los enfrentamientos armados de distinto
calibre”[9].
Todo ello permite en la actualidad sopesar los dichos de Las Casas.
Pero
él no solo infla los números y da falsos diagnósticos. ¡Más aun! Muchas
veces mutila y cambia los textos de documentos públicos conocidos, como
la Bula de Alejandro VI, en la que se donan las tierras del Nuevo Mundo
a la Corona de Castilla. Aquí Las Casas, al traducir el texto de la
bula lo adultera con adiciones arbitrarias, pero además también con muy
importantes supresiones. Atento a ello, el historiador germano Schaëfer
opinaba que Fray Bartolomé no era precisamente un testigo fidedigno, ni
siquiera de las cosas que pretende haber presenciado personalmente.
Algunos
biógrafos, para disculparlo, alegan su sangre andaluza, tan proclive a
las exageraciones, pero aclara Menéndez Pidal, de ser así, se trataría
de “una andaluzada en grado patológico” pues todo en sus obras lo lleva a
multiplicar por cien, por mil y hasta por un millón.
Ejemplo
de tales desatinos es la descripción de la destrucción de la ciudad de
Guatemala en 1541, producida por el rompimiento eruptivo del lago
volcánico que la dominaba, y que Las Casas atribuye a la acción de “tres
diluvios”. Fue por esto que Lewis Hanke, ferviente lascasiano debió
admitir que “la historia de la exageración humana tiene pocos ejemplos
más interesantes que la Apologética de la Historia”[10].
Pero
hay exageraciones más interesantes que se dan en provecho propio, como
cuando inflándose a sí mismo deseó ser llamado no solo “procurador de
indios” sino “protector universal de todos los indios”; o como cuando
pretendió extender la jurisdicción geográfica de su diócesis de Chiapas
a Guatemala y a México; o, por último, cuando reincidió en el error de
Colón, creyendo estar en tierras del Ganges…
Y
hay más: Las Casas, que había sentado como tesis principal que todo
dinero proveniente de Indias era un robo a los indios y que aceptar
dinero robado obliga en conciencia a “reparar in solidum”, no
vaciló cuando debió ser remunerado con ese “dinero sucio”. En efecto, en
1516 recibió 100 pesos oro anuales como procurador de indios; como
obispo, en 1524, 500.000 maravedíes anuales; en 1551, cuando renunció al
obispado, se le fijó una pensión de 300.000 maravedíes, renta que en
1563 se le aumentó a 350.000 maravedíes… ¡nunca discutió por el origen
de esa paga!
Menéndez
Pidal señala la incoherencia: “Las Casas se contradecía. Vive del
dinero robado, para predicar que no se robase… estos contrasentidos
indican que ese ultrarigorismo estaba en pugna con la realidad como
parte de una mente anómala que los sicólogos habrán de estudiar”[11].
Tampoco
lo movía un ideal de fraternidad, ya que disculpaba la esclavitud que
los indios practicaban con otras tribus vecinas y –como dijimos antes–
en sus memoriales de 1531 y 1542 proponía la introducción de hasta 4.000
africanos para que, como esclavos, trabajasen en reemplazo de los
indios. Ni se distinguió por su acción caritativa, como decía su
impugnador, el padre Motolinía, en carta a Carlos V: “ni aprendió la
lengua de los indios, ni se aplicó ni se humilló a enseñarles. (…) Él
acá apenas tuvo cosa de religión… porque todos sus negocios han sido con
algunos desasosegados, para que le digan cosas que escriba conforme a
su apasionado espíritu contra los españoles mostrándonos que ama mucho a
los indios y que él solo los quiere defender y favorecer más que
nadie. En lo cual acá muy poco tiempo se ocupó, si no fue cargándolos y
fatigándonos. Vino (así) el de Las Casas, siendo fraile simple, y aportó
a la ciudad de Tláxcala, traía tras de sí cargados 27 o 37 indios que
acá llaman ‘tamenses’…”[12].
Como
señala Díaz Araujo, no era la caridad sino la publicidad la meta que
lo desvelaba. Y esto, hay que convenir que lo obtuvo ampliamente.
Primero los flamencos en 1579, y luego los hugonotes ginebrinos, los
italianos, los catalanes separatistas, los franceses, los
norteamericanos cuando la guerra de Cuba, los nazis alemanes para
perseguir al cristianismo y los stalinistas rusos y socialistas
mexicanos, han reeditado una y mil veces sus hispanófobas obras. “Este
es el hecho capital en la exaltación póstuma de Las Casas –afirma
Menéndez Pidal. Cuando en España el Obispo tras su larga vejez de
ineficacia, había caído en un respetuoso olvido, en el extranjero los
bucaneros y los filibusteros que ambicionaban las riquezas de América,
los holandeses que luchaban por su independencia, y todos los
combatientes frente a la contrarreforma católica, levantaron sobre sus
hombros al «Reverendo Obispo Don Fray Bartolomé de Las Casas o Casaus» y
le dieron una internacional fama de difamación que no tiene otra igual
en la historia. La ansiosa apetencia de publicidad que aquejaba al
Obispo-fraile podía estar satisfecha”[13].
La otra campana de Las Casas…
La
Historia es una disciplina difícil; si bien estudia los hechos
trascendentes del pasado para poder juzgarlos, muchas veces es necesario
ponerse en la óptica de los antepasados. Sería poco convincente
ponernos a refutar los errores lascasianos con elementos del siglo XXI
ya que alguien nos podría decir que tratamos con injusticia a un hombre
“que estuvo allí” para contarnos la historia. Es por esto que decidimos
anexar aquí los dichos y hechos de otro contemporáneo acerca de aquello
que fue la conquista de Nueva España.
Siguiendo
a Rómulo Carbia en su jugosa obra acerca de las leyendas negras
españolas, encontramos un documento emblemático. Se trata de la carta
dirigida por fray Motolinía desde México, (año 1555) al emperador Carlos
V.
Fray Toribio de Benavente, alias Motolinía[14],
era muy conocido en aquellas tierras mesoamericanas; siendo un
incansable apóstol de los indígenas y contemporáneo de Las Casas, se
había entregado a la misión.
Digamos
desde ya que Motolinía tampoco era la encarnación de la ortodoxia ni
siquiera un español fanático: era bastante crítico de los abusos y en
materia de Fe hay algunos que hasta llegan a decir que tenía algunos
errores. Pero era de buena voluntad.
El
franciscano, que más allá de los influjos joaquinistas o de las modas
milenaristas, tenía una fidelidad inquebrantable a la Iglesia y a su
Patria –además de los dos pies bien plantados en la tierra– no consintió
desde el principio con ninguno de los dislates lascasianos; al
contrario. Viendo el disparate que se prodigaba comenzó a refutarlo
prolijamente y –con la autoridad que le daba su dedicación al estudio y
al apostolado entre los indios– le escribió al gran monarca Carlos V
para dar noticia de “la otra campana” de la conquista de América. Pero
aun fue más lejos: no conforme con desenmascarar a Las Casas exaltó la
labor de conquistadores y misioneros, las proezas de Cortés y, sobre
todo, (imposible perdonárselo), el beneplácito de los naturales ante
la liberación del horrible yugo azteca que significó para ellos el
descubrimiento y conquista española del territorio mexicano.
Motolinía venía a decir, en síntesis, que de Las Casas era un fabulador
sin fundamentos, que la acción combinada de la Iglesia y la Corona era
una epopeya digna de encomio y que para los desdichados toltecas,
culhuas, chichimecas, otomís y tantas otras tribus, la llegada de los españoles había significado su verdadera dignificación[15].
Pero vayamos al texto del franciscano. La carta, dedicada a Carlos V, fue titulada por su mismo autor como la “Historia de los indios de la Nueva España”.
En breves líneas y con gran agudeza intelectual, no escatima ni elogios
ni críticas (cuando hay que hacerlas), guardando un gran equilibrio de
ánimo. Así por ejemplo, narra los abusos bajo el siguiente título “De algunos españoles
que han tratado mal a los indios, y del fin que han habido” (todo un
programa, donde son “algunos” y no “todos” los españoles que “han
tratado mal”, ¡qué diferencia con Las Casas!). No se trata por tanto de
una persona de intereses creados a favor de los conquistadores, sino de
intereses creados con la verdad.
El texto, en sus líneas directrices, dice así:
“No
tiene razón el de Las Casas de decir lo que dice y escribe y exprime
(es un) ser mercenario y no pastor, por haber abandonado a sus ovejas
para dedicarse a denigrar a los demás (…). A los conquistadores y
encomenderos y a los mercaderes los llama muchas veces, tiranos
robadores, violentadores, raptores; dice que siempre y cada día están
tiranizando a los Indios (…). Para con unos poquillos cánones que el de
Las Casas oyó, él se atreve a mucho, y muy grande parece su desorden y
poca su humildad; y piensa que todos yerran y que él solo acierta,
porque también dice estas palabras que se siguen a la letra: todos los
conquistadores han sido robadores, raptores y los más calificados en mal
y crueldad que nunca jamás fueron, como es a todo el mundo ya
manifiesto: todos los conquistadores dice, sin sacar ninguno (…)”[16].
Y agrega:
“Yo
me maravillo cómo Vuestra Majestad y los de vuestros Consejos han
podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan pesado, inquieto e importuno,
y bullicioso y pleitista en hábito de religión, tan desasosegado, tan
mal criado y tan injuriador y perjudicial, y tan sin reposo: yo ha que
conozco al de las Casas quince años (…) y siempre (está) escribiendo
procesos y vidas ajenas, buscando los males y delitos que por toda esta
tierra habían cometido los Españoles, para agraviar y encarecerles males
y pecados que han acontecido: y en esto parece que tomaba el oficio de
nuestro adversario [es decir, del demonio], aunque él pensaba ser más
celoso y más justo que los otros Cristianos y más que los Religiosos, y
él acá apenas tuvo cosa de religión”[17].
Y
cuando Fray Motolinía compara al Marqués del Valle (Hernán Cortés), con
sus detractores (entre los cuales está Las Casas) afirma:
“Yo
creo que delante de Dios no son sus obras tan aceptas como lo fueron
las del Marqués; aunque como hombre fuese pecador, tenía fe y obras de
buen cristiano, y muy gran deseo de emplear la vida y fortuna por
ampliar y aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión destos
gentiles, y en esto hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios
había dado este don y deseo”. Con mucha razón criticaba Motolinía a Las
Casas acusándole que “él no procuró de saber sino lo malo y no lo
bueno”. Más ajustado a la realidad fray Toribio compensa sus juicios
afirmando que “dado caso que algunos [Estancieros, Calpixques y Mineros]
haya habido codiciosos y mal mirados, ciertamente hay otros muchos
buenos Cristianos y piadosos y limosneros, y muchos dellos casados viven
bien”[18].
Este
equilibrio entre sus escritos, criticando lo que hay que criticar,
alabando lo que es laudable y matizando lo que hay que matizar, nos
muestra a las claras que el juicio sobre las realidades temporales nunca
puede ser verdadero si un paisaje se pinta solo en blanco y negro. La
vida (y la historia) tiene muchos matices; ignorarlos es un crimen
contra la verdad.
La libertad de expresión de Las Casas
Es
preciso que reflexionemos sobre un hecho del que se ataca normalmente a
España y es la supuesta “falta de libertad” para criticar los hechos de
la Corona o de la Iglesia.
Al
analizar este período de la historia resulta extraño cómo este ardiente
religioso haya podido atacar impunemente y con expresiones terribles no
solo el comportamiento de los particulares, sino el de las autoridades,
tanto eclesiásticas como civiles. Por utilizar la idea del
norteamericano Maltby, la monarquía inglesa no habría tolerado siquiera
críticas menos blandas, sino que habría obligado al imprudente
contestatario a guardar silencio. El mismo historiador dice que ello se
debió al hecho de que la libertad de expresión era una prerrogativa de
los españoles durante el Siglo de Oro, tal como se puede corroborar
estudiando los archivos, que registran toda una gama de acusaciones
lanzadas en público –y no reprimidas– contra las autoridades.
Por
otra parte, se reflexiona muy poco sobre el hecho de que este furibundo
contestatario no solo no fuera neutralizado o silenciado, sino que por
el contrario el regente Cardenal Cisneros le otorgase en 1516 el título
oficial de “Protector general de todos los indios”, designándolo por las
propias autoridades para un cargo desde el que intervino en los asuntos
de Indias. Desde allí aprovecharía el cargo y su amistad con Carlos V
para presentar proyectos de ley que posteriormente serían aprobados.
Es que no solo la Corona no tomó medidas contra Las Casas sino que hasta lo tomó demasiado en serio
tratando de poner remedio a sus acusaciones con leyes que tutelasen los
derechos indígenas. Con esta finalidad, el fraile dominico surcaría el
océano en doce ocasiones para hablar ante el gobierno de la Madre
Patria.
Hasta
hubo una revisión legislativa para mejorar las condiciones de los
indios, publicada bajo el título de las “Leyes Nuevas de Indias para el
buen trato y protección de los indios”, publicadas en 1542 (año en que
aparecía la Brevísima… de Las Casas), donde se modificaba la
legislación de la encomienda a favor de los indios, reafirmando (¡una
vez más!) la ilegalidad de la esclavitud. Estas leyes sirvieron como
directriz de la política de la Corona en los años siguientes.
Las Casas, un cazador cazado
Como certeramente señala Rómulo Carbia:
“No
es lícito desconocer que lo que Las Casas proclamaba como justo, lo era
de verdad. La Conquista no podía consumarse con agravio para aquellos
preceptos que la Iglesia, que la amparaba, ha considerado siempre
substanciales: el respeto al derecho natural, que dignifica a la
criatura humana, y la obligación de la caridad, pareada en la enseñanza
evangélica con el mismo amor a Dios. En esto no puede haber discrepancia
admisible. Donde la hay y la ha habido en cualquier tiempo es en lo
relativo a la manera de campear por la implantación del recto criterio.
Las Casas no conoció otro modo que el de la estridencia literaria… no se
detuvo a excogitar el instrumento de que debía echar mano y practicó la
tesis de que el fin cuando es digno, justifica el empleo hasta de los
recursos que distan mucho de serlo… Por afán de lograr impactos no se
detiene ante nada, y lo mismo mutila un texto o interpola en pasajes
fraudulentos, que agiganta pequeñeces para generalizar, en un sofisma,
fenómenos esporádicos de un lugar o de una zona. Con tales recursos y
encuadres, nada lógico ofrécenos en la Brevísima una serie de sucesos
heterogéneos y absurdos, garantizando que se cumplieron… Ese fue su
método y esa también su técnica. Buscó el éxito pronto y rotundo, la
impresión conmovedora, el golpe categórico y eficaz… Su preocupación
pareció ser siempre una: resultar eficaz, anular al que se le aparecía
sin cuidar del cómo, y sin prestar mucha atención, según podrá
suponerse, ni a la cronología, ni a la lógica ni a nada. Llegaron a ser
tantos sus excesos, en este orden de cosas, que hubo un momento en que
algunos hombres cuerdos tuvieron dudas sobre la autenticidad de los
escritos que circulaban como suyos… Las Casas presa de sus desenfrenos,
no paró mientes ni en la gravedad del falso testimonio. Lo suele
concretar en la expresión ‘yo vide’ que, dado su carácter sacerdotal,
equivale casi a un juramento… (Pero) habla siempre en vago y en
impreciso. No dice cuándo ni dónde se consumaron los horrores, ni se
cuida de establecer –admitiendo que fueran ciertas– que solo
constituyeron la excepción y resultaron la obra de un delirio
transitorio… Se desenvuelve por entero en una imprecisión desoladora, en
la que nada se concreta, ni geográfica ni cronológicamente, y en la que
falta cuanto es necesario para que el testimonio resulte valedero”[19].
La
memoria de Las Casas habría quedado en el olvido de los siglos si no
hubiese sido rescatada por los enemigos de España, como señala Ramiro de
Maeztu:
“Esta
es la fuente originaria de nuestra leyenda negra (ya que) de estos
testimonios se han valido todos los hombres que han querido hablar mal
del sistema colonial de España en América. Todos los acusadores se han
basado en este hombre que había visto en Santo Domingo 3.000.000 de
almas y después no pasaban de doscientos”[20].
* * *
La
Leyenda Negra hispanoamericana tuvo una finalidad política clara:
debilitar a España y a la Iglesia. Sucede que el liberalismo del siglo
XVIII y de la primera mitad del XIX agitó la bandera antiespañola con
intenciones políticas bien marcadas: convenía ser “independientes” para
empezar a depender de Inglaterra, Francia o cualquier potencia europea
que quisiese hacer pie en estas tierras nuevas.
Así lo explica Antonio Caponnetto:
“El
liberalismo del siglo XVIII y primera mitad del XIX agitó la bandera
antiespañola con intenciones políticas independistas, pero al mejor
estilo del iluminismo, tal independencia implicaba necesariamente el
desarraigo de toda tradición cristiano-católica. La adultez era el
ingreso al mundo de la luz racionalista despojado de cualquier
obscurantismo, la autonomía era el regirse por pautas opuestas a las
heredadas de la Hispanidad. Mas si España era una rémora preciso de
sacarse de encima, el mundo anglosajón veíase como un liviano yugo al
que era necesario someterse sin titubear. El juego dialéctico no podía
ser más arbitrario y a la vez más contradictorio y falaz, pero acabó
siendo una encerrona, en virtud de la cual, en nombre de la
independencia, el liberalismo abjuraba del origen y de la forma patria y
proponía una dependencia a las metrópolis anglosajonas, cuya prolija
consecución es precisamente su peor culpa. En este esquema simplista,
lo español representaba el relegamiento y la postración de estas tierras
–su marginación política en sentido amplio– lo extranjero era la
garantía del crecimiento y del despegue; y lo autóctono –esto es, lo
indígena– hacía el papel del buen salvaje rousseauniano que maltratado
por la Hispanidad podría al fin completar feliz su primitivismo gradual
y evolutivo bajo el protectorado benévolo de las naciones del Norte”[21].
Si
América se separaba de España implicaría su ingreso a la adultez como
nación. Despojada América de todo “obscurantismo español”, la autonomía
iba a significar el regirse independientemente por pautas opuestas a las
heredadas de la Hispanidad. Así, sería más fácil dominarla. De allí que
convenía poner las bases ideológicas y culturales para la dominación
física y espiritual. Para ello se usaron los desvaríos lascasianos.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
[1] Rómulo Carbia, Historia de la Leyenda Negra hispano-americana, Publicaciones del Consejo de la Hispanidad, Madrid 1944, 42.
[2] Ibídem, 41-42.
[3] Ibídem, 41,46.
[4] Citemos aquí sólo algunas: Díaz Araujo, Enrique Las Casas visto de costado, Fundación Francisco Elías de Tejada y Erasmo Percopo, Madrid 1995, 218 y La rebelión de la nada, Cruz y Fierro, Buenos Aires 1983, 369; Ramón Menéndez Pidal, El Padre Las Casas: su doble personalidad, Espasa-Calpe, Madrid 1963, 410 pp. y El P. Las Casas y Vitoria, Espasa-Calpe, Col. Austral, Madrid, pp. 152.
[5] Ramón Menéndez Pidal, El Padre Las Casas. Su doble personalidad, 335.
[6] Rómulo Carbia, op. cit., 46.
[7] Ídem.
[8] Enrique Díaz Araujo, Propiedad indígena, 46-47.
[9] Antonio Caponnetto, op. cit., 118.
[10] Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, Editorial Suramericana, Buenos Aires 1949, 338.
[11] Ramón Menéndez Pidal, El Padre Las Casas. Su doble personalidad, 336-337.
[12] Enrique Díaz Araujo, Las Casas visto de costado (Carta de Motolinía a Carlos V del 2/1/1555), cap. II.
[13] Ramón Menéndez Pidal, op. cit., 323.
[14]
Se puede ver el texto en: Real Academia de la Historia. Col. de Muñoz.
Indias. 1554-55. T. 87. fª 213-32. Los indios llamaron a Benavente
“Motolinía” que en su lengua significa pobre, y que desde entonces él adoptó como nombre propio).
[15] Antonio Caponnetto, op. cit., 74.
[16]
Se puede ver el texto en Real Academia de la Historia. Col. de Muñoz.
Indias. 1554-55. T. 87. fª 213-32. Citado por Miguel A. Fuentes, Las verdades robadas, Edive, San Rafael 2004, 242-243.
[17] Rómulo Carbia, op. cit., 213.
[18] Cfr. Miguel A. Fuentes, op. cit., 242-243.
[19] Citado por Antonio Caponnetto, op. cit., 76-77.
[20] Ramiro De Maeztu, Discurso pronunciado en el Club Español de Buenos Aires en 1929, cit. por Zacarías De Vizcarra, La vocación de América, Librería de A. García Santos, Buenos Aires 1933, 51.
[21] Ibídem, 81.