Un arzobispo de armas tomar
Monseñor Monsalve
Son muchos los tropiezos que ha tenido el arzobispo de Cali, Mons.
Darío de Jesús Monsalve, en el ejercicio de su controvertida misión
pastoral. No exactamente por el celo demostrado en la defensa de las
ovejas de su rebaño, lo cual, en términos evangélicos, corresponde al
deber que tiene el verdadero pastor de defender a sus fieles de los
tantos enemigos que tiene la Fe Católica, especialmente en estos tiempos
de confusión.
Pero no es ese campo en el que se destaca nuestro
arzobispo, pues poco o nada dice al respecto de la crisis religiosa en
la que vivimos los católicos. Tampoco le preocupa en absoluto la pérdida
de fe de incontables católicos que se apartan de la Iglesia para
adherir a los diversos cultos cristianos, o que se alejan de los
sacramentos, o que olvidan la doctrina santa y milenaria de la Iglesia
por la sencilla razón de que no hay quien la enseñe y la proclame, o
porque los llamados a hacerlo la han cambiado por un nuevo “evangelio”
marxista.
Pues bien, las preocupaciones del arzobispo van por
otros caminos bien diferentes a los de la verdadera Iglesia. Su voz de
pastor de almas solo resuena con firmeza cuando se trata de defender a
los enemigos ateos de nuestra fe, a los terroristas destructores de la
nación, y a los grupos subversivos que han sembrado el odio y el crimen
en medio de nuestra sociedad enferma y decadente.
Hace poco,
Monseñor no tuvo reparos en pedir la canonización del cura apóstata
Camilo Torres, cuando se cumplieron 50 años de su muerte. Este cura,
junto a otros sacerdotes guerrilleros como Domingo Laín y Manuel Pérez,
fueron los fundadores del ELN (Ejército de Liberación Nacional) hacia el
año 1970. Esta organización terrorista ha cobrado importancia por estos
días porque a ella se han unido las llamadas disidencias de las FARC,
en la falsa pacificación promovida por el gobierno anterior.
Cuando
se estaban firmando los Acuerdos con las FARC, Monseñor no tuvo reparos
en invitar a la cúpula de esa organización a un retiro espiritual
dirigido por él, que se hacía en una casa religiosa cerca de Cali.
Ignoramos la conveniencia que pudo tener para el clero de la
arquidiócesis, escuchar las hazañas terroristas de algunos de los peores
criminales de la nación. Poco antes del Plebiscito en el cual Colombia
rechazó los acuerdos con las FARC, el arzobispo anunció que no eran
buenos católicos los que pensaban votar por el NO, pues según él, es de
cristianos aceptar la capitulación del País ante la extorsión de las
FARC.
Y más recientemente, en compañía del superior de los
jesuitas en Colombia, el Padre Francisco de Roux, ambos jerarcas de la
Iglesia se han convertido en intermediarios de una nefasta negociación
con el ELN, grupo que obviamente no da absolutamente ninguna señal de
querer la paz. Antes por el contrario, han venido redoblando sus
atentados y crímenes, como el carro-bomba que hicieron explotar en la
Escuela de Policía en Bogotá en enero del 2019, con un saldo de 21
cadetes cobardemente asesinados y centenares de heridos.
Y ahora,
el flamante arzobispo vuelve a generar polémica, cuando la semana pasada
acusó al Gobierno de promover un genocidio contra el ELN, en una falta
total de sindéresis, al punto de que el Nuncio apostólico en Colombia,
Mons. Luis Mariano Montemayor, tuvo que salir a aclarar que esa
afirmación no era compartida por los demás obispos, ni por las
autoridades Vaticanas, ni por el Papa Francisco.
¿Cómo explicar
tan estrecha amistad entre el arzobispo y los peores terroristas de
Colombia? No lo sabemos. Pero Monseñor Monsalve le debe al País y a Cali
una muy necesaria explicación. Sobre todo, porque sus devaneos con
estos grupos terroristas son objeto del más profundo rechazo entre su
feligresía. Y también, porque en el pasado reciente, estos grupos
subversivos han cometido los más espantosos atropellos contra los fieles
gobernados por Monseñor Monsalve. A él tal vez se le olvidó que su
antecesor en el obispado de Cali, Mons. Isaías Duarte, fue vilmente
asesinado en el 2002 por pistoleros de las FARC al terminar la
celebración de una misa por los secuestrados, en un acto de barbarie que
tiene pocos antecedente en la historia milenaria de la Iglesia.
Y,
como si lo anterior fuera poca cosa, por la misma época el ELN
secuestró a unos 200 feligreses que asistían a una misa en la Iglesia La
María, en Cali. Y en forma casi simultánea, también secuestró a otras
50 personas que departían en un restaurante en las afueras de la ciudad.
Ambas operaciones terroristas fueron planeadas con la mayor perfidia,
siendo que algunos de los secuestrados estuvieron en cautiverio durante
casi dos años, e inclusive varios fueron vilmente asesinados por sus
captores. Y antes de esta barbarie, también el ELN secuestró, torturó y
asesinó en 1989 al también obispo de Arauca (Colombia), Mons. Jesús
Emilio Jaramillo.
Ante estos hechos que producen horror, jamás
hubo la menor señal de arrepentimiento, ni de reparación, ni de pedido
de perdón por parte de las FARC y del ELN. Para ellos, estos crímenes
son actos legítimos, hacen parte de una guerra declarada contra nuestra
sociedad, que ellos quieren destruir para imponernos el sistema marxista
imperante en Cuba y en Venezuela. Ellos quieren que desaparezcan las
libertades y que toda la población sea conducida a la miseria y a la
opresión. Por acaso, ¿éste es el evangelio que predica Monseñor? ¿Es
ésta la fe que nos quiere imponer a los feligreses de Cali? ¿La opción
preferencial de Monseñor Monsalve es el evangelio del marxismo, de la
miseria y del crimen?
Pues eso es lo que parece. Y eso es
precisamente lo que no queremos y no aceptamos los católicos de esta
importante arquidiócesis colombiana, que congrega a unas cuatro millones
de personas, entre los habitantes de Cali y las ciudades aledañas. Y
tampoco lo quieren quienes viven aquí y no son católicos, pero están
obligados a padecer las insensateces del prelado.
En estos tiempos
de confusión y de pérdida de la fe, las actitudes depredadoras del
obispo Monsalve generan escándalo entre sus fieles. Sus actitudes son
tan impropias de su cargo, que pareciera que por los ribetes de su
sotana episcopal comienzan a aparecer las garras y los colmillos del
lobo que es, y que no tiene el menor cuidado en ocultar. La realidad es
que este pastor, que debería apacentar las ovejas de Cristo, se ha
convertido en el lobo que las dispersa y las conduce a la perdición.
¡Terrible
y espantosa situación! Que sería menos grave si dentro de la Iglesia
hubiese quien ejerza la autoridad para poner las cosas en orden,
exigiendo al Pastor que se comporte como tal. O, en su defecto,
destituyéndolo del cargo y nombrando a otro que sepa cumplir con el
mandato de Nuestro Señor Jesucristo a Pedro, el escogido como jefe de
sus apóstoles: “Apacienta a mis ovejas”. (Juan, 21, 16).
Eugenio Trujillo Villegas
Director: Sociedad Colombiana Tradición y Acción
Director: Sociedad Colombiana Tradición y Acción
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