“La guerra es la última solución, pero al menos es una solución”, decía uno de nuestros filósofos favoritos, por ser español y porque escribía en periódicos del nivel de este. El lector ya habrá adivinado de quién hablo, me refiero a José Ortega y Gasset.
Otro filósofo llamado Jean Baudrillard, en un ensayo titulado La transparence du mal: essai sur les phénomenes extrêmes, publicado en 1990, fue de los primeros escritores en darse cuenta de que el concepto de guerra, entendido como enfrentamiento entre dos o más potencias —a través de sus ejércitos y mediante el empleo de armas— había llegado a su fin y que la nueva forma de confrontación a la que deberíamos empezar a acostumbrarnos sería el terrorismo, que no es más que otra manera de ejercer la violencia contra una nación cuando entre las partes contendientes existe una desigualdad manifiesta.
ETA —y quienes la apoyan— ha estado en guerra civil contra el resto de los españoles durante más de cuarenta años porque a una fracción de los vascos le ha faltado el apoyo ciudadano y logístico que le hubiera permitido armar un ejército para enfrentarse al español. El Irish Republican Army, conocido por sus siglas (IRA), fue otro movimiento paramilitar, sucesor del IRA original o IRA antiguo –que sí fue un ejército regular que luchó por la independencia de Irlanda del Norte entre 1919 y 1922—, que ha estado utilizando el terrorismo para tratar de conseguir lo que no podía mediante un ejército convencional.


Y, desde el atentado de las Torres Gemelas, Osama bin Laden, Al Qaeda, el Estado Islámico (que en África actúa por medio de Boko Haram) y otros grupos similares llevan haciendo la guerra a Occidente por medio de atentados terroristas que se cobran la vida de varios miles de personas cada año gracias a la presunta financiación de Estados como Irán, Sudán, Siria y Arabía Saudí, que recurren al terrorismo porque saben que en una conflagración abierta, en forma de guerra tradicional, contra Francia, España, EE. UU., Gran Bretaña, Alemania, Italia, Australia, etc., serían aplastados y completamente derrotados.
Ahora, posiblemente nos estemos empezando a enfrentar a otro tipo de guerra, la guerra bacteriológica (o virológica, que sería más correcto decir técnicamente). Tal y como predijo el magnate Bill Gates en 2015, “el principal problema con el que la humanidad tendrá que enfrentarse en el futuro no será una guerra atómica, ni terremotos ni meteoritos, sino una pandemia provocada por algún virus parecido al de la gripe” (repito las palabras utilizadas por Jesús Laínz, tomadas de su brillante artículo difundido por este mismo periódico hace pocos días).
En el mismo sentido, en septiembre de 2019, un grupo de trabajo patrocinado por la OMS (llamado Global Preparedness Monitoring Board) elaboró un informe, titulado A world at risk en el que se avisó a los gobiernos de que se cernía sobre los humanos el riesgo de una pandemia “cuyo origen podría ser tanto natural como consecuencia de un arma biológica, fabricada por un Estado o por un grupo terrorista”.
Algunos lectores creerán que con el título que lleva este artículo lo que me ocurre es que pienso que “cualquier guerra pasada fue mejor” porque antes, cuando se declaraba oficialmente y después venía el tratado de paz o el armisticio, las gentes al menos sabían a qué atenerse, y por dónde podía venir el peligro. Es cierto, ésta podría ser una posibilidad, porque en la terrible tesitura de tener que elegir entre una guerra contra otra potencia militar —en la que quienes se enfrentan son fundamentalmente sus ejércitos, pudiendo sucumbir algunos civiles (los llamados “daños colaterales”)— y otro tipo de guerra, indefinida, en la que el enemigo es invisible y no se sabe dónde puede atacar y cuántos miles de víctimas puede llegar a producir (en su gran mayoría, como es lógico, civiles), la verdad es que resulta difícil decidirse. Quizá sea demasiado pronto y debamos esperar un tiempo para ver en qué acaba todo esto del coronavirus y, si es posible, saber cuál ha sido su origen (si es que alguna vez nos lo llegan a contar). Resulta curioso que no sepamos de ningún grupo de investigadores que trate de averiguarlo de forma cierta y científica. Algo que con toda lógica debería estar sucediendo, aunque sólo fuera para evitar una situación parecida en el futuro.
Pero no, no es a este punto al que quería llegar. Europa y Norteamérica llevan, gracias a Dios, varias décadas sin tener que sufrir los padecimientos de una guerra convencional sobre su territorio. Precisamente acaba de cumplirse el 75.º aniversario del final de la II Guerra Mundial. A su vez, la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética trasladaron a la mente de los occidentales la idea de que por fin habíamos llegado a ese anhelado momento de la Historia en el que ya no habría nada grave que temer.
La ausencia de guerra y el aparente hermanamiento de las naciones (con la ONU y compañía) han fomentado que se fuera instaurando en Occidente un tipo de moral a la que uno de los gurús del partido demócrata norteamericano —y asesor de Obama— llamado George Lakoff, denomina “moral de progenitor atento”. Esta clase de moral se caracteriza por favorecer un tipo de familia y de sociedad líquida (que diría Bauman) que va en contra de algunos principios que habían servido hasta entonces para construir las naciones y el orden social. Estos principios son los de sacrificio, autoridad, lealtad, jerarquía y libertad-responsabilidad individuales. Por el contrario, la clase de moral imperante hoy se apoya en otros fundamentos como son la empatía, la solidaridad, la responsabilidad social o colectiva, el igualitarismo, el victimismo y la libertad sin responsabilidad.
Según Lakoff, el modelo moral anterior a la Segunda Guerra Mundial, y que de algún modo permaneció hasta el final de los años cincuenta y principios de los sesenta, se asentaba en los fundamentos antagónicos —más arriba mencionados— que servían para sustentar un modelo educativo y familiar cuya finalidad era crear ciudadanos libres y autosuficientes, capaces de resolver por sí mismos sus problemas y atender sus necesidades sin la correspondiente dependencia de sus padres ni del Estado. Era un modelo que tenía como fin un tipo de sociedad formada por lo que, de acuerdo con una expresión muy extendida, se denominaban “ciudadanos de provecho”.
La apariencia de falta de dificultades condujo a la relajación y a la creencia de que todo es jauja. Por eso, las familias en sí mismas y el propio Estado (a través del poderoso instrumento que supone el sistema educativo), empezaron a fomentar, como decía antes, la empatía, el victimismo y la autorrealización personal, en lugar de la disciplina y los valores que permiten formar ciudadanos con iniciativa, responsables de sí mismos, críticos e independientes.
La gran paradoja —destacada por autores tan dispares como la feminista Camille Paglia, el sociólogo Zygmunt Bauman o yo mismo— es que sólo una sociedad como aquélla, que empezó a extinguirse —como con tino señala Javier R. Portella— allá por los años sesenta, pudo crear ciudadanos libres hasta el punto de que fueran ellos mismos (influidos por las circunstancias, no todas espontáneas) capaces de construir otra clase de sociedad apoyada en los principios inversos a los propios de la cultura en la que nacieron y fueron educados. La sociedad actual es tan políticamente correcta que muchos de los intelectuales que ayudaron a crearla (formados, como digo, en familias y escuelas que todavía mantenían los principios y los valores antagónicos a los actuales) han tenido que manifestarse públicamente en contra de tanta corrección mojigata, a través de una carta colectiva firmada por 150 de ellos, y que hace algunos días publicó Harper´s Magazine.
La corrección política se ha extendido tanto y tan profundamente en nuestra sociedad porque sus fundamentos morales coinciden plenamente con los del modelo del progenitor atento que se encuentra en la base de la ideología de izquierdas. Como el lector comprenderá, no se trata de una casualidad (en ello han influido pensadores, artistas, cineastas, psicólogos, periodistas y una gran legión de personajes). Tal modelo, como dije, no busca formar ciudadanos fuertes y autosuficientes, sino sumisos y caprichosos. El status social superior que promociona es el de víctima, por ser uno de sus fundamentos ideológicos el de la opresión cuyo origen filosófico-político se encuentra en el marxismo.
Cuando arrecian de veras las dificultades –pero, sobre todo, cuando hay un enemigo exterior al que vencer— los individuos dejan de ser egoístas y autocomplacientes chimpancés y se convierten en abejas grupísticas. Como quizá conozca el lector, el chimpancé es uno de los animales menos grupales que existen, mientras que las abejas (y las hormigas) carecen propiamente de individualidad, pues desde la reina hasta la última obrera forman una especie de conjunto inescindible y completamente organizado. Así lo explica con detenimiento Jonathan Haidt en The Righteous Mind. Según este sociólogo norteamericano, los humanos tenemos un resorte en nuestra mente que sólo se activa en situaciones de peligro colectivo y que favorece nuestro espíritu grupal (que no gregario), lo cual se traduce en que dejamos de mirarnos el ombligo durante algún tiempo y empezamos a actuar de forma más organizada. Lo que ocurre es que para actuar de esta manera es necesario que los resortes de la autoridad, de la jerarquía, de la lealtad y de la corresponsabilidad individual sean activados (como en el caso de las abejas y de las hormigas).
Cuando en verdad hay un enemigo que vencer, los humanos no nos conformamos con cualquier gobernante, buscamos una abeja reina
Cuando en verdad hay un enemigo que vencer, los humanos no nos conformamos con cualquier gobernante, buscamos una abeja reina que tenga la autoridad suficiente para guiarnos hasta la victoria, como cuando Gran Bretaña llamó a Winston Churchill para vencer a Hitler. Esto supone admitir la autoridad, la jerarquía y exigir lealtad a los miembros del grupo. Como es conocido, en caso de guerra, la traición se convierte en el delito más grave, porque todo el grupo —es decir, la nación—ha de actuar como si se tratara de un solo hombre.
Así pues, ya dije, la ausencia de un enemigo externo fomenta la relajación y el reblandecimiento moral de las sociedades. Este es el bendito precio que hemos de pagar por haber disfrutado de un periodo aparente de paz tan extenso. El lector seguro que se ha percatado de que existe un cierto empeño a nivel internacional en evitar atribuir a nadie en concreto el origen de la Covid-19. Es evidente que si se pudiera identificar al causante de tanto daño, de repente las naciones podrían encontrarse frente a un verdadero enemigo y, por consiguiente, en una situación que ayudaría a estructurar sus parámetros morales de acuerdo con los principios de autoridad, jerarquía, lealtad, responsabilidad individual, etc., a que antes me he referido. Por el contrario, una aparente fuente desconocida de la pandemia fomenta la globalización, como si el daño lo hubiese causado un meteorito o una catástrofe climatológica. Incluso el feminismo –si se piensa bien— no es más que una consecuencia de la ausencia de guerras. Para entenderlo basta con escuchar los diálogos y ver la escena de la película Troya, protagonizada por Brad Pitt, en que Aquiles rescata a Briseida.

Juanma Badenas es Catedrático de Derecho civil de la UJI y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica. Su último libro es La Derecha. La imprescindible aportación de la Derecha a la sociedad actual (Almuzara), el próximo será El fin de la corrección política (ediciones Inéditas).