EL ÍDOLO Y LOS HOMBRES
Un fragmento del padre Castellani servirá para ilustrar la simetría,
como de reflejo a la inversa, que suele haber entre quienes celebran,
estólidos, una causa indigna, y aquellos que se contentan con atacarla
por mera impulsión temperamental, como quien respondiera previsiblemente
«¡negro!» cuando oye «¡blanco!», por puro automatismo. Es el peligro
que cunde en la fantasmática sazón en que el Papa resulta homenajeado
nada menos que por el mundo y convertido en sonriente pop-star: unos (los
neocatólicos, que esperan de la Iglesia su sola promoción temporal, a
quienes cabría muy genéricamente adscribir a congregaciones del tipo Opius Dei) aplauden
como focas, poniéndose de grado en manos de los jíbaros; otros (los
picados de "celo hipnótico", que no del auténtico) se contentan con
rechiflar como patos siriríes (oír aquí)
o simplemente, ajenos a la hondura del drama en curso, escupen como
guanacos sobre la faz del pontífice reproducida en mil recodos
Castellani no debió presenciar, al escribir estas notas (que
reproducimos con algunos recortes), ni los multitudinarios festivales de
rock ni las no menos tumultuosas JMJ. La histeria de las masas apiñadas
se hallaba en un punto bien inferior de su fatua efervescencia.
No se pretenda hallar en este cuadro una correspondencia detalle por
detalle con las circunstancias actuales, ni todo lo que aparece debe
tener necesariamente una proyección alegórica: mucho es lo que se ciñe a
la sola y rica fantasía del autor. Está tomado del capítulo IV del
«Cuaderno cuarto» de Los papeles de Benjamín Benavides, segunda
edición (1967), y atribuido al mismo personaje por el propio autor
(«este cuento o lo que sea estaba entre los papeles del viejo en la
sección del ANTICRISTO bajo el título general de Los tres sueños de un apóstata»).
Trata de las distintas respuestas que suscita un ídolo expuesto a la
adoración de los ciudadanos, cuya fragilidad, sólo reconocible a una
mirada atenta, remite a la estatua tetrametálica pero de pies de arcilla
del sueño de Nabucodonosor (Daniel, cap 2). En relación con el ídolo en
cuestión, y después de una atormentadora aversión inicial, el relator
adopta un cinismo al modo de los pícaros de nuestra literatura, pero de
una picaresca futurista, de impostación esjatológica. El de Tormes, don
Pablos y el Viejo Vizcacha tratan de sobrevivir, a su reconocible modo,
al totalitarismo aplastante de las postrimerías.
Es obvio que no obtenemos del «héroe» una lección de moral sino de
astucia, ya que «los hijos de este mundo son más astutos en su trato con
los demás que los hijos de la luz» (Lc 16,8). Asístanos -en todo caso, y
a trueque de la astucia- la inteligencia: si algo cuadra frente a la
apostasía no es embestir ciegamente, como el toro, sino más bien aplicar
las artes del torero.
EL ÍDOLO
Todos besaron el suelo y se estremecieron -quiero decir, todos los que
estaban adorando-, al mismo tiempo que la gigantesca estatua empezó a
moverse. Los que pasaban por la calle o por la aceras, no hacían caso; a
lo más se detenían un momento. Pero los fieles estaban absortos.
La estatua volcó como dos guadañas los dos descomunales brazos
inferiores sobre la masa de los fieles, mientras cruzaba las dos manos
medias sobre el pecho, y elevaba las dos manos superiores, con los dos
tazones de incienso, sahumándose a sí mima, casi hasta su cabeza de
cinocéfalo, oculta en nubes aromáticas y más alta que los altos pinos.
El cuerpo se estremeció, semejante al del hipopótamo, y del viente
blanco salió un quejido. Las enormes fauces bostezaron. Las dos piernas
cortas y robustas hechas en tiempos en que se sabía lo que era trabajar
en bronce se rebulleron.
Los brazos inferiores, en su poderoso envión, derribaron varios
adoradores, tomándolos de las cabezas y hombros, y enviándolos todos
juntos a un montón lamentable, lastimados algunos y todos humillados y
confusos. Pero ninguno protestó ni se quejó.
- "Es una prostitución adorar un ídolo así" -pensé yo-. Pero no puedo
negar que tenía un verdadero temor ante la estatua verdosa. No parecía
obra de hombres. De hecho, la leyenda tradicional aseguraba que había
aparecido de golpe en una noche, transportada por manos invisibles, por
manos que no podían ser de hombres.
Se sabe que una estatua de bronce no puede ser Dios. Ninguno de los
adeptos al ídolo lo pretendía. Pero hay imágenes más o menos milagrosas,
más o menos curativas y eficaces. De hecho, los adoradores de la
estatua aseguraban que eran felices, y que sentían continuamente una
profunda sensación interna de seguridad y alegría; se producían entre
ellos curaciones milagrosas; y en todas sus empresas siempre tenían
suerte y el triunfo los acompañaba.
Esto no lo negaban ni los mismos enemigos del ídolo. Al contrario,
algunos de ellos atribuían a la estatua más prodigios, o más
descomunales, que los mismo fieles: lo cual no era óbice a que lo
aborreciesen.
Los enemigos del ídolo tenían alquiladas casas, bohardas o balcones
alrededor de la plaza, y desde allí tiraban al ídolo flechas, y hasta
tiros de escopeta, de noche. Poca mella le hacían, a lo más le quitaban
trozos del dorado; sin contar con que casi todos los tiros fallaban. De
vez en cuando, eso sí, un bodoque hacía temblar el monumento y le
arrancaba bramido sordo; de lo cual se enfurecían los fieles, pero
también creo que una cierta satisfacción les daba. De hecho, a quien más
aborrecían ellos era a los indiferentes, a los que transitaban calle
abajo calle arriba sin darle al ídolo más beligerancia que una mirada
distraída. A los enemigos los necesitaban.
A mí el ídolo me daba en los nervios: esto me nació no sé cuándo y me
fue creciendo paulatinamente. Como yo no pertenecía a ninguno de los
tres grupos, pues el ídolo me producía repulsión y temor, y no me dejaba
indiferente, me sentía como en el aire y como extraño a todos, sin
congeniar con ninguno. Eso no era voluntario en mí, ni tampoco lo podía
evitar; y esa fue mi tragedia.
No sé cómo nació en mí el aborrecimiento; quizá por el aburrimiento. En
Magnápolis se topaba al ídolo hasta en la sopa. Como extranjero llegado a
Magnápolis a ganarme la vida, yo estaba en la disposición de aceptar
con respeto todo lo de la rica y potente ciudad, o al menos callar la
boca ante lo que no gustara, como se debe hacer en el extranjero. Y el
ídolo al principio hasta me atraía [...]
Poco a poco comencé a virar. Creo que más que el ídolo empezaron a
cargarme los idoladores. Tenían todos una misma manera de ser, y nunca
estaba uno seguro de entenderlos del todo: creo que ni entre ellos se
entendían, aunque de fuera se mostraran siempre cordialidad desmedida.
Debo confesar que una vez el ídolo me derribó en uno de sus ciegos
manotazos; pero ya hacía tiempo que yo le sentía tirria; justamente me
derribó porque me arrimé para verlo de cerca; de cerca solamente se veía
su fealdad. De lejos, al crepúsculo y entre el incienso, daba la
impresión de majestad y fuerza.
Era un fastidio: uno no podía hablar en la ciudad de miedo a ofender sin
querer a uno de los idoladores, y ser acusado a los Sumos Sacerdotes.
Por más cuidado que uno tuviese, las ceremonias, ritos, prescriptos,
tabús y chibolets del ídolo eran demasiados y demasiado complejos para
recordarlos todos cada momento, si uno no dedicaba toda la vida a eso, y
dos horas diarias de estudio, como hacían los idoladores [...] Empecé a
luchar contra esa obsesión de acordarme con disgusto del ídolo a cada
momento, y verlo por la noche en sueños envuelto en nubes verdosas.
Pero fue inútil. Cada mañana al levantarme me decía: "el ídolo no
existe". Es una fantasía tuya. "¡Afuera!"
Pero ahí estaban las trompetas de bronce para desengañarme, y las
ceremonias del 6, 15 y 24 [N: de cada mes] y las insignias por toda
Magnápolis; y en el hotel donde vivía estaba lleno de idoladores -de
modo que en la mesa a veces me pasaba callado todo el tiempo, porque no
los entendía o me daban en rostro: eran muchos y yo era extranjero.
Alguna vez, ante una afirmación demasiado absurda, me sulfuré y me
descaré y con una fresca hice callar a alguno. Me fue siempre mal. A la
larga la pagaba. No se podía tocar el ídolo sin pagarla. Lo únicos que
andaban siempre impunes eran sus enemigos. Más todavía que sus amigos.
Esta gente no leía más que el "Manual de los oráculos" -o mejor
dicho se lo sabían de memoria- y despreciaba toda otra literatura [...]
Un día me atreví a discutirle un oráculo a un idolador pequeño y
gordito, cara de bruto, que estaba solo conmigo y un bock de ceveza, una
tarde sofocante de agosto. "Vea, amigo -le dije-, juzgado con criterio
estético, el dios es repugnante, es inarmónico y disonante... Ahora,
juzgado a la luz de la religiosidad, usted dirá". Se puso lívido. "Usted
carece de los ojos de la fe -barbotó tartamudeando-. Usted es ciego. El
dios es supremamente bello". Se levantó de la mesa y salió. A los pocos
días me cobraron en la caja del hotel una multa picante por haber
transgredido una ordenación mínima, que todo el mundo traspasaba: la de
entregar la llave al portero al salir. El idolador me había denunciado.
¡Y a eso llaman libertad de conciencia!
Sentí que empezaba a volverme estúpido, intimidado y perverso. No se
puede vivir en contra del ambiente en que uno vive. Empezaba a prestar
rédito, o al menos a dubitar, a las consejas increíbles que del ídolo
contaban los enemigos. Que los gemidos que exhalaba el ídolo, como
yacaré empachado, venían de infelices adoradores que el ídolo recogía al
azar de sus manotazos y engullía por una gigantesca estoma que tenía en
el tórax entre los tres pares de brazos; que el infeliz se iba muriendo
lentamente adentro sin dejar de adorar al ídolo: esto decían los
enemigos. Y curioso es que los idoladores lo admitían en lo esencial,
rechazando solamente el pormenor de la víctima, que ellos sostenían no
era sino un enemigo. Pero yo creo seguro que los gemidos venían de un
fuelle, colocado allí por los sacerdotes, que servía también para el sí y el no de
los oráculos. Sin embargo, cuando empecé a odiar y temer al ídolo,
empezó a vacilar mi racionalismo, y las fábulas empezaron a parecerme
probables. Por eso digo que empecé a idiotizarme.
Proyecté marcharme a otra ciudad [...] No estaba ya en mi mano dejar de
pensar en el ídolo, y mi alma ansiaba un poco de paz. Pero he aquí que
me dijeron que en todas las otras ciudades era lo mismo, que cada una
tenía su ídolo; por lo menos, todas las ciudades de que se tenían
noticias en todo el contorno [...] Cuando me vi sin salida, me entró una
especie de angustia muy penosa, que aunque enteramente absurda, me
hacía mucho daño y arruinaba mis negocios. Me pasaba los días enteros
discutiendo con el ídolo; y aun las noches, pues dormía muy mal. Cómo me
habré puesto, que hasta me entró en la cabeza -o medio entró- la
descomunal sandez de pasarme a los enemigos. Pero los enemigos eran
perfectos idiotas que no hacían absolutamente nada, antes bien parecían
amigos disfrazados. Los amigos sin disfrazar, con el fastidio y todo que
les tenía, todavía eran mejores; porque al menos tenían poder real, se
consolaban con sus ceremonias y se ayudaban en sus negocios. Esto fue en
el tiempo de la angustia. Claro que estando allí, yo no era yo mismo.
Me las empecé a ver muy negras, y hubo un momento en que me di por
perdido, menos mal, el recuerdo de mi abuelo el arquitecto y sus hazañas
de "pionero" me salvó; y también la amistad de una buena señora, que
aborrecía también al ídolo, pero no le hacía tanto caso. ¿Por qué tenía
que hacerme mala sangre? ¿Me faltaba algo en la ciudad? ¿Me obligaban a
adorar a la estatua por si acaso, y ni siquiera a verla? [...]
Empecé a "dar de mano" al ídolo, a empujarlo poco a poco a razonable
distancia, a mirar la parte grotesca del asunto. ¿Qué derecho tenía yo a
querer que fuera destruida esa legendaria y centenaria consolación de
miles de personas sólo por mi gusto? [...] Seguirles la corriente a los
idoladores, aunque uno no viese a dónde van a veces, tampoco es
imposible. Al fin y al cabo, casi todos ellos son hombres buenos, aunque
con ese toque todos de la reserva y los tapujos y no tocarles los
puntos neurálgicos. Con razones y cautela se puede arreglar uno con todo
el mundo, y ellos pasan por todo; lo único que no pueden perdonar es la
inteligencia y la alegría [...]
Apenas comencé con este tratamiento comencé a andar mejor. El ídolo me
empezó a parecer grotesco en vez de horroroso, y vi la cara de
cinocéfalo, el vientre de hipopótamo y los seis brazos de araña que
antes no veía sino a modo de sombras imponentes en medio del incienso.
Pero me guardaba muy bien de reírme para fuera. Cuando uno comienza a
ver las cosas de la vida como grotescas, no se vuelve ya loco: todos los
locos son trágicos y terriblemente serios. Y yo comencé a ver que el
ídolo estaba un poco ladeado y tenía grietas. Fue una gran
emoción aquel día. Este asunto de las gritas es capital en Magnápolis.
No se sabe porqué una gran cantidad de edificios se agrietan de alto a
bajo de la noche a la mañana; anteayer mismo el gran rascacielos del
Consolidated. Es cosa sumamente seria que ha sido discutida incluso en
el gran concilio del los Prim'ordines; los peritos en arquitectura y
geología no dan pie con bola. La gente anda furiosa y pide que se
aplique la pena de muerte a todo arquitecto cuya obra se cuartee; pero
resulta que los edificios que se quiebran son los antiguos, cuyos
constructores han muerto mucho ha; y por lo demás ninguno se cae, todos
se agrietan solamente. Yo tengo la impresión de que esta ciudad se va a venir abajo toda entera o casi, con ídolo y todo, un día;
pero yo no lo veré. Tiemblo de miedo al escribir esto: si estos papeles
los hallase un idolador, estaba yo listo. Y para qué los escribo, yo no
lo sé; para que no se me pudran dentro.
[...] Yo no busco dolores de cabeza, y evito las discusiones: vivir y
dejar vivir. No creo que Dios me tome en cuenta tres ceremonias fingidas
que hago cada mes sin creer en ellas. Sé que dudan de mi fe aunque sin
poder probarme nada, y me han puesto el mote "sine-Deo-in-hoc-mundo".
Mientras no pase de ahí, no importa. Yo creo en Dios, no soy ningún
judío; y que el ídolo sea la imagen exacta del Dios verdadero, no me
meto. Yo no lo puedo creer, pero no impido a nadie que lo crea; y cuando
de noche me gritan la contraseña: "¡corpórea!" contesto fielmente "¡material y visible!", o bien "imagen" inmediatamente les vocifero: "del Dios vivo y verdadero" [...]
¿Para qué vivo yo? [...] Tengo ya más amigos del otro lado que de éste.
Creo que lo que me conserva en vida es esa misma visión horripilante
pero curiosa: "la ciudad que se hunde con ídolo y todo, aunque yo eso no lo veré". Pero lo que uno sabe cierto que acontecerá, ¿acaso no lo ve?