Descentralización legítima e ilegítima
El caso
del obispo Rogelio Livieres es ocasión propicia para reflexionar sobre
el tema de la descentralizción en la Iglesia y las conferencias
episcopales. Se dice que la causa principal de su remoción ha sido el "conflicto"
del prelado con la conferencia episcopal del Paraguay. Seguramente no
ha sido el único motivo. Pero lo cierto es que las conferencias
episcopales han tenido un desarrollo anómalo desde el último Concilio.
el desarrollo de estas instituciones podría ser distinto, pero hasta el
presente el balance arroja un resultado negativo.
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De todos los temas tratados en el
Vaticano II, uno de los más controvertidos fue la colegialidad episcopal.
Muchos miembros del Concilio manifestaron temores de que el primado del papa
pudiera verse impugnado. La Comisión teológica tuvo grandes dificultades para
convencer a los padres conciliares de que el primado estaría a salvo. Al final,
se introdujo una Nota explicativa praevia
para tranquilizar reticencias, que ha quedado en la historia como un testimonio
mudo pero elocuente de ambigüedad.
En este tema cabe una doble
consideración: especulativa y práctica. La colegialidad episcopal en el
Vaticano II, desde un punto de vista doctrinal, supera los límites de una
bitácora. Por lo que nos ocuparemos ahora de una consideración práctica,
poniendo énfasis en el caso de las conferencias episcopales.
Sabido es que el Papa goza de
plena libertad para ejercitar su potestad sin el concurso activo de los
obispos. Esa potestad la tiene el Papa en virtud de su cargo, tal y como ha
sido instituido por Cristo, y no por delegación del cuerpo episcopal; por lo
que puede ejercerla libremente. Pero si el Papa quiere, puede delegar esta potestad.
La colegialidad posee unas expresiones
menores que se dicen colegiales en sentido impropio. Es lo que se ha dado en
llamar afecto colegial y que se
expresa en distintos tipos de asociaciones y cuerpos de obispos, con el Romano
Pontífice o entre sí, como el Sínodo de los Obispos, los concilios particulares
y las conferencias episcopales. En ninguno de estos casos se constituye el Colegio Episcopal. A lo sumo se puede
reconocer una semejanza entre los binomios colegio-conferencia y
sacramento-sacramental (L. Carli).
Todo lo que en las conferencias episcopales
rebasa los límites de la Iglesia local, no puede ser atribuido a derecho alguno
que corresponda a los obispos, sino sólo a una participación del poder
inmediato del Papa sobre toda la Iglesia. En efecto, así como el Papa puede
crear patriarcados con una potestad superior a la de los obispos, también puede
delegar parte de su potestad en estas conferencias.
En el gobierno de la Iglesia es
posible tanto la centralización de algunas
funciones en el Romano Pontífice y en la Curia Romana, como una descentralización mediante delegación. Siempre
se ha de tener en cuenta que el uso de términos jurídicos para la
caracterización del gobierno de la Iglesia ha de ser muy cuidadoso. La forma de
gobierno de la Iglesia no es idéntica
a ninguna forma de gobierno político: monarquía, aristocracia, república. Caben
las analogías, pero considerando siempre que ninguno de los términos
ofrecidos por el lenguaje jurídico profano puede expresar, de una forma
perfectamente adecuada, la plena realidad de la Iglesia. En tiempos en que
impera la democracia, vale la pena
recordar que el pueblo cristiano no es depositario de la jurisdicción, ni de la
potestad de orden; por lo que no hay posibilidad de una
Iglesia democrática en sentido propio, aunque a veces se denomina elemento
democrático*, al principio de participación, que ha tenido distintas
expresiones históricas.
Suele decirse que en el primer
milenio de la Iglesia predominó la descentralización mientras que en el segundo
se siguió una dirección centralizadora. El proceso de centralización fue justificado por motivos razonables y explicado con
agudeza por el A. Stickler:
ante todo, la unidad y pureza de la fe cristiana, elemento fundamental en
la Iglesia; también, la consideración del mundo como gran familia humana
necesitada de grandes centros de unidad en el terreno político, cultural,
científico, económico; etc.; toda esta múltiple circunstancia condiciona
la universalidad de la Iglesia, que si desde sus comienzos dispone de una
fuerza universal, necesita, sin embargo, dirección unitaria para que en todas
partes se realice y sea reconocida esencialmente la misma. A su vez, en la
esfera intra-eclesial, el ministerio pastoral requiere visión
unitaria de conjunto en todos los niveles, diocesano, nacional,
internacional y mundial para proceder con eficacia en las diversas
regiones. Un motivo más lo constituye la libertad de la Iglesia y la no
intervención de los Estados, para no caer, como sucedió en
determinadas circunstancias y países, en iglesias nacionales y regionales,
para no tropezar nuevamente con la conocida fórmula que unía región y religión.
También se dio un movimiento de oposición
a la centralización por distintos motivos. Recordemos, para comenzar, la
campaña antilatina y el cisma oriental de 1053 y 1054. Asimismo, la
ruptura protestante extendida contra Roma desde Alemania por toda la
franja de países nórdicos hasta Inglaterra. Todo ello fuera de la unidad
católica. Además, otra serie de acontecimientos occidentales como el
movimiento conciliarista de 1325, que ha sido uno de los desenfoques
doctrinales más serios por los que ha atravesado la Iglesia cuando se
perdió la visión del primado romano y se abogaba por la
superioridad del concilio sobre el Papa.
Pero se puede propugnar una
descentralización que no implique ruptura de la unidad de la Iglesia ni esté
vinculada con ideas heterodoxas. La descentralización en la Iglesia también
está exigida, hasta cierto punto, por razones constitucionales -el episcopado y
la presencia de los fieles como miembros vivos-, y puede ser conveniente por
otros motivos, recordados por Stickler: la capacidad autónoma y vital
diocesana como parte viva y orgánica de un cuerpo, la diferente condición
histórica, política, étnica del pueblo cristiano perteneciente a países de
diferentes costumbres, condición religiosa, geográfica, etc., la
existencia de cargos creados por autoridad pontificia, diócesis
personales, comunidades religiosas, etc., el mismo sentimiento democrático
universal del que los fieles no están ajenos, que dentro de lo que permite el
derecho divino, puede limitar algunos poderes del ministerio, dejando autonomía
al órgano cooperador, dando mayor facilidad de expresar la opinión, usando
más ampliamente el sistema de la delegación, etc.
La teoría de la administración de los distintos grupos sociales,
basada en la experiencia, enseña una regla básica: no puede haber buena descentralización sin recursos humanos cualificados.
¿Cómo describir a los «recursos humanos» episcopales posteriores al Vaticano
II? Así lo hacía L. Bouyer:
«Finalmente, ¡el Episcopado! Hace unos meses conversaba yo sobre
la situación actual en la Iglesia con un obispo africano que no sólo es
uno de los mejores obispos del continente negro, sino uno de los mejores
de la Iglesia contemporánea. Con esa amable sonrisa maliciosa con
que Dios ha iluminado los rostros más oscuros de la humanidad me
decía: “¿Qué quiere usted? La Iglesia después del Concilio, se halla en
una situación parecida a la de nuestros ejércitos africanos. De la noche a
la mañana se ha hecho generales a personas elegidas y formadas
para no ser nunca más que sargentos mayores. Esto no podrá marchar en
tanto no se salga de esta situación”. Confieso que tengo la impresión de
que aquel obispo ponía el dedo en la llaga del episcopado actual.
Roma está pagando hoy sus pecados de ayer, pero todos tenemos que
pagar con ella, y los obispos mismos son los que cargan con la mayor
factura».
Con estos recursos humanos ninguna
descentralización de funciones podría dar buenos resultados. De hecho, el desarrollo
de las conferencias episcopales en la era post-conciliar ha sido objeto de
diversas críticas, a saber:
- Amenazan la autoridad suprema
del papa en la iglesia universal al erguirse como instancias intermedias
insubordinadas.
- Representan un obstáculo a la
autonomía de cada obispo como pastor de la iglesia diocesana.
- Conllevan el riesgo de desprestigiar
el deber que tienen los obispos individualmente de enseñar en su diócesis, o de
hacer que los obispos se parapeten detrás de la institución burocrática de la
conferencia y se evadan de sus deberes.
- Pueden ser motivo de
nacionalismo, minando así las bases de la comunión con la Iglesia que es
universal.
- Generan una excesiva burocracia
en sus organismos permanentes.
Además, desde el punto de vista doctrinal,
resulta problemático encontrarles una base teológica y más delicado aún es el
reconocimiento de una autoridad magisterial superior a los obispos mismos.
Las conferencias episcopales no
son instituciones de derecho divino. Como tampoco lo son las parroquias y los
concilios. Pero esto no significa que estas realidades de institución
eclesiástica carezcan de todo valor.
La experiencia post-conciliar ha
sido mala (cfr. R. Amerio). Con todo, dentro de los
límites trazados por el ius divinum, los
católicos tradicionales no tienen por qué estar a priori en contra de la descentralización de funciones y de su
delegación en conferencias de obispos u otros órganos de institución
eclesiástica. Es legítimo pensar en una descentralización que se realice de un modo
que sea conveniente para el bien común de la Iglesia, aunque de momento esto parezca una utopía.
__________
* N. de R.: «Es verdad que –según anota San Roberto
Bellarmino- “existe en la Iglesia en cierto modo el elemento democrático, desde
que a cualquier cristiano de entre la multitud puede ortorgársele el honor del
Episcopado, si se lo juzga digno de tal cargo.» (7. De Rom. Pont. Lib. I. cap.
III, Obras completas, Tomo I, pág. 316, Nápoles, 1853)”» (Bruno, C. El derecho público de la Iglesia en la
Argentina, Bs. As, 1956, p. 244).