El intelectual y el técnico – Por Agustín Laje
Por Agustín Laje (*)
La cultura es, a la vez, medio y fin de la “batalla cultural”. Medio,
en tanto que el armamento de tal batalla está conformado por elementos
culturales; fin, en tanto que la hegemonía cultural es lo que está en
juego.
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Como lo subrayaron sociólogos de renombre como Pierre Bourdieu y
Alvin Gouldner, la cultura es un tipo de capital. La distribución
desigual de este capital es lo que da sentido a las categorías que
contienen, precisamente, a quienes acumulan este tipo de capital:
intelectuales y técnicos.
Cuando el chileno Axel Kaiser habla de “La fatal ignorancia”,
alertando sobre “la anorexia cultural de la derecha” frente a una
izquierda que ha dominado casi por completo el terreno de las ideas,
está alertando a la postre sobre una falta de capital cultural que se
traduce en una producción cultural escasísima.
No obstante, y a los efectos de refinar el análisis sobre la “batalla
cultural”, se hace necesario distinguir al intelectual del técnico,
puesto que da la impresión de que lo que falta en el liberalismo no es
tanto este segundo tipo de detentador de capital cultural sino más bien
el primero. Y las diferencias entre unos y otros no sólo se inscriben en
el tipo de conocimiento que cultivan y los intereses que profesan, sino
también en su función social.
A los intelectuales les es definitorio un modo lingüístico bien
específico; Gouldner, en el marco de sus investigaciones sociológicas
sobre el intelectual, llega a hablar incluso de la formación de una
“comunidad lingüística” caracterizada por lo que llama la “cultura del
discurso crítico (CDC)”. Y es cierto: todo discurso intelectual se
orienta por un deber ser que es necesariamente crítico con
ciertos estados de cosas. Lo que no debiera asumirse, sin embargo, es la
engañifa que ponen en práctica ciertos autores de izquierda a través de
la cual convierten la idea de “discurso crítico” en un eufemismo para
designar, de forma encubierta, al discurso de izquierda y monopolizar,
por añadidura, la categoría “intelectual”.
El reciente trabajo del historiador italiano Enzo Traverso titulado ¿Qué fue de los intelectuales?, reseñado este mes en La Nación,
es el último libro lanzado al mercado sobre la materia, y subyace en
él, permanentemente, este intento por vedar la posibilidad de la
existencia de un intelectual que no sea de izquierda. “Los
neoconservadores suelen adoptar la postura del intelectual, al
presentarse como inconformistas” dice Traverso en una de sus páginas,
como si la adscripción al neoconservadurismo conllevara, de manera
automática, la imposibilidad de la realización intelectual.
En rigor, podría decirse que no es la ideología lo que hace al
intelectual, sino el intelectual el que hace la ideología, siempre que
entendamos por ideología no un discurso necesariamente falso como lo
entendía el marxismo, sino un discurso que busca bien la legitimación,
bien la deslegitimación de un orden social a partir de un deber ser definido. Benjamín Oltra en Una sociología de los intelectuales llega a adjudicarles a éstos una “función ideológica”, en virtud de lo antedicho.
En este sentido, puede decirse que mientras el intelectual está
vinculado a discursos de carácter ideológico, los técnicos profesan
discursos tecnocráticos, caracterizados éstos por su gravitación en el ser.
El intelectual tiene una intención expresa de conducir a la sociedad en virtud de máximas morales. El deber ser del intelectual estructura la vara con la que mide el mundo empírico, sea criticándolo, sea reafirmándolo. Y como todo deber ser,
éste se encuentra naturalmente ligado a concepciones de orden
abstracto: cuestiones como la justicia, la verdad, la libertad, la
igualdad, entre otros, están en el centro del interés intelectual.
Edward Shils en Los intelectuales y el poder ha dicho que los
intelectuales “están animados por un espíritu de indagación y anhelan
entrar en frecuente comunión con símbolos más genéricos que las
inmediatas situaciones concretas de la vida cotidiana y más remotos en
su referencia tanto al tiempo como al espacio”.
Al contrario, el discurso técnico se ocupa de aquello que, de hecho,
ya existe. Versa sobre las cosas “tal cual son”. Una técnica, después de
todo, no es otra cosa que un conjunto de procedimientos para operar
sobre determinados aspectos de la realidad. El deber ser no se
inmiscuye en los discursos estrictamente técnicos. Y tanto es así, que
las discusiones morales sobre cuestiones técnicas (como la energía
nuclear por ejemplo) aparecen al mundo científico-técnico como discursos
a menudo extraños, pronunciados en lenguajes “profanos” por quienes,
por lo general, ni siquiera conocen las minucias más concretas de la
técnica cuyos resultados critican.
Es así que, según Beatriz Sarlo en Escenas de la vida posmoderna, los técnicos (a quienes ella en verdad denomina expertos), “nunca se presentan como portadores de valores generales que trasciendan la esfera de su expertise
y, en consecuencia, tampoco se hacen cargo de los resultados políticos y
sociales de los actos fundados en ella”. Esta afirmación debería
matizarse un poco, en vistas de que los técnicos a veces se pronuncian
sobre cuestiones que exceden al discurso técnico e ingresan, por lo
tanto, en las dimensiones del discurso intelectual. Como decía Sartre,
lo que hizo de Robert Oppenheimer un intelectual fue no la creación de
la bomba atómica, sino su posición pública contra la carrera
armamentista. Traverso dice, siguiendo la misma idea, que “un físico se
vuelve un intelectual cuando toma posición en el espacio público
respecto de una cuestión social. El pacifismo de Albert Einstein durante
la década de 1920 no se derivaba de sus conocimientos científicos”.
Lo interesante de todo esto es que intelectuales y técnicos suelen
mirarse a menudo con desconfianza pero −paradójicamente− se necesitan
mutuamente. ¿Cuál es el margen de acción de un técnico en el marco de un
orden deslegitimado? ¿Y cuál es el margen de acción de un intelectual
cuyas ideas triunfan pero las fallas técnicas del orden propuesto
conllevan a la deslegitimación? Estas preguntas retóricas evidencian que
sería un error, como a veces se tientan a cometer quienes piensan sobre
estos temas, coronar a uno en detrimento del otro; técnicos e
intelectuales son igualmente necesarios, porque cumplen funciones
distintas pero complementarias.
No obstante ello, el liberalismo, desde el fallido anuncio del “fin
de la historia” de Francis Fukuyama según el cual el ordenamiento social
basado en la libertad individual, la democracia y el capitalismo había
triunfado definitivamente sin marcha atrás posible, se abocó a la
producción de técnicos y descuidó la necesidades del frente intelectual,
necesario para mantener la legitimidad de este ordenamiento que se
pensó determinísticamente irreemplazable. El deber ser ya era una
realidad, y quienes pensaban en estos términos ya no tenían, por lo
tanto, función alguna. El resultado fue el abandono del mundo de las
ideas y su reemplazo casi total por el mundo de la técnica, o, si se lo
ve en sentido contrario, el resultado fue la monopolización izquierdista
de la cultura.
La lucha cultural contra la izquierda tiene por delante el desafío de
comprender el rol del intelectual en esta batalla y, por añadidura,
formar intelectuales preparados, con capacidad crítica y agallas para
enfrentar la tiranía de lo “políticamente correcto”, rompiendo así con
el “estado de opinión” prevaleciente, signado por una mentalidad
izquierdizante que se ha diseminado a lo ancho y largo de nuestras
sociedades.
La Prensa Popular | Edición 320 | Jueves 29 de Septiembre de 2014