“Malditos” empresarios
Hasta
qué punto los argentinos, cada uno en cada caso, somos efectivamente
dueños de la soja almacenada en los silos bolsa, las vacas que pastan en
los campos, las mercancías que producimos, la casa en que vivimos o la
retribución por los servicios que prestamos.
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Acaso todavía no advertimos
que el Estado, que un principio contratamos para que nos brinde
fundamentalmente los servicios de seguridad y justicia, ha pasado de
empleado a patrón y accionista mayoritario de esas empresas que en cada
caso son nuestras propias vidas. Sacarle cada vez más plata a la gente
que produce riqueza a través de las retenciones a la soja, el impuesto a
las ganancias, el robo de los ahorros depositados en las AFJP sin
mejorar (todo lo contrario) los servicios de seguridad y justicia es
estafarla. Es absolutamente falso que (como dice la propaganda oficial)
“el Estado somos todos”. Para nada. En la Argentina, por lo menos, el
Estado son Cristina Kirchner, los gobernadores, los intendentes, los
legisladores y los jueces. Son políticos con nombre y apellido los que
administran y deciden, fundamentalmente, el destino de la masa dinero
que aportan los ciudadanos comunes que no pertenecen al Estado. “Juan
Nadie” no tiene el poder, por ejemplo, para entregarle a Hebe de
Bonafini mil millones de pesos para que haga casas o para sobreseerla
por un faltante de 300 millones. Hebe puede amenazar con tomar la Corte
Suprema, llamar turros a los magistrados o defecar en el altar de la
Catedral metropolitana y seguir como si nada, lo más campante. “Hebe es
así”, la disculpó Zaffaroni (Zaffaroni también “es así”, con sus
departamentos alquilados a prostíbulos). Ser “así”, en este contexto,
debe entenderse como ser del Estado K. Vaya cualquier hijo de vecina a
defecar en la sede de las madres de Plaza de Mayo y a ver cómo le va
(¡ni hablar si es militar!).
La verdadera contradicción social en nuestro país no es pobres contra
ricos, como nos venden el kirchnerismo y los otros “ismos”. La oculta y
verdadera contradicción es entre funcionarios que se benefician del
poder y ciudadanos de segunda que los mantienen; los empresarios entre
estos últimos, los de verdad, no los truchos. Esos que ganan dinero
cuando mejor producen las cosas y le sacan plata a la gente cambio de
nada. También, los que más dinero aportan a las arcas públicas. La
retención leonina a la soja, por ejemplo, es del 35% de su valor puesta
en el puerto. Dudo que todos funcionarios kirchneristas juntos (incluida
nuestra millonaria presidente) paguen en impuestos la cantidad de
dinero que paga un empresario sojero de primer nivel. Sin embargo, el
oficialismo los presenta a los empresarios del campo como los malos de
la película, los oligarcas que se abusan de los débiles. El argumento
demagogo según el cual “la ley de Abastecimiento” defiende a los
consumidores no resiste el menor análisis ¡Están defendiendo el régimen
que se viene a pique! Necesitan plata ya para tapar los agujeros del
Titanic. Por ello, en el debate por dicha ley, la diputada Di Tulio,
presidente del bloque de diputados nacionales K, dijo: “La
discrecionalidad de un funcionario público siempre es estar del lugar de
los más débiles nunca de los más poderosos”. Diana Conti, a su vez,
sostuvo que los empresarios “…acopian materias primas que son necesarias
para satisfacer necesidades básicas y lo hacen con afán de lucro
desmedido”. “Y si el Estado quiere disponer de la mercadería, ¡ustedes
griten que esto es inconstitucional!”. Por su parte, el senador radical
Nito Artaza se quejó porque los productores se muestran reacios a
discutir la rentabilidad de sus empresas con el Estado. La oposición
legislativa, para bien de todos, no acompañó esta vez al kirchnerismo.
Argumentó, con sentido común, las consecuencias negativas para la
economía nacional y votó de contra de la ley. Ahí está el espejo del
desabastecimiento de Venezuela para mirarse, señalaron los opositores.
La principal objeción que debe hacerse a la ley, sin embargo, no es
de orden político-económico sino moral. Que el Estado, con o sin ley,
disponga arbitrariamente de la mercadería que le pertenece a otros
(poderosos o débiles) tiene un solo nombre: se denomina robo. Sostener,
insolentemente, que un funcionario público debe poseer discrecionalidad
para quedarse con lo ajeno es incurrir en apología del delito. Por otro
lado, ¿quién le dijo al senador Nito Artaza que entre sus atribuciones
está la de decidir cuánto debe ser la rentabilidad de las empresas en
las que ni él, ni el Estado agregó ni un tornillo? En lugar de semejante
pretensión debería presentar un proyecto de ley para que, por ejemplo,
sean los maestros quienes establezcan su sueldo de legislador. Demonizar
y excitar resentimiento social hacia el empresario por el sólo hecho de
haber ganado mucho dinero es pervertir la política. Además, si tuviera
que elegir en función del bien que hicieron al país entre los Kirchner y
cualquier empresario sojero me quedaría mil veces con éste último. Ni
la riqueza ni la pobreza son parámetros para evaluar la moral de nadie.
Ser empresario exitoso no es sinónimo de ser H de P (parafraseando a
Martín Fierro: “no es vergüenza ser empresario y es vergüenza ser
ladrón”.)