El Anticristo de Santa Hildegarda de Bingen
En
la Capilla de San Brizio (Orvieto, Italia), si aún no le han pasado
estuco, se conservan los frescos acerca del fin de los tiempos pintados,
sucesivamente, por el beato Fra Angelico y Luca Signorelli. En esa
hermosa representación renacentista, se han plasmado sin escrúpulos, una
interpretación singular donde puede verse al mismo Anticristo (muy
similar en aspecto a Cristo) asistido por el Demonio y predicando las
masas que lo oyen con fervor en, posiblemente, Roma misma.
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Pero no fue el renacimiento ni
el protestantismo el que planteó la posibilidad de que el mismo “hijo de
la perdición”, surgiera desde las entrañas mismas de la Iglesia. Antes,
mucho antes, ya lo había hecho la gran santa Hildegarda de Bingen.
Sabemos que no es nuestro ámbito
específico el de la Parusía o el fin de los tiempos, sin embargo, hemos
decidido publicar aquí estas líneas a raíz de diversas consultas de
nuestros lectores sobre algunos posts anteriores. Pero no sólo es a petitio populi sino
a raíz de que la última de las doctoras de la Iglesia, Santa
Hildegarda, es casi completamente desconocida en el mundo
hispanohablante.
Para hacerlo, hemos tenido la gracia de
contactarnos con quienes sí han estudiado en profundidad la vida y obra
de la doctora alemana: las Profs. Azucena Fraboschi (traductora e
intérprete de su pensamiento con numerosos trabajos sobre ella y
fundadora y directora de un Centro de Estudios hildegardiano, el 1º de
América de habla hispana) y la Prof. María Delia Buisel, de quien nos
reconocemos discípulos desde hace años. A sus trabajos nos remitimos[1].
Pero antes que nada digamos sólo dos
palabras de qué es esto de llamar a alguien “Doctor/a de la Iglesia”; no
se trata de quien ha hecho un “doctorado”, naturalmente, sino de un
título que la Iglesia (el Papa o un concilio ecuménico) otorga
oficialmente a ciertos santos para reconocerlos como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos. El título de doctor representa, además del oficio litúrgico, la recomendación de su doctrina, sobre todo en orden a la enseñanza.
En el caso de Hildegarda, fue en octubre
de 2012 cuando Benedicto XVI otorgó este título tanto a ella como a san
Juan de Ávila, el eminente teólogo español.
Vale recordar que, en la actualidad, 35
son los Doctores de la Iglesia, entre los cuales sólo cuatro son las
mujeres que a poseer ese título: Santa Teresa de Ávila, Santa Catalina
de Siena, Santa Teresa de Lisieux y Santa Hildegarda de Bingen.
Pero vayamos a la visión que la santa tiene respecto del Anticristo, que es lo que nos ocupa.
Son dos las obras donde la abadesa de Bingen trata acerca del Anticristo, a saber: en Scivias (“Conoce los caminos”), y en El libro de las obras divinas (en la primera de ellas que se dedica más específicamente al tema[2]).
La obra, compuesta entre los años 1141 y 1151, está dividida en tres
partes cuyos temas son la Creación, la Redención y la Santificación (la
obra de cada una de las Personas de la Trinidad), e incluye en total
veintiséis visiones, cuya descripción y glosa, en la que se alternan
como sujeto del discurso la propia abadesa y la Luz Viviente –Dios–, está acompañada por las pinturas que no son meramente decorativas sino que corresponden, e ilustran el contenido de las visiones[3].
Veamos detenidamente la imagen completa.
Se trata de la culminación del conflicto entre el bien y el mal, representado por el Anticristo, con la indestructibilidad de la Iglesia y la venida de Cristo. El trasfondo es el del Apocalipsis, y aparecen las figuras señeras del Antiguo Testamento: Elías y Enoc.
Detallemos lo que le ha sido revelado a Hildegarda, en imágenes y palabras de un modo esquemático:
1) En el cuadrante superior izquierdo, se encuentra la referencia a cinco bestias
(el perro que brilla pero no quema representa a las personas mordaces,
el león amarillo son las personas agresivas, el caballo de color claro
son los contumaces en el pecado, el cerdo negro son los lascivos y el
lobo gris son los que engañan) que Hildegarda ve en el norte,[4] y que tienen su mirada dirigida hacia el occidente, donde se alza una colina con cinco picos.
Detalle de las cinco bestias
2) En el cuadrante superior derecho aparece sobre el ángulo del
edificio que representa a la Iglesia (tanto terrenal cuanto celestial)
el joven –Cristo, piedra angular– que ya se había manifestado en otra
visión, vestido de púrpura, resplandeciente como la aurora, con una lira
o cítara sobre sus rodillas, en actitud de bendecir; sus pies son más
blancos que la leche. Éste es uno de los temas que revisten particular
importancia para Hildegarda: los pies o bien el calzado blanco
simbolizan la pureza conservada y refulgente.
Cristo, la piedra angular
3) En la parte inferior de ambos cuadrantes está presente una mujer coronada que es figura de la Iglesia, fusionada con un torso lleno de escamas, y de sus genitales surge una monstruosa cabeza (el Anticristo) con ojos de fuego, orejas como de asno, nariz y fauces como de león. Era común representar de tal suerte al demonio, pero aquí se está figurando a la Iglesia, bien que acosada por la fornicación, la rapiña y otros vicios[5].
La Iglesia, dando a luz al Anticristo
4) Finalmente, la cabeza se mueve y trata de alcanzar el cielo, pero
en medio de gran estruendo cae de la montaña; una niebla apestosa
envuelve todo y aterroriza a la gente que clama por la misericordia de
Dios.
Apoteosis y caída del Anticristo
Vayamos a su propia descripción:
“Después miré hacia el Aquilón, y he aquí que se alzaban cinco bestias, de las que una semejaba un perro de fuego, pero no ardiente; una sola como un león rojizo; otra semejante a un pálido caballo; la cuarta, como un cerdo negro; y la última similar a un lobo grisáceo, todas volviéndose al Occidente. Y allí, en el Occidente ante las bestias, apareció una cierta colina teniendo cinco picos: así que de la boca de cada bestia partía una cuerda que se había extendido hasta su correspondiente cima, todas de color negro, salvo la que salía de la boca del lobo, que parecía, por una parte negra y, por la otra blanca.
Y he aquí que en el Oriente, vi de nuevo a aquel joven, vestido con una túnica purpúrea, sobre el mismo ángulo en que lo había contemplado antes –donde se unían las dos murallas del edificio, la luminosa y la pétrea-;
pero ahora me era visible desde el ombligo hacia abajo: del ombligo, al
lugar que evidencia al varón, brillaba cual alborada, y allí mismo
yacía como una lira con sus cuerdas en posición transversal; desde ese
lugar hasta un espacio de dos dedos por encima de sus talones estaba
lleno de sombras; y desde ese espacio por encima de sus talones, sus pies resplandecían enteramente blancos, más aún que la leche.
Pero también aquella imagen de mujer que había contemplado antes frente al altar,
ante los ojos de Dios, volvió a manifestárseme ahora en el mismo sitio,
mas esta vez pude verla desde el ombligo hacia abajo: del ombligo al
lugar donde se distingue la mujer, tenía numerosas manchas escamosas.
Allí mismo, había una cabeza
monstruosa y negrísima: ojos de fuego y orejas como las de un asno,
narices y boca igual que las de un león y enormes fauces abiertas en las
que rechinando, afilaba pavorosamente sus horribles colmillos acerados.
Pero desde donde se hallaba esa cabeza hasta sus rodillas era la imagen blanca y roja, como magullada por mucha golpiza; y desde
las rodillas hasta dos franjas blancas horizontales que tenía
inmediatamente por encima de sus talones estaba llena de sangre.
He aquí que esa cabeza monstruosa
se liberó de su lugar, en medio de un fragor tan inmenso, que todos los
miembros de la imagen de la mujer se sacudieron violentamente. Entonces una enorme masa de cuantioso estiércol se unió a la cabeza, que subió por ella como por un monte, tratando de alcanzar las alturas del cielo.
Mas he aquí que un golpe de trueno, restallando inesperado, fulminó con tal fuerza a la cabeza, que rodó monte abajo y rindió su espíritu a la muerte.
Repentinamente una niebla hedionda
cubrió al monte todo y envolvió la cabeza en una inmundicia tal, que los
pueblos que allí estaban se sobrecogieron llenos de indecible pánico;
esta niebla subsistió durante un tiempo alrededor del monte. Viéndola los hombres que cerca se hallaban, presa de terror, se decían unos a otros: ‘Ay,ay,
¿qué podrá ser esto? ¿ qué os parece que es? ¡Ay, desdichados de
nosotros! ¿Quién nos salvará? Pues no sabemos cómo hemos podido ser
engañados. ¡Oh! Señor Todopoderoso, ten piedad de nosotros. Rápido,
apresurémonos y volvamos, volvamos corriendo al testamento del
Evangelio de Cristo, ay, que hemos sido amargamente engañados, ¡ay, ay
de nosotros!’.
Y de pronto los pies de la imagen de la mujer se volvieron blancos, relumbrando esplendorosos, más que el fulgor del sol”[6].
Es importante tener en cuenta que en ningún momento la abadesa de Bingen intenta poner fecha
a los tiempos escatológicos (“Pero no corresponde que conozcáis lo que
acontecerá entonces, ni el tiempo ni el momento, como tampoco podéis
saber qué sucederá después de los siete días de una semana; sólo el
Padre, Quien también ha puesto todas estas cosas en Su poder, conoció
esto. Sobre los días de la semana, o sobre los tiempos de los tiempos
del mundo nada más has de saber, oh hombre”),[7]
ni identifica o asimila la figura del Anticristo a algún personaje
histórico concreto; el segundo es que, como acabamos de leer, el
Corruptor surge del seno mismo de la Iglesia, no es un personaje
extrínseco a ella: no es un antipapa ni un emperador germano, ni los
sarracenos. El tercer punto es que ofrece una descripción del
Anticristo absolutamente inusual en su tiempo –descripción de la que
están ausentes el Dragón y la Bestia de Apoc. 12-13, frecuente recurso de su época–, y tal vez en toda la Edad Media.
Sin embargo, da varios datos acerca de la doctrina del Anticristo:
“conquista para sí a mucha
gente, diciéndoles que realicen libremente sus deseos, que no se
mortifiquen demasiado con vigilias o con ayunos, proponiéndoles que amen
solamente a su dios –cosa que él simula ser– hasta que
liberados así del infierno lleguen a la vida. Por eso, de esta manera
engañados dicen: ‘¡Oh desdichados de aquéllos que vivieron antes de
estos tiempos, porque afligieron su vida con duros tormentos, ignorando
la compasión de nuestro dios!’ Pues él, confirmando su doctrina con
falsas señales, les muestra tesoros y riquezas y les permite
enriquecerse según sus deseos, de manera tal que ellos piensan que de
ningún modo les conviene mortificar sus cuerpos y castigarlos. Sin
embargo, les manda observar la circuncisión y el judaísmo, según las costumbres de los judíos, haciendo más leves –de acuerdo con la voluntad de ellos– los preceptos más duros de la Ley, que el Evangelio
convierte en gracia en virtud de la digna penitencia. Y dice: ‘Yo
borraré los pecados de quien se convierta a mí, y vivirá conmigo
eternamente.’ También rechaza el Bautismo y el Evangelio de Mi
Hijo, y se burla de todos los preceptos confiados a la Iglesia. Y
nuevamente, con diabólica irrisión, dice a quienes le sirven: ‘Ved quién
y cuán insensato ha sido el que a través de sus mentiras estableció
esta observancia para la gente sencilla.”[8]
Con una muy perversa manipulación del ser humano y del desorden de sus
apetencias –secuela del pecado original–, el Anticristo propone a
quienes lo escuchan una forma de vida que se ubica en las antípodas de
la doctrina de Cristo y de Su Iglesia: ahora será posible servir a Dios y a Mamón (el dinero, Mat. 6, 24), transitar por el camino ancho desechando el estrecho (Mat. 7, 13-14), vivir la condescendencia de un engañoso amor
que abandona al hombre a sí mismo y a ¿sus propias fuerzas?, en lugar
del amor exigente que lo urge a realizarse como lo que verdaderamente
es. En El libro de las obras divinas 3, 5, 30 aparece muy clara la seductora argumentación del Hijo de la Perdición sobre el tema:
“En realidad el Anticristo, poseído por
el diablo, cuando abra su boca para su perversa enseñanza destruirá todo
lo que Dios había establecido en la Ley Antigua y en la Nueva, y afirmará que el incesto, la fornicación, el adulterio y otros tales no son pecado”[9]
Ahora Cristo, Su Evangelio y Su Iglesia son una mentira necia y cruel, que en tanto mentira debe ser ignorada;
por consiguiente ha de volverse al judaísmo y su Ley, bien que
suavizada, ignorando aquello de “No he venido a abolir la Ley y los
profetas, sino a darles cumplimiento” (Mat. 5, 17), un cumplimiento que por la presencia del Espíritu da frutos de vida, y no obras muertas.
Vale tener en cuenta aquí que, aunque Fraboschi no lo señale, este “judaísmo” del que habla la santa, bien podría ser la carnalización de la religión, es decir, la mundanización de la Iglesia, del
mismo modo en que la Sinagoga del tiempo de Cristo esperaba un mesías
carnal que solucionase los problemas de Israel: la paz, la economía, la
fraternidad universal, etc. Y esto lo decimos nosotros, no su traductora
o la santa doctora alemana.
El Hijo de la Maldición tiene, en las
visiones de Hildegarda, un claro designio: arrastrar consigo a toda la
Humanidad, como nos narra:
“De pronto una niebla hedionda cubre
todo el monte envolviendo a esa cabeza en una inmundicia tal que las
gentes que se encuentran presentes son presas del más grande terror:
porque un hedor extremadamente asqueroso e infernal llenará todo el
lugar de la exaltación del Hijo de la Iniquidad, en el que aquel
depravado criminal hervía en medio de tanta inmundicia que por el justo
juicio de Dios no habrá en adelante memoria ni de su inicio ni de su
fin: pues aquellos pueblos, viendo su cadáver postrado en tierra, sin
voz e invadido por la putrefacción, conocerán que habían sido engañados.
la niebla permanece cerca del monte durante un breve tiempo:
ya que aquel hedor que envuelve la diabólica exaltación la muestra
asquerosa, para que los hombres que han sido seducidos por él se aparten
de su error y retornen a la Verdad al ver aquella pestilencia e
inmundicia. Viendo esto, las personas que están allí son agitadas por un inmenso temor:
un tremendo horror asalta a quienes ven estas cosas, de manera tal que
profieren lúgubres clamores y dolorosos lamentos, y dicen que muy
penosamente se apartaron de la verdad.”[10]
¿Habrá llegado el Anticristo? No lo sabemos, pero por los signos, estamos cerca.
La victoria final de Dios es segura, pero deberán pasar todas estas cosas.
Es como enunciaba el gran Rubén Darío[11]:
¿Qué hay de nuevo?… Tiembla la tierra.
En La Haya, incuba la guerra.
Los reyes han terror profundo.
Huele a podrido en todo el mundo.
…
Se cumplen ya las profecías
del viejo monje Malaquías.
En la iglesia el diablo se esconde.
Ha parido una monja… (¿En dónde?…)
…
La fe blanca se desvirtúa
y todo negro «continúa».
En alguna parte está listo
el palacio del Anticristo.
Se cambian comunicaciones
entre lesbianas y gitones.
Se anuncia que viene el Judío
Errante… ¿Hay algo más, Dios mío?…
***
Como decíamos más arriba, no es éste el
tipo de temas que acostumbramos tocar aquí; si lo hemos hecho ha sido
sólo para divulgar el pensamiento de esta santa doctora, que bastante
silenciada y desconocida está por parte de fieles e infieles, de dentro y
de fuera de la Iglesia.
¿Será por las visiones que tuvo?
Que no te la cuenten
P. Javier Olivera Ravasi, IVE
[1] Fraboschi, A. A. (2010). El Anticristo: dos miradas [en línea], Estudios de Historia de España, 12 (1). Disponible en:
http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/revistas/anticristo-dos-miradas-azucena-fraboschi.pdf
(Fecha de consulta: 24 de Agosto de 2014). Resumimos y extractamos aquí
dicho artículo; salvo aclaración expresa, el tema resulta ser
simplemente un resumen del mismo.
[2] En el Libro de las obras divinas,
puede verse la temática en la III parte, 5ª visión, cap. XXVIII a
XXXVII. Antes del cap. XXVIII retoma las imágenes de las bestias del Scivias y luego analiza el papel del Inicuo.
[3]
Los dibujos son inusitados para su época, audaces, y con ciertas
características muy definidas, como por ejemplo la división del espacio
en marcos con escenas que se relación entre sí y que en ocasiones
indican una continuidad en la acción; el dinamismo que trasuntan; la
permanente presencia de zonas luminosas –habitualmente “fuego
brillante”– y zonas oscuras –“fuego tenebroso”–; el rojo como color
predominante; el uso de la forma circular para indicar la presencia de
la divinidad, la actividad divina, la energía vital que anima al mundo
entero, y la forma rectangular con la que se refiere a lo ordenado y
estructurado.
[4]
El Norte aparece profetizado por Jeremías como el lugar desde donde el
Señor enviaría sobre el reino de Judá los pueblos que habían de sitiarla
–Babilonia–, en castigo de su idolatría y su perversión (Jer. 1, 14-15); en Ezequiel (38, 15) encontramos también la referencia al Aquilón en términos similares.
[5] “Le mal naîtra des vices non corrigés de l’Eglise.” (S. Gouguenheim, La Sibylle du Rhin. Hildegarde de Bingen, abbesse et prophétesse rhénane, Paris, Publications de la Sorbonne, 1996, p. 100).
[6] Hildegardis, Scivias,
III parte, visión XI, Ed. Adelgundis Führkötter O.S.B. collab. Angela
Carlevaris O.S.B., Turnhout, Brepols, 1978, (CCCM 43 y 43a), p. 577.
Seguimos aquí la traducción de la profesora María Delia Buisel.
[7] Ibídem, p. 588.
[8] Ibídem, p. 594.
[9] Hildegardis Bingensis, Liber Divinorum Operum. Cura et studio Albert Derolez et Peter Dronke. In: CCCM. Vol. 92, Turnhout, Brepols, 1996, pp. 451-452.
[10] Ibídem, p. 599.
[11] Rubén Darío, “Agencia”.