Misericordia y Justicia Divina. Las cosas en su lugar - Augusto TorchSon
La mística y Beata Catalina Emmerick, al
serle reveladas las circunstancias de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo en
el Huerto de Getsemaní, pudo ver como el redentor de la humanidad era rodeado
por demonios que representaban todos los pecados de todas las personas desde el
principio al final de los tiempos. Incluso podía ver Catalina sus propios
pecados.
Jesús atormentado por los innumerables crímenes de los hombres y su
ingratitud para con Dios, sintió terror como hombre ante los padecimientos de
la expiación, y pronunció las ya conocidas palabras: “Padre mío, si es posible,
aleja de Mí este caliz”, para luego agregar: “Hágase vuestra voluntad, no la
Mía”.
Jesús conocía nuestras traiciones y las tribulaciones
que iba a padecer su Santa Iglesia, y no obstante, sin desesperar, pero con
enormes sufrimientos, aceptó voluntariamente su destino. Hoy sin embargo,
nosotros mismos desconocemos nuestros dobleces, relativizamos nuestras
traiciones, nuestros vicios, nuestra falta de Caridad. Pareciera que por efecto
del nuevo concepto de misericordia que se pretende imponer; no importa el tipo
de pecados que se cometan, no tenemos que sentirnos apesadumbrados por los
mismos, sino más bien tenemos que considerarlos como parte de una manifestación
clara de “nuestra humanidad”. Y Cristo sabía y reconocía nuestros pecados, y de
hecho, sufría por los mismos siendo inocente, sin embargo nosotros,
difícilmente sentimos el dolor que deberíamos al cometerlos. Entendible resulta
esta situación si son los mismos sacerdotes y hasta las más altas jerarquías
eclesiásticas las que nos invitan a no ser “escrupulosos” hasta diciendo sin
una adecuada catequesis y ante una ignorante feligresía, que nuestro punto de
encuentro con Jesús es en el “pecado”, como torpemente señaló el obispo de de
Roma.
Vagamente recuerdo la última vez que un
sacerdote predicó en mi ciudad sobre las postrimerías, es decir, nuestros
destinos finales: muerte, juicio, infierno y gloria. Y si no tenemos en cuenta
que existe un infierno, y que si morimos con un solo pecado mortal sin confesar
debidamente, descenderemos inmediatamente a él según nos lo enseña nuestra fe,
¿cómo pretender que la gente pueda sentir el adecuado dolor por sus pecados y
recurrir a la gracia de Dios para enmendar el daño ocasionado?
Se
cuenta que el Padre Pio al confesarse lloraba amargamente, ante lo cual su
confesor trataba de reconfortarlo señalándole que sus pecados no revestían mayor
gravedad; sin embargo, el santo estigmatizado, con cabal conciencia de la plena
pureza, belleza y bondad de Dios, entendía la cuestión cualitativa con respecto
al ofendido y no con respecto a sus faltas.
Enseña el Catecismo que ante nuestros
pecados, hay dos formas de sentir dolor; la primera es el dolor imperfecto
llamado “atrición” o “contrición imperfecta”, por el cual,
por don de Dios, reconocemos la fealdad del pecado o sentimos temor por la
condenación eterna. Y dice el Catecismo: “Tal
conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que
culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo,
por sí misma la contrición imperfecta (o atrición) no alcanza el perdón de los
pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia”
(N°1451-1452). La segunda forma de dolor es perfecta y se llama “contrición”
por el cual el alma siente un dolor inmenso y detesta su pecado y esto
resulta
del amor a Dios por sobre todas las cosas, y conlleva el propósito firme
de confesarse y evitar el pecado en lo sucesivo. Lamentablemente hoy,
ante el
relajamiento de las costumbres y la laxitud moral que se promueve como
forma de
misericordia, ya no se puede pretender que la gente siquiera sienta el
dolor de
atrición. Esto sucede porque se relativiza la existencia del infierno, y
se consideran
como normales pecados mortales como la homosexualidad o el adulterio
(como el
que proviene de nuevas nupcias en divorciados). Y hoy observamos como
los religiosos que se atreven
a cuestionar los cambios a los mandatos divinos, son oportunamente
misericordeados, rebajándolos en sus cargos y responsabilidades a fin de
que no
molesten con cuestiones tan pasadas de moda como lo es el Magisterio de
la
Iglesia para estos modernos Judas.
Así vemos hoy como se abandona el uso del
término “sentido de la culpa” para
reemplazarlo por el psicologista “sentimiento
de culpa” que se nos invita a dejar atrás para no “torturarnos o ser masoquistas porque Cristo ya nos redimió”, según
plantean estos modernos sofistas. Y en este punto es dable recordar la
catequesis que el Papa Benedicto XVI dio a los desobedientes obispos alemanes
que contradijeron la formula de la Consagración que dice respecto a la Sangre
de Jesús que: “será derramada por vosotros y “por muchos” para el perdón de los
pecados” y los rebeldes reemplazaron el “por muchos” por la formula “por
todos”. En dicha oportunidad S.S. Benedicto explicó que la expresión “por todos” daría a entender que la
Redención de Jesucristo se extiende automáticamente a todos los hombres, sin
importar la cooperación humana. Y en éste punto debemos recordar las palabras
de San Agustín enseñándonos: “Dios que te creo sin ti, no te salvará sin
ti”.
Si por desidia dejamos convencernos por estos
lobos vestidos de ovejas y falsos pastores que nos invitan a un cristianismo
sin cruz y si no reconocemos y nos dolemos adecuadamente por nuestros pecados
y luchamos diariamente por alcanzar la perseverancia final; vana será nuestra pretensión de compartir el eterno
destino de Nuestro Salvador.
Si
la Misericordia de Dios no anula su Justicia, mucho menos la misericordia
bergogliana puede hacerlo, aunque tenemos que reconocer que tiene la inmensa y
mediática capacidad de amortiguar conciencias.
Augusto
TorchSon
Nacionalismo Católico San Juan Bautista