El Sable
Leopoldo Lugones
UNA PÁGINA ADMIRABLE
LUGONES
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Este
admirable artículo de Leopoldo Lugones,
el más grande de los escritores
argentinos, apareció el 4 de marzo de 1897, en el diario “El Tiempo”, que
dirigía Carlos Vega Belgrano, con motivo de la llegada al país del sable de San Martín, heredado por don
Juan Manuel de Rosas, conforme a la expresa voluntad testamentaria de aquel. El
Gobierno pretendió formar una Comisión de notables para recibir el sable del Libertador pero el
general de más alta graduación, Gelly y Obes, no quiso presidirla y así varios
otros… ¡El sable estaba infectado!
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Pues
bien, descubierto por uno de nuestros amigos “El Sable” fue publicado en la
edición de Azul y Blanco del 22 de marzo de 1960. Lo volvemos a reproducir
ahora –expresamente autorizados por Leopoldo Lugones (hijo)- con el mismo
propósito de difusión y el mismo espíritu de homenaje a su ilustre autor que
hace siete años perseguíamos. Dijimos
entonces, a modo de introducción que el hallazgo de esta pieza magistral
constituye para nosotros un precioso testimonio. Pues a diferencia de la
mayoría de sus críticos hemos creído en la unidad del pensamiento, mejor dicho,
de la actitud de Lugones, quien desde
sus días precoces de anarquista hasta su
reconsideración del catolicismo y de los principios tradicionales, fue un genio
nietzcheniano, sensible ala virtud y a la belleza, predispuesto a mirarse en el
limpio y hazañoso espejo de la caballería, reconociendo al héroe por su
semejante. En Lugones eran lo de menos las ideologías de la época, que cernidas
por su experiencia de la patria, se realizarían, al fin, en la formación
platónica y militante de sus ideas.
Dueño
y señor, ya de sus ideas, singulares y hermosas como esencias, Lugones penetró
en las fuentes oriundas de su canto, excavó las raíces perfectas de su prosa.
De esta suerte, volvió más entero , más fiel al punto de partida; significó
consigo, con lo suyo, la verdadera revolución argentina.
Este
trabajo, que data de sus tiempos literarios de anarquista, prueba, pues, que Lugones, como todos los grandes,
fue siempre fiel a sí mismo; lo contrario de un renegado. El Lugones de “El Sable” es el Lugones de “La Hora de la Espada”. Es el hombre de
una sola pieza. Es el hombre que nace, como Minerva, en cabeza de un mito y
en estado total. Es el hombre que vive
para ser lo que es y está seguro de su propia identidad. Porque las
metamorfosis representan el estado de las especies inferiores –la proeza del
gusano- negación de la divina y humana continuidad.
Al
ofrecer esta página de Lugones,
declaramos nuestra devoción sin cortapisas, sin límites, por el mayor de los
escritores argentinos, y arconte epónimo de la literatura nacional, cuya obra
espléndida y rotunda vale lo que un viaje de circunnavegación a la patria…
¡Pobre Lugones, tan nuestro, tan hijo del país, si viviera! ¡Y como su
tristísima muerte vino a anunciar la mar de plagas, las mil y una pestes que
ahora hacen noche con estos días!
M. S. S.
El Sable
ECLAIR DEVANT LES RANGS… (D’Espabés)
Y así pasaba el Sable,
como un relámpago entre las filas: y en el relámpago había una visión, y la
visión era un florecer de palmas. ¡Gran cosa esa guerra! A la espalda, los Andes. Los campos de Chile,
al frente. San Martín en medio.
Una decoración
imponente: bosques monstruosos, torrentes espumosos de correr como caballos;
abismos llenos de ecos, como inmensas campanas volcadas; sueños de vientos,
nubes, cerro, nieve, silencio. Algún cóndor.
De repente, un trueno
cercano, una llama: Chacabuco. Luego, más lejos, otro trueno, otra llama:
Maipo. La vieja cordillera oía, y si bien callaba, esto no quiere decir que
permaneciera indiferente. Aquello era un amanecer.
De improviso, por la
cuesta más agria, entre las mandíbulas del abismo, caminando por las sendas que conocen el peso de las nubes y en
las cuales suele desgarrarse el viento en quejas, caballos, granaderos, armas,
banderas: la Legión. La
libertad con ella, y Dios cerca.
Iban aquellos
tempestuosos caballeros en dura empresa de redimir y dispersar. Tratábase de
inaugurar naciones y de vestir pueblos desnudos; de vestirlos de laureles, que
es heroico vestir. Era un trabajo cósmico, un trabaje de fe y de acero. La fe
grande, porque los corazones eran firmes; los aceros herían hondo porque los
brazos eran fuertes.
Aquellos soldados
podían llamarse los ascetas de la libertad. De hambrientos que estaban se habían
vuelto inmensos; fenómeno común entre los esclavos que ya no quieren serlo.
Remendadas llevaban piel y blusa, pero la una y la otra se habían roto porque
no se rompió el acero del dueño. No sabían leer; empero, sabían deletrear el
poema de la tempestad. No tenían camisas, pero les sobraba sangre y entusiasmo
bajo la piel; y si no iban vestidos, iban dorados de gloria. No hablaban, sin
embargo habían oído de cerca la voz de las montañas. No poseían siquiera un
poeta; más, sí, negros vigorosos que soplaban formidables clarines y golpeaban
toscos tambores. No pensaban nada, no
obstante tenían sus caballos. Ni siquiera conocían su propio rumbo, pero para
ellos el horizonte concluía donde se levantaba el Sable. Aquel Sable era como
el sol, por donde pasaba se iban dispersando las gentes.
Y era entonces el
trajín de las batallas que habían de ganarse; de los aceros que necesitaban su
bautismo; de los corazones que daban,
allá adentro, como sordos galopes de caballos que llevaran también alas; de las banderas en que había pintados
soles, para que ni aún en los días obscuros anduviera sin sol aquella tropa; de
los ímpetus más apremiantes que espuelas; de las esperanzas brillando de
golpe y un tiempo, como cuando el cielo escampa a media noche y la vía
láctea arroja sobre el horizonte su enorme curva de cascada; de los corajes
extrahumanos que empujaban hacia la muerte a los guerreros, que iban con las
almas puestas en las espadas y los
corazones latiendo acordes con el galope de los caballos en aquel inmenso
trajín de esos que dejan un ruido largo por los caminos, cuando se ponen a
tratar los pueblos que el pensamiento de Dios inquieta en ciertas horas, un instinto
superior que provoca esos irresistibles éxodos bajo cuyo empuje se abren en dos
los mares y se conmueven los desiertos (mares de agua y mares de sombra;
desiertos de arena y desiertos de luz,
porque suele tratarse igualmente de ejércitos, de familias y de caravanas de
almas). Y era el Sable quien mandaba, y eran cosas de prodigios los que se veían
cuando el Sable mandaba, cosas de exterminio y de sangre, cosas de horror y de
luz, muertes, cargas, fugas,
esplendores, colores… y el Sable, siempre, rayando las fronteras de los pueblos
nuevos y esparciendo a los cuatro horizontes los saludables encantos de la Justicia. Aquel
Sable era como la tempestad: por donde
iba pasando tronaba.
Y vino después el
tiempo de los vicios tristes, y llegó la estación de encanecer, y las grandes
aves negras volvieron a ausentarse para sus pueblos de cumbres, y el Sable
volvió a entrar en su vaina y ya no se lo vio más…. hasta un día!
Segundo acto del
drama: Juan Manuel de Rosas.
Este hombre tan grande
y tan fuerte, vivió constantemente recibiendo rayos. Cuestión de altura . Sólo
que como las cosas del mundo físico suelen trocar su acción en el mundo moral,
las calumnias, las diatribas y lo apóstrofes de los pequeños contra los grandes,
hieren de abajo a arriba.
Es casi asunto de
iniciados llegar a convencerse, en este país, de la inmensa altura genial de
Rosas. Son veinte años de historia tachados cobardemente. Irrefutable muestra
de pequeñez moral. Las tres cuartas partes de los ciudadanos argentinos ignoran
todo lo que es realmente histórico de la Dictadura del General Rosas. La gente unitaria ha
seguido teniéndole miedo al hombre hasta después de muerto, y se ha dado el
elocuente casi de un cadáver dando miedo a la historia oficial de un pueblo.
Porque esta es la verdad: no han sido
los historiadores que se han callado, sino el cadáver que les ha
impuesto silencio.
De algún modo tenía,
la calumnias, que mostrar bajo su falsa piel leonina el hocico del chacal. Solo
se sabe que en aquella época se cortaban cabezas. Y bien; ¿qué? Se cortaban
cabezas porque era una guerra de cabeza contra cabeza. Y si yo hubiera que
optar imparcialmente entre aquella época de lucha ferozmente bravía y estos
tiempos de cobardía y de subasta en todo, me quedaría con la primera. Temple
moral tener el pueblo que mandaba el General Rosas cuando fue capaz de producir
Caseros. En cambio, el pueblo de hoy cree que para echar abajo las repugnantes
medianías que lo están robando, no le
queda mejor recurso que el soborno del ejército. ¡Siempre la subasta!
Y luego, ¡Qué extraña
y formidable carrera la de aquel hombre! De repente aparece en la escena con
los dos rayos azules de sus ojos. A su alrededor hay guerreros valerosos,
tribunos eximios, ciudadanos meritorios. Todo se plega ante él o viene abajo. Es cosa de un instante.
Repentinamente se ve que ya no queda más
que él, suprema injuria para los mediocres.
Dentro del concepto de
gobierno y con las modernas leyes científicas de la concurrencia vital, el
único gobernante lógico es el tirano. La idea de mando es absolutamente
autocrática: el que manda es siempre uno. El crimen del General Rosas consiste
en haber sido lógico ocupando solo todo el horizonte, porque era el más grande
de todos los hombres de su tiempo.
Hay que confesar que
la personalidad de Rosas no cabía en la vulgar y mediana blusa democrática, a
pesar de tener esta diez mil mangas, y el la hizo estallar magníficamente, Bajo
la enorme presión de su pecho dominador, saltaron los míseros broches del
convencionalismo legal. Entonces le advirtió la tempestad, le juzgó digno de su
esfuerzo, le vio grande entre las microscópicas envidias que hormigueaban bajo
su talón imperioso, y echó sobre él vientos, nubes y rayos.
Europa volvió a anudar
los cabos rotos de sus recolonizaciones fracasadas, y fue el moverse las
escuadras sobre los mares, y el agruparse los traidores sobre la tierra. ¡Brevemente!
Rosas alzó entonces su cabeza principalmente hermosa y soberbia, hizo pelear a
su pueblo batiéndose –ambidiestro
formidable- con un brazo contra la traición que ponía en venta la propia tierra
por envidia de él, y con el otro contra la invasión que venía a saquear en tierra extraña, echó a
la tempestad riendas de hierro que manejó con sus puños de gran gigante de
pueblos y de potros. Y por segunda vez se salvó la independencia de América.
Entonces el Sable,
aquel viejo Sable, se estremeció en su vaina como en los buenos días de las batallas por la libertad del
Continente lejano. El león sintió que sus canas eran todavía pelos viriles,
comprendió toda la grandeza del esfuerzo del Dictador, y dijo que en mejor mano
no podía caer la prenda heroica, y redactó su testamento partiendo la herencia
en dos: dejó su corazón a Buenos Aires y su sable a Juan Manuel de Rosas. Y no
tenía más que dejar. Hay motivos para creer que no amaba más el corazón que el Sable.
Este rasgo de
San
Martín es –entre los muy pocos geniales que tuvo- el más genial. No
cualquiera podía comprender a Rosas. Verdad
es que San Martín no debió ver en él al salvador de la independencia de
América. Pero ¿Se necesitaba más? Y bien; he aquí que traen como una
reliquia,
bajo el saludo de las banderas , la herencia que San Martín dejó a
Rosas. Jamás
soñara el Dictador mejor desagravio en su propia tierra; porque es
imposible
separar aquí los recuerdos. Por Rosas vuelven a tener los argentinos
el Sable del Libertador. Y no se puede valuar de la herencia heroica
sin recordar el
gran heredero, al hombre extraordinario que, a pesar de todo, no han
conseguido
manchar por completo las calumnias
mezquinas y los silencios cobardes de los que nunca pudieron perdonarle
el imperdonable crimen de haber sido más grande que ellos.
Yo, que escribo esto
ahora, asumiendo honradamente mis fueros de posteridad, debo una declaración
que conceptúo importante: dos de mis abuelos pelearon en las filas unitarias.
Uno venciendo al Gran Bárbaro, empresario de hazañas de leyenda, en La Tablada y Oncativo, donde
fue el afirmarse de las infanterías como sobre un manchón de piedra cada
infante, y el cargar de las caballerías
rajando la tierra a golpes de patas de caballos los jinetes, con los brazos
arremangados y tan pegados a ellos las lanzas, que parecían retoños de árboles
en aquel choque de una tormenta brava
contra una montaña serena. Otro vencido en El Tala, donde fue el desbandarse la
gentes de Lamadrid - aquel guerrero de piel tan agujereada que no se sabía como
no se le había ido ya por las brechas las brisas de fuego que tenía por alma-
bajo una nube de boleadoras, con las lanzas a la rastra para salvar los ataques
de los brutos, doblaba la espalda bajo el fantástico galope de la persecución,
que venía desatando alaridos y desplegando los colorados chiripaes como llamas
pegadas a los flacos de los caballos, en un tumulto visionario, que era como un
naufragio en un relámpago.
Ahora bien: en
presencia de esa Sable que la nación de los argentinos no puede recibir hoy
dignamente, porque está muy escasa de laureles, cabe un parangón entre época y
época. Cabe preguntar que vale más: Si aquellos años de guerra abierta cruel,
pero varonil o los presentes de asfixia moral, de lepra sorda, de cobardías y
de sensualismo de camastro. Es el momento de decidirse entre la hemorragia y el
flujo secreto. Y hay que confesar, sobre todo, que si hemos conseguido un
confortable tejido adiposo nos hemos empequeñecido de corazón. La ganzúa ha
vencido al puñal. Ya nadie quiere mandar; empero todos desean hartarse.
Economía de rayos para las nubes. Canto de miasmas para el sumidero.
Compensación. ¿Qué nos favorece más?
¡Oh!, los sables
libertadores son útiles santos. Pero el sable es como dos islas están sosteniendo ahora el honor de la
humanidad. Los sables nunca tienen la culpa de los males de los pueblos; las
culpables son las manos.
Ante la gloria de los
héroes… he recordado ante ese Sable que llega la Independencia
Americana, necesaria a la economía del globo como un pulmón
aunque esté manchado por la infamia republicana y la estupidez democrática. He
vengado la Historia
de la conjuración de mil triunfantes envidias, pequeñas pero numerosas, como
viruelas; y he resuelto recordar a los militares (no me atrevo a decir guerreros)
de esta Nación crucificada en el caballete de una pizarra de Bolsa que entre
los afeminados ciudadanos de Itaca no se encontró uno capaz de manejar el arco
legendario del guerrero ausente.
Por fortuna, el sable
va a ser puesto en el Museo; es lo mejor, desde que ya no existen ni el
Libertador Don José de San Martín ni el Tirano Don Juan Manuel de Rosas.+
Comentario nacionalista: ante este estupendo tratado de Historia argentina me avergüenzo de la osadía de escribir unas palabras; debería solo callar y llorar por la maldad liberal y la Patria perdida. Eso si, tuve un sueño imposible,: que en épocas gloriosas se decretaba el Día Nacional del Sable y que en las escuela leían estas páginas de Lugones para que los niños y los maestros anhelen la grandeza perdida de la Patria. (febrero 2015).