LA INFESTACIÓN DEMOCRÁTICA DE LA IGLESIA
De las múltiples lacras que nos hereda la modernidad, de la viscosa
colección de conceptos sedimentados por largos dos siglos para imponer
una nueva percepción de las cosas, hay una dotada de suficiente
ambigüedad como para ser invocada en multitud de situaciones, y que hace
rato logró sentar sus reales en la Iglesia. Bien pronto la democracia -tal
el talismán verbal- pasó de proponerse como una quizás plausible forma
de gobierno a la única válida, y de allí a un dogma que trasciende con
holgura las cuestiones de la representatividad y la participación
política (que son las muy lícitas cuestiones que inicialmente invocan
sus propugnadores, aunque entendidas con retorcimiento) para
ofrecerse como un estilo de vida y aun algo más: como escudo y como
proyectil dialéctico, como supercategoría intangible, como oriente
criteriológico y fundamento granítico de cualquier disputa acerca de la
res pública.
En un mundo de opiniones y de discusiones, ésta se cuenta
entre las poquísimas nociones sobre las que no lice discutir. Con razón
decía Gómez Dávila que la democracia «sería una inocentada si no fuese
el disfraz de una blasfemia».
Execrada ya de antiguo por el magro saldo que dejó a los atenienses, hizo falta una catástrofe histórica, un avance aluvional de lo peor del hombre merced a la Revolución para hacerla sortear el abismo de los siglos y recobrarla. No hará falta insistir en el paralelismo sofística-Ilustración para reconocer las condiciones de factibilidad de un tal régimen, el clima cultural que le es más propicio. Ni en el carácter exculpatorio de que se ha dotado al nombre "democracia", nimbándolo primero a golpe de propaganda para luego encubrir con él la efectiva leviatanización del devenir político de los pueblos. Por último, al presentarla como inexorable, se la conjugó con el fatalismo evolucionista, ofreciéndoles a nuestros contemporáneos un veneno en calculadas dosis y combinaciones, suficiente para cegarlos en orden a lo que realmente importa y al motivo último por el que se atraviesa el valle de esta vida.
Si sólo nos atuviéramos a la definición clásica del término democracia tal como nos la ofrece Aristóteles (Pol., 1279), es decir, ceñida a su significación política y sin la recarga semántica que sufre en los tiempos modernos, la veríamos como a una de las tres formas corrompidas de gobierno, coincidentes éstas en el desprecio del bien común a trueque del bien particular («la tiranía es una monarquía que mira al interés del monarca; la oligarquía, al de los bien situados en la vida; la democracia, al de los pobres». Dicho sea de paso, aquí se encuadra al dedillo la trajinada "opción preferencial por los pobres", común a Judas y al tercermundismo). Se trata, pues, de la exaltación de la parte en detrimento del todo social, una forma difusiva de hybris de connotaciones suficientemente vastas como para destruir la concordia civil. De allí que a la democracia le sea connatural la puja de partidos. Si la experiencia histórica demuestra que la ruina de las repúblicas está muy a menudo asociada a la contienda de facciones (patricios y plebeyos en la antigua Roma; güelfos y gibelinos en las ciudades itálicas de los siglos XII-XIII, luego complicada por la subdivisión en güelfos blancos y negros, etc.), la democracia moderna sistematiza estas reyertas, legalizando los partidos y organizando sus periódicas luchas. Se puede decir que, allí donde no hubiere mayores conflictos, la democracia los promueve artificialmente: hoc opus, hic labor. De hecho la lucha de clases, fogoneada por el marxismo, no había sido teorizada antes de que la burguesía cristalizara su cosmovisión en el régimen que le era más afín.
Consecuencia de esto es la indeterminación, el movilismo, el espíritu de
disputa, la quiebra del principio de autoridad, la confusión, todo ese
lastre demasiado conocido en nuestros días como para detenernos en su
penosa descripción. Pero el meollo nunca explicitado del concepto
moderno de democracia, reacio a limitarse a la esfera de la sola
política, es el del culto sacrílego del hombre, novedad inaudita que
viene a confirmar la paulina profecía de la entronización del adversario
de Dios que se hace pasar a sí mismo por Dios (II Tess 2,4). [Novedad
inaudita, decimos, porque ni siquiera el abominable culto del
hombre-Emperador, en Roma, puede comparársele. Éste, en efecto, fue
instrumentado para garantizar un mínimo de unidad religiosa -y con ello
de cohesión social- en un imperio abierto a todos los cultos. No se
pedía, en este caso, el asentimiento de la conciencia, sino apenas
alguna exigua acción cultual; en el moderno culto del hombre en abstracto -que, en concreto, supone el culto del propio yo, la divinización de la superbia vitae- la conciencia resulta informada incansablemente por la mole de sofismas que soportan idealmente el inicuo culto.] Infame
culmen aquel narrado por san Pablo, cuyo éxito dependerá de la
pertinacia publicística, pues lo que se busca es repetir a escala
orbital y simultánea lo que en aquella ocasión en Jerusalén ante el
pretorio, cuando la muchedumbre rechazó al Redentor por un bandido.
Pues bien: la máquina de la publicidad (que, conocidos los resortes psíquicos a abordar, cifra su suceso en la lisonja del vulgo) logró instalar toda suerte de premisas falsas para crear la ilusión de un orden en el caos y conducir a los hombres hacia ese fatal término de la apostasía y el desafío humano cara a Dios. Y la democracia, que antiguamente comportaba una desviación política y hoy día le agrega una antropología falaz y una tenebrosa concepción del mundo, se convierte en uno de los privilegiados arietes para alcanzar ese fin desastrado que añoran las voluntades protervas.
Para un cristiano no habría sino observar con pena y con horror este desenvolvimiento de yerros, esta caída interminable en ese abismo que san Agustín llamó civitas diaboli, consumación atroz de todo cuanto la civitas hominis representa de planificada y consecuente oposición a la gracia. Pero he aquí que lo terrible es ver crecientemente imitado el trazado urbano y la arquitectura de la ciudad maldita en aquella otra que debiera consumarse en la Jerusalem celeste. Roma devenida Babilonia, con mucha mayor semejanza que como la vio Pedro (I Pe 5, 13); Roma calcada en los planos de Sodoma.
Desde la Auctorem fidei (1794) de Pío VI, en que aquel pontífice debió arrostrar, muy en consonancia con el contemporáneo clima trasalpino, las bravatas democratizantes del Sínodo de Pistoya (que pretendía que la potestad del ministerio era comunicada por los fieles a los pastores por delegación) hasta la actualidad, la bastarda prole de Robespierre se esmeró en torcerle el rumbo a la la nave de Pedro, a menudo infiltrándose entre la tripulación, o atontando con sugestiones, con promesas y amenazas a quienes compete regular la marcha entre las olas. Y ni siquiera los papas del bisecular período se han visto libres de tropiezos, como ponderadamente lo demuestra Antonio Caponnetto en el primero de los dos tomos de La democracia: un debate pendiente (Katejon, Bs. As. 2014), en que el autor, tomando ocasión de una polémica con Héctor Hernández, despliega en uno de los capítulos una detallada muestra de la enseñanza que, desde Pío Nono hasta Pío XII, cuestiona y aun condena esa política de partidos «cuyas luchas fueron y serán para muchos pueblos una calamidad mayor que la guerra misma, que el hambre y la peste» (en palabras del papa Pacelli), lo que no impidió que varios de estos preclaros pontífices fallaran con graves consecuencias en el plano de la prudencia política, como en el desdichado Ralliement de León XIII, por el que le venía acordada legitimidad a la República Francesa nacida de la Revolución, o en la condena de la Acción Francesa por Pío XI, o en el llamado compulsivo a votar por la Democracia Cristiana en las elecciones italianas de 1948 para detener el posible triunfo comunista, maniobra impulsada ardientemente por Pío XII al punto de sacar a las monjas de su clausura y de disfrazar a los curas de paisanos para que echaran su voto a un partido que pronto mostraría su funesto rostro. [Como nota excepcional que empaña algo más que las conductas y las decisiones prácticas, colándose hasta el magisterio ordinario, Romano Amerio trae en su Iota Unum sendos discursos de Pío VII y de Pío XII: del primero -no aún Papa, sino en tanto obispo de Imola, en la Navidad de 1798-, declarando que "la forma de gobierno democrático adoptada entre nosotros no está en oposición con las máximas del Evangelio; al contrario, ésta exige todas las virtudes sublimes que no se aprenden sino en la escuela de Jesucristo" (¡¡!!), y del segundo en el mensaje de Navidad de 1944, en que la democracia era asumida nada menos que como "condición para la paz de los pueblos, para la restauración de la autoridad y para el respeto de la imagen divina en el hombre".]
Bastaban aquellos actos defectuosos que no estas impropias palabras para que a la Ostpolitik mediara un paso. Y a la enseñanza difusa por los obispos y los papas sucesivos, cada vez más aquiescentes, desde el giro antropocéntrico del último Concilio, a las veleidades sufragistas, al constitucionalismo moderno y al mito de la "soberanía popular". Afortunadamente, como bien lo reporta Caponnetto en este reciente trabajo, no faltó en la Iglesia el magisterio límpido de aquellos maestros que se encargaron de poner las cosas en su sitio en medio del naufragio: así, entre nosotros, el padre Julio Meinvielle enseñaba sin rodeos que la opción política por la democracia conduce a la «satanocracia», y Jordán Bruno Genta se servía indicar cómo «la estupidez humana ha llegado hasta en los cristianos a la idea de la inmaculada concepción del pueblo. Aislados somos pecadores; juntos, sobre todo votando, somos inmaculados». Y en tratando del plebiscito democrático y libre convocado por Pilatos, recuerda que «la multitud lo eligió a Barrabás como lo elige a Perón: es claro como la luz del día». Porque «el acto electoral es un vómito, es el perro de la Escritura que vuelve al vómito [...] Y al soberano popular, a ese monstruo, la expresión acabada de la servidumbre de las pasiones y de los apetitos del voto de esas multitudes [...] si pusieran a un caballo de candidato, lo votan al caballo, no tengan duda».
Consumadas las acostumbradas loas a la democracia de parte de las Conferencias Episcopales, el paso que faltaba dar era hacia el interior de la Iglesia: no ya en su constitución, que ya se ha dado bastante avanzadamente con esa especie de poliarquía aviada con la creación de nuevos órganos de gobierno a instancias del Vaticano II (y profundizada dramáticamente con la novísima figura del "Papa emérito" y la convocatoria a un Consejo de cardenales para la reforma de la Curia romana), sino democratizando lo de más sagrado que cumple custodiar: la doctrina y los sacramentos.
Se sabe que el igualitarismo consagrado por la revolución democrática no se basta con la mera igualdad de los hombres ante la ley, o con la proclamación de una dignidad común a todos los individuos del género humano -que éstos son principios incuestionables para el pensamiento tradicional-, sino con la equiparación del vicio y la virtud, con la confusión y la indistinción caótica de todas las cosas. Misma corruptora deriva cabe para los promiscuos fetiches de la libertad y la fraternidad, pues la Revolución interpreta las palabras preexistentes con arreglo a un vasto plan de demolición. Para el caso acuciante de la praxis de la Iglesia, sometida a explícita agenda democratizante, The Remnant sintetiza (al tratar de la evidente dirección del pontificado de Bergoglio, con el amplio debate parlamentario -con periodistas invitados- movido en torno a la revisión de la ley divina), que «si la propuesta de Francisco [de conceder la comunión a los re-casados] es aceptada, tendrá consecuencias de alcance mucho mayor que cualquier otra manipulación post-conciliar, como la comunión en la mano o las monaguillas. Se sacudirán de un solo golpe los verdaderos pilares de la fe: la Eucaristía y el sacerdocio. La Eucaristía, cuya presencia se ha conservado a duras penas en la Nueva Misa, será profanada sistemáticamente. Y aquellos por quienes se obrará la profanación serán los mismos sacerdotes, que serán sancionados si se oponen, [al cabo de lo cual] sólo aquellos que hayan demostrado su voluntad de profanar la Santa Eucaristía serán declarados idóneos para el seminario». Esto está sucediendo de hecho, con un pontífice que ya en sus años de arzobispo porteño instaba a sus sacerdotes a conceder la comunión con la más democrática largueza, al tuntún, en ruidosas Misas al aire libre, y que repitió el experimento en las JMJ de Río con vasitos de plástico a modo de copones, y luego en Manila, con las hostias consagradas corriendo de mano en mano. Falta sólo la oficialización del desmadre.
Agudo estuvo Castellani en suponer, en su exégesis del Apocalipsis (libro que será siempre de consulta obligada cuando se quiera conocer las últimas noticias) que el nombre de la última de las Iglesias exhortadas por el ángel -correspondientes a sucesivas épocas en la historia de la Iglesia-, la Iglesia de Laodicea (de λαος, «pueblo», y δικη, «justicia» o «juicio») podía significar la Iglesia del «Juicio de las naciones» o «Juicio Final», como también del «dictamen acordado al pueblo», insinuándose así en el texto sacro la marea democrática que envolvería a la Iglesia en sus postrimerías. La imprecación que el Señor dirige a esta Iglesia, huelga recordarlo, se cuenta entre las más terribles que consten en la Escritura.
Execrada ya de antiguo por el magro saldo que dejó a los atenienses, hizo falta una catástrofe histórica, un avance aluvional de lo peor del hombre merced a la Revolución para hacerla sortear el abismo de los siglos y recobrarla. No hará falta insistir en el paralelismo sofística-Ilustración para reconocer las condiciones de factibilidad de un tal régimen, el clima cultural que le es más propicio. Ni en el carácter exculpatorio de que se ha dotado al nombre "democracia", nimbándolo primero a golpe de propaganda para luego encubrir con él la efectiva leviatanización del devenir político de los pueblos. Por último, al presentarla como inexorable, se la conjugó con el fatalismo evolucionista, ofreciéndoles a nuestros contemporáneos un veneno en calculadas dosis y combinaciones, suficiente para cegarlos en orden a lo que realmente importa y al motivo último por el que se atraviesa el valle de esta vida.
Si sólo nos atuviéramos a la definición clásica del término democracia tal como nos la ofrece Aristóteles (Pol., 1279), es decir, ceñida a su significación política y sin la recarga semántica que sufre en los tiempos modernos, la veríamos como a una de las tres formas corrompidas de gobierno, coincidentes éstas en el desprecio del bien común a trueque del bien particular («la tiranía es una monarquía que mira al interés del monarca; la oligarquía, al de los bien situados en la vida; la democracia, al de los pobres». Dicho sea de paso, aquí se encuadra al dedillo la trajinada "opción preferencial por los pobres", común a Judas y al tercermundismo). Se trata, pues, de la exaltación de la parte en detrimento del todo social, una forma difusiva de hybris de connotaciones suficientemente vastas como para destruir la concordia civil. De allí que a la democracia le sea connatural la puja de partidos. Si la experiencia histórica demuestra que la ruina de las repúblicas está muy a menudo asociada a la contienda de facciones (patricios y plebeyos en la antigua Roma; güelfos y gibelinos en las ciudades itálicas de los siglos XII-XIII, luego complicada por la subdivisión en güelfos blancos y negros, etc.), la democracia moderna sistematiza estas reyertas, legalizando los partidos y organizando sus periódicas luchas. Se puede decir que, allí donde no hubiere mayores conflictos, la democracia los promueve artificialmente: hoc opus, hic labor. De hecho la lucha de clases, fogoneada por el marxismo, no había sido teorizada antes de que la burguesía cristalizara su cosmovisión en el régimen que le era más afín.
El caos retratado en las obras de El Bosco |
Pues bien: la máquina de la publicidad (que, conocidos los resortes psíquicos a abordar, cifra su suceso en la lisonja del vulgo) logró instalar toda suerte de premisas falsas para crear la ilusión de un orden en el caos y conducir a los hombres hacia ese fatal término de la apostasía y el desafío humano cara a Dios. Y la democracia, que antiguamente comportaba una desviación política y hoy día le agrega una antropología falaz y una tenebrosa concepción del mundo, se convierte en uno de los privilegiados arietes para alcanzar ese fin desastrado que añoran las voluntades protervas.
Para un cristiano no habría sino observar con pena y con horror este desenvolvimiento de yerros, esta caída interminable en ese abismo que san Agustín llamó civitas diaboli, consumación atroz de todo cuanto la civitas hominis representa de planificada y consecuente oposición a la gracia. Pero he aquí que lo terrible es ver crecientemente imitado el trazado urbano y la arquitectura de la ciudad maldita en aquella otra que debiera consumarse en la Jerusalem celeste. Roma devenida Babilonia, con mucha mayor semejanza que como la vio Pedro (I Pe 5, 13); Roma calcada en los planos de Sodoma.
Desde la Auctorem fidei (1794) de Pío VI, en que aquel pontífice debió arrostrar, muy en consonancia con el contemporáneo clima trasalpino, las bravatas democratizantes del Sínodo de Pistoya (que pretendía que la potestad del ministerio era comunicada por los fieles a los pastores por delegación) hasta la actualidad, la bastarda prole de Robespierre se esmeró en torcerle el rumbo a la la nave de Pedro, a menudo infiltrándose entre la tripulación, o atontando con sugestiones, con promesas y amenazas a quienes compete regular la marcha entre las olas. Y ni siquiera los papas del bisecular período se han visto libres de tropiezos, como ponderadamente lo demuestra Antonio Caponnetto en el primero de los dos tomos de La democracia: un debate pendiente (Katejon, Bs. As. 2014), en que el autor, tomando ocasión de una polémica con Héctor Hernández, despliega en uno de los capítulos una detallada muestra de la enseñanza que, desde Pío Nono hasta Pío XII, cuestiona y aun condena esa política de partidos «cuyas luchas fueron y serán para muchos pueblos una calamidad mayor que la guerra misma, que el hambre y la peste» (en palabras del papa Pacelli), lo que no impidió que varios de estos preclaros pontífices fallaran con graves consecuencias en el plano de la prudencia política, como en el desdichado Ralliement de León XIII, por el que le venía acordada legitimidad a la República Francesa nacida de la Revolución, o en la condena de la Acción Francesa por Pío XI, o en el llamado compulsivo a votar por la Democracia Cristiana en las elecciones italianas de 1948 para detener el posible triunfo comunista, maniobra impulsada ardientemente por Pío XII al punto de sacar a las monjas de su clausura y de disfrazar a los curas de paisanos para que echaran su voto a un partido que pronto mostraría su funesto rostro. [Como nota excepcional que empaña algo más que las conductas y las decisiones prácticas, colándose hasta el magisterio ordinario, Romano Amerio trae en su Iota Unum sendos discursos de Pío VII y de Pío XII: del primero -no aún Papa, sino en tanto obispo de Imola, en la Navidad de 1798-, declarando que "la forma de gobierno democrático adoptada entre nosotros no está en oposición con las máximas del Evangelio; al contrario, ésta exige todas las virtudes sublimes que no se aprenden sino en la escuela de Jesucristo" (¡¡!!), y del segundo en el mensaje de Navidad de 1944, en que la democracia era asumida nada menos que como "condición para la paz de los pueblos, para la restauración de la autoridad y para el respeto de la imagen divina en el hombre".]
Bastaban aquellos actos defectuosos que no estas impropias palabras para que a la Ostpolitik mediara un paso. Y a la enseñanza difusa por los obispos y los papas sucesivos, cada vez más aquiescentes, desde el giro antropocéntrico del último Concilio, a las veleidades sufragistas, al constitucionalismo moderno y al mito de la "soberanía popular". Afortunadamente, como bien lo reporta Caponnetto en este reciente trabajo, no faltó en la Iglesia el magisterio límpido de aquellos maestros que se encargaron de poner las cosas en su sitio en medio del naufragio: así, entre nosotros, el padre Julio Meinvielle enseñaba sin rodeos que la opción política por la democracia conduce a la «satanocracia», y Jordán Bruno Genta se servía indicar cómo «la estupidez humana ha llegado hasta en los cristianos a la idea de la inmaculada concepción del pueblo. Aislados somos pecadores; juntos, sobre todo votando, somos inmaculados». Y en tratando del plebiscito democrático y libre convocado por Pilatos, recuerda que «la multitud lo eligió a Barrabás como lo elige a Perón: es claro como la luz del día». Porque «el acto electoral es un vómito, es el perro de la Escritura que vuelve al vómito [...] Y al soberano popular, a ese monstruo, la expresión acabada de la servidumbre de las pasiones y de los apetitos del voto de esas multitudes [...] si pusieran a un caballo de candidato, lo votan al caballo, no tengan duda».
Consumadas las acostumbradas loas a la democracia de parte de las Conferencias Episcopales, el paso que faltaba dar era hacia el interior de la Iglesia: no ya en su constitución, que ya se ha dado bastante avanzadamente con esa especie de poliarquía aviada con la creación de nuevos órganos de gobierno a instancias del Vaticano II (y profundizada dramáticamente con la novísima figura del "Papa emérito" y la convocatoria a un Consejo de cardenales para la reforma de la Curia romana), sino democratizando lo de más sagrado que cumple custodiar: la doctrina y los sacramentos.
Se sabe que el igualitarismo consagrado por la revolución democrática no se basta con la mera igualdad de los hombres ante la ley, o con la proclamación de una dignidad común a todos los individuos del género humano -que éstos son principios incuestionables para el pensamiento tradicional-, sino con la equiparación del vicio y la virtud, con la confusión y la indistinción caótica de todas las cosas. Misma corruptora deriva cabe para los promiscuos fetiches de la libertad y la fraternidad, pues la Revolución interpreta las palabras preexistentes con arreglo a un vasto plan de demolición. Para el caso acuciante de la praxis de la Iglesia, sometida a explícita agenda democratizante, The Remnant sintetiza (al tratar de la evidente dirección del pontificado de Bergoglio, con el amplio debate parlamentario -con periodistas invitados- movido en torno a la revisión de la ley divina), que «si la propuesta de Francisco [de conceder la comunión a los re-casados] es aceptada, tendrá consecuencias de alcance mucho mayor que cualquier otra manipulación post-conciliar, como la comunión en la mano o las monaguillas. Se sacudirán de un solo golpe los verdaderos pilares de la fe: la Eucaristía y el sacerdocio. La Eucaristía, cuya presencia se ha conservado a duras penas en la Nueva Misa, será profanada sistemáticamente. Y aquellos por quienes se obrará la profanación serán los mismos sacerdotes, que serán sancionados si se oponen, [al cabo de lo cual] sólo aquellos que hayan demostrado su voluntad de profanar la Santa Eucaristía serán declarados idóneos para el seminario». Esto está sucediendo de hecho, con un pontífice que ya en sus años de arzobispo porteño instaba a sus sacerdotes a conceder la comunión con la más democrática largueza, al tuntún, en ruidosas Misas al aire libre, y que repitió el experimento en las JMJ de Río con vasitos de plástico a modo de copones, y luego en Manila, con las hostias consagradas corriendo de mano en mano. Falta sólo la oficialización del desmadre.
Agudo estuvo Castellani en suponer, en su exégesis del Apocalipsis (libro que será siempre de consulta obligada cuando se quiera conocer las últimas noticias) que el nombre de la última de las Iglesias exhortadas por el ángel -correspondientes a sucesivas épocas en la historia de la Iglesia-, la Iglesia de Laodicea (de λαος, «pueblo», y δικη, «justicia» o «juicio») podía significar la Iglesia del «Juicio de las naciones» o «Juicio Final», como también del «dictamen acordado al pueblo», insinuándose así en el texto sacro la marea democrática que envolvería a la Iglesia en sus postrimerías. La imprecación que el Señor dirige a esta Iglesia, huelga recordarlo, se cuenta entre las más terribles que consten en la Escritura.