ISIS Y EL SUICIDIO DE OCCIDENTE
De la decadencia al suicidio de Occidente, es decir, del
diagnóstico de Spengler al de Solzhenitsyn debieron correr unas pocas
décadas y unas cuantas comprobaciones del agravarse el cuadro. Lo que ni
el más sombrío de los pronósticos iba a prever es que el suicidio de
Occidente ocurriría no por mano propia, sino -con el mayor de los
cinismos- armando sicarios de ajena estirpe para tal fin. Poniéndole a
Mustafá la cuchilla del carnicero entre las manos para luego ofrecerle
la propia yugular, la de los propios hijos y aun la de los ancestros, si
fuese posible revivirlos.
Así, y confirmando todos los rumores, por estos días se difundió la noticia del derribo, por parte de las fuerzas de defensa iraquíes, de dos aviones británicos que ministraban armas a terroristas. Esto de alimentar al ISIS
será una táctica de sutilísimo maquiavelismo para mantener el caos en
Medio Oriente a los fines de asegurar el negocio petrolero, según dicen
diversos entendidos, presunción apuntalada por la experiencia de la
inescrupulosidad que permea la política exterior de EEUU y la OTAN.
Pero huelga notar, sin merma de aquello, que se trata de una pirueta de
extremo riesgo, una apuesta de esas que, debido al margen de
imprevisibilidad de sus consecuencias (no siempre mansamente reductibles
a coordenadas económicas) asimilan al tahúr con el suicida.
Solzhenitsyn acertó al señalar al declive del coraje como el principal
de los síntomas de esa muerte anunciada del semimundo occidental: «tal
descenso de la valentía se nota particularmente en las élites
gobernantes e intelectuales y causa una impresión de cobardía en toda la
sociedad [...] Burócratas, políticos e intelectuales muestran esta
depresión, esta pasividad y esta perplejidad en sus acciones, en sus
declaraciones y más aún en sus auto-justificaciones tendientes a
demostrar cuán realista, razonable, inteligente y hasta moralmente
justificable resulta fundamentar políticas de Estado sobre la debilidad y
la cobardía. Y este declive de la valentía es acentuado irónicamente
por las explosiones ocasionales de cólera e inflexibilidad de parte de
los mismos funcionarios cuando tienen que tratar con gobiernos débiles,
con países que carecen de respaldo, o con corrientes desacreditadas,
claramente incapaces de ofrecer resistencia alguna. Pero quedan mudos y
paralizados cuando tienen que vérselas con gobiernos poderosos y fuerzas
amenazadoras, con agresores y con terroristas internacionales». Es la
huella que dejan en el ánimo dos siglos de liberalismo. Al ruso le
faltó, con todo, aplicarle el sayo a la dirigencia vaticana, de
fondillos no menos tiznados ante el peligro que los del peor de los
politicastros de estas postrimerías. Ya por tercera o cuarta vez desde
que se desató la crisis con estos sanguinarios se escuchó, al par del
Tíber, la balada irenista de rigor: ahora fue el Secretario de Estado,
cardenal Pietro Parolin, quien no encontró mejores paroline (palabritas) que las de «apoyar la intervención en Libia, pero bajo el paraguas de la ONU». Está claro que no son éstos tiempos de Cruzadas.
Los de ISIS reconocen la
defección de los nuestros y se embravecen aún más, como demonios. No
saciados de sangre, movidos por esa imbécil iconoclasia fomentada por el
Corán, que los hizo un pueblo incapaz de auténticas realizaciones
culturales, ahora la emprenden con el patrimonio escultórico de la
civilización sumeria. Obra demoníaca si las hay: a la aniquilación del
hombre por degüellos masivos y televisados le agregan la aniquilación de
todo rastro suyo, de la historia, de aquello que el tiempo arrollador e
inapelable había dejado respetuosamente en pie.