LAS PENAS DEL INFIERNO SON ETERNAS
«Vivís en la crápula y os olvidáis de alimentar el alma con los dogmas y la doctrina»1. Estas palabras de San Basilio reflejan el estado actual de toda la Iglesia: jerarquía y fieles. La gran mayoría vive en la crápula,
en la depravación, en el libertinaje de la vida. Son hombres que llevan
una vida de vicio y de inmoralidad. Hay que olvidarse de ellos porque
son muerte: invitan, aconsejan, llevan a la muerte espiritual del alma. Quien vive en el vicio de su pecado, vive sin alimentar su alma de la verdad objetiva: el dogma, la regla de la fe, la norma de moralidad, la doctrina infalible de Cristo y de Su Iglesia.
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Y
si esa persona está como cabeza de la Iglesia – es Jerarquía –
entonces el daño es irreversible para las almas. Vive en su vicio, en la
obra de su pecado, y hace que los demás vivan en sus pecados, en la
vida de extravagancia que sus errores traen consigo.
Hoy las almas hacen más caso de lo que el mundo publica que de la fe que deberían profesar: «Según Francisco, en el DNA de la Iglesia de Cristo, no existe un castigo para siempre, sin retorno, inapelable» (ver)
La
Iglesia ha vivido siempre de un credo: el credo de la fe. Aquel que
quiera cambiar este credo, cambia toda la Iglesia. La Eucaristía dejará
de existir porque los hombres impondrán su credo en la Iglesia. Y allí donde no hay fe, no hay Eucaristía.
Pero
muchos católicos ya no saben -ni siquiera- lo que es la fe católica.
Viven en su fe humana, científica, histórica, natural, carnal, material,
técnica…Pero no poseen la fe divina en el corazón.
Si
el corazón no posee el don de Dios, -la fe-, el alma nunca puede estar
en la Verdad. La inteligencia de los hombres se pierde sólo por su falta
de fe, es decir, porque los hombres cierran sus corazones al don de
Dios, a la gracia divina, a la obra del Espíritu.
Cierran
sus corazones; es decir, abren sus mentes humanas a la idea del hombre,
al lenguaje de los hombres, a las obras de las civilizaciones, de las
culturas.
Un corazón cerrado es una mente soberbia: una mente metida en sí misma, incapaz de alcanzar la verdad. Es una incapacidad espiritual.
Por más que el hombre analice, sintetice, medite, lea, investigue, se
aconseje, no puede ver -con su mente- la verdad. La tiene en sus mismas
narices, pero se fija en otra cosa, que le distrae de la verdad.
Un
corazón abierto es una mente humilde: una mente que por más que piense,
medite, analice, sintetice, nunca se queda en su trabajo, sino que
siempre lo pone a un lado. Ha hecho lo que tenía que hacer: investigar
la verdad, penetrarla, buscarla. Pero lo ha hecho como siervo inútil, porque para eso Dios ha dado al hombre la razón: para permanecer en la verdad, para sujetarse a ella, para someterse a ella.
Y
la verdad, para una mente humilde, está siempre fuera de ella, nunca
dentro. La verdad no es un invento de la mente del hombre, sino que es
la vida de Dios, la obra de Dios, el Pensamiento Divino.
Los
hombres de mente soberbia no pueden comprender esto. Para ellos la
verdad es una conquista del hombre, una evolución humana, un progreso en
las fuerzas de la naturaleza. Pero no es algo inmutable, que permanece
para siempre, y que está ahí para que el hombre se agarre fuertemente a
ese clavo y no pueda soltarse, por más marea y viento que vengan.
La verdad, para muchas personas, es algo gradual:
es una idea que va evolucionando en la mente del hombre. Si la mente ha
alcanzado un grado de perfección, entonces el hombre obra ese grado y
la idea cambia. Ya no se piensa como antes, sino de otra forma. Ya lo
que antes era malo, ahora no lo es. El hombre, en su perfección mental,
ha adquirido un grado que antes no tenía. Ese grado es siempre una evolución, nunca una permanencia, nunca una estabilidad, una sujeción.
La verdad gradual
es el culto a la mente del hombre. Y, por eso, se basa –sobre todo- en
un lenguaje humano; en formas exteriores de expresarse. Nunca la verdad gradual
es una vida interior del hombre, sino que siempre indica una vida
exterior, superficial, ligera, una obra humana. Es la urgencia de hacer
esa obra lo que lleva al hombre a la verdad gradual.
Todo
hombre que viva para una actividad exterior, si no sujeta su mente a
una verdad inmutable, objetiva, tiene que comprobar cómo su mente va
cambiando según su obra exterior, según su actividad. Y ese cambio
mental es siempre una perfección en el mal, en el error, en la mentira.
La mente del hombre, en vez de penetrar en la verdad inmutable, penetra
en la mentira que siempre cambia de color, que nunca es la misma, nunca
permanece en lo que es.
Por eso, el mal es un misterio que el hombre no puede conocer. ¿Cómo algo que cambia siempre permanece
siempre en el mismo cambio? Este es el Misterio del Mal, del pecado de
Lucifer. Una mente espiritual que no quiso penetrar la verdad en el
Espíritu de Dios, y que concibió su vida de ángel para penetrar la
mentira, que su misma mente le ofrecía, buscaba y encontraba. Y Lucifer
no puede cambiar en esa penetración de la mentira. Permanece penetrando
lo que cambia siempre, lo que siempre se opone a la verdad objetiva.
Permanece en la obra de su pecado, mientras su pensamiento espiritual va
cambiando según vaya penetrando la mentira, el error, la oscuridad. Su
pensamiento se va haciendo gradual en su obra de pecado: va alcanzando
una profundidad, una perfección en el mal, en el pecado, en el error.
Por eso, toda mente soberbia siempre tiene una excusa, siempre encuentra
una razón para seguir en su vida de pecado. El humilde ve que su idea
equivocada no es camino para su vida y llega al arrepentimiento. El
soberbio no puede llegar a este arrepentimiento porque profundiza
constantemente en su mentira, en su error. Está ciego en su maldad.
Por eso, el infierno fue preparado por Dios para Lucifer:
«Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles» (Mt 25, 41).
Fuego eterno: pena eterna.
Lo eterno se toma en la Sagrada Escritura en su sentido propio, es decir, es una duración sin término. Lo que no tiene ni principio ni tendrá fin.
«Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no ha verdad en él» (Jn 8, 44b). Este es el Misterio del Mal, de la obra de pecado del demonio.
Homicida desde el principio de su obra de pecado. Esa obra de pecado es eterna.
Dios es eterno; la obra de pecado del demonio es eterna.
Dios tiene que preparar un lugar para el demonio: para él y para su obra de pecado. Un lugar eterno, con una pena eterna, porque la obra del demonio, que es el pecado, es eterna.
Y decir que la obra del demonio sea eterna no es decir que el demonio sea eterno.
La obra del demonio no tiene principio en el bien, en Dios. Y no tiene fin en el bien, en Dios. Por eso, se la llama eterna. Pero el demonio tiene su principio en Dios –fue creado por Dios de la nada-, pero no tiene fin –Dios no lo aniquila.
La
duración de la obra del demonio, su pecado, comienza en el demonio
mismo, no en Dios. Y no termina, no puede tener fin porque Dios no puede
aniquilar al demonio. El demonio tiene que vivir en su propia obra de
pecado. Y, por eso, Dios le preparó ese lugar eterno: para él,
para sus ángeles que apostataron de la verdad, para las almas que se
dejaron engañar del mismo demonio, de su misma mente pervertida en la
mentira.
Esta eternidad de las penas del infierno ha sido enseñada siempre por el Magisterio de la Iglesia:
«Limpios
nosotros por su muerte y sangre, creemos hemos de ser resucitados por
Él en el último día en esta carne en que ahora vivimos, y tenemos
esperanza que hemos de alcanzar de Él o la vida eterna, premio de
nuestro buen mérito, o el castigo de suplicio eterno por nuestros pecados. Esto lee, esto retén, a esta fe has de subyugar tu alma. De Cristo Señor alcanzarás la vida y el premio» (Fórmula de fe de Dámaso – D16).
Para aquellos que escriben que «la Iglesia oficial defiende desde el siglo XV que el castigo del infierno destinado a los pecadores es eterno»,
hay que decirles: sois unos mentirosos. Escribís un artículo para
defender sólo a un hombre: Bergoglio. Y, por tanto, lo escribís para
atacar a toda la Iglesia. Es un escrito lleno de mentiras, por todas
partes. Y son culpables de esas mentiras, porque la verdad está escrita
en muchos libros. Pero esa gente, le importa un rábano la verdad.
Escribe para engañar.
La Iglesia oficial, la de san Pedro, desde siempre ha defendido la pena eterna del infierno. Desde siempre.
Aquellos
que quieren volver al origen de la Iglesia, a sus inicios, que se lean
todas las homilías de todos los santos Padres desde el inicio de la
Iglesia hasta el siglo XV, y verán cómo se enseña el infierno y sus
penas eternas.
En
el principio de la Iglesia no hacían falta los dogmas, porque las almas
creían en la verdad como niños. Sus mentes eran humildes, no soberbias.
Y, por eso, la Iglesia de los principios vivía en las catacumbas,
porque defendían la verdad sin dogmas: la verdad como era, la que está
en el Evangelio, en la Revelación. Defendían a Cristo en Su Iglesia. Y
defendían la Iglesia de los hombres, del mundo, de la vida de pecado. Y,
por eso, tenían que vivir escondidos. Porque los hombres sólo defienden
sus intereses, sus mentalidades, sus lenguajes humanos, sus vidas, sus
obras, pero no a Cristo, no el Evangelio, no la Palabra de Dios, no la
Iglesia.
Hoy
en la Iglesia, que tiene un magisterio de 20 siglos, que tiene un
dogma, la gente sólo defiende su palabra humana. Porque quiere su vida
humana. Y su humanismo dentro de la Iglesia. No quiere una vida de
catacumbas. No le interesa vivir escondidos con la verdad en el corazón.
No quieren una vida interior, de silencio y de soledad de todo lo
humano. Quieren vivir para los hombres, con el consuelo que dan los
hombres, con sus aplausos, con la fama social de ser hombre para los
hombres.
La
gente está defendiendo el lenguaje barato y rastrero de Bergoglio. Pero
no tiene agallas para defender a Cristo, la Mente de Cristo, la Palabra
de Dios en la Iglesia. Tienen miedo de estar en contra de un hombre, al
que llaman falsamente Papa, sin serlo. Tienen miedo de
enfrentarlo como es y con las armas del Espíritu. No quieren perder el
plato de lentejas. Prefieren limpiarle sus babas, cuando habla, que
juzgarlo y condenarlo por su manifiesta herejía. Y ¿está Iglesia apela a
los orígenes de la Iglesia para ser Iglesia?
En
los orígenes de la Iglesia se defendía a Cristo de los hombres herejes y
cismáticos. Se defendía a la Iglesia de todos los sacerdotes y Obispos
heréticos. Hoy día nadie defiende a Cristo ni a Su Iglesia. Hoy día
todos los medios de comunicación defienden a los herejes y cismáticos, a
los apostatas de la fe, como salvadores de la Iglesia. Hoy día, los
herejes y cismáticos son los que gobiernan la Iglesia. ¡Hasta dónde
hemos llegado!
Kasper es el que salva hoy a la Iglesia; Bergoglio, «sin
necesidad de grandes encíclicas, con sus charlas habituales, está
llevando a cabo una revisión de la Iglesia para acercarla a sus raíces
históricas».
Este es el pensamiento de muchos católicos. Ya no quieren los dogmas, ya no quieren la doctrina, porque viven en la crápula, en la perversidad de sus mentes humanas. Viven anclados en sus pensamientos soberbios de la vida.
Las
raíces históricas de la Iglesia es la Roca de la Verdad. Ahí está la
raíz. Y los primeros cristianos, los de las catacumbas, vivían apoyados
en esa Roca. Y les importaba nada la sociedad, un gobierno mundial, una
iglesia universal. No necesitaban charlas de un hombre que no sabe
hablar, que es un loco cuando empieza a dar sus discursos. No tenían
necesidad del demente de Bergoglio. Sólo tenían necesidad de una mente
humilde, de un corazón dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Esos
primeros cristianos ponían su mente en el suelo –la pisoteaban- y
obraban la verdad; esa verdad que es la Mente de Cristo, la Mente de
Dios. Penetraban en esa Mente y, por eso, no necesitaban de un dogma.
Eran, -sus vidas-, un dogma vivido, una enseñanza puesta en vida,
practicada con sus vidas, con su misma sangre: vivían para Cristo, no
para los hombres. Vivían para agradar a Cristo, no a los hombres.
Hoy
la gente de Iglesia, -los fieles, la Jerarquía-, vive para agradar a un
hombre: Bergoglio. ¿Y tenéis la caradura de apelar a las raíces
históricas de la Iglesia si sólo os interesa el negocio que ese hombre
os da en la Iglesia?
Si
los católicos supieran, de verdad, lo que significa un Papa en la
Iglesia, desde el principio del falso pontificado de Bergoglio, toda la
Iglesia hubiese enfrentado y liquidado a ese hombre. Pero, ahora, tenéis
lo que habéis perseguido: un ignorante de la verdad, que os hace bailar
con el demonio, para llevaros al fuego del infierno, aunque vuestras
mentes humanas no crean en él, no puedan concebirlo como real, como una
verdad objetiva.
El infierno no es el invento de una cabeza humana, de un lenguaje humano, de una época histórica, de una mentalidad arcaica.
Dios creó el infierno para el demonio, para la obra de pecado que el demonio saca con su mente espiritual.
El
infierno es la obra de Dios: obra preparada para el demonio. Esto es lo
que muchos católicos no quieren entender. Porque van en busca de un
Dios que no castigue: «son muy importantes para millones de
cristianos que durante siglos han sufrido oprimidos por la doctrina de
un Dios tirano, sediento de castigo y de castigo eterno».
Lo
que ha enseñado la Iglesia, durante siglos, es opresión para muchos
católicos: cuántos se reflejan en estas palabras. Cuántos tienen en sus
bocas que la doctrina del infierno da un Dios tirano, un Dios que
castiga, un Dios que hace Justicia. Y eso no nos gusta. Nos gusta un Dios de misericordia, que perdona siempre, que olvida siempre.
Desde
el inicio de la Iglesia se ha enseñado el castigo eterno del infierno.
Ahí tienen la fórmula de la fe de Dámaso; ahí tienen el Símbolo de
Atanasio:
«…y
los que obraron bien, irán a la vida eterna; los que mal, al fuego
eterno. Esta es la fe católica y el que no la creyere fiel y firmemente,
no podrá salvarse» (Profesión de fe de Atanasio – D 40).
En
estas dos profesiones de fe, apoyado en las dos, que se remontan a las
raíces históricas de la Iglesia, el Concilio Lateranense IV definió el
dogma:
«Todos éstos (a saber, los réprobos y los elegidos)…
resucitarán… para recibir según sus obras… los réprobos con el diablo
el castigo eterno, y los elegidos en unión con Jesucristo la gloria
eterna». (D 429).
El dogma, definido en el siglo XIII, dice lo mismo que las profesiones de fe, que la Iglesia tenía desde el comienzo.
El
dogma que se define no es algo nuevo en la vida de la Iglesia: es la
verdad de siempre, que Cristo enseñó a Sus Apóstoles, y que ha sido
transmitida por toda la Tradición.
No
fue San Agustín el que ideó la eternidad de las penas del infierno: no
es la mente de un hombre, su lenguaje, la que ha fabricado el infierno.
Es Dios el que ha creado el infierno. Es Dios el que mantiene el
infierno como es. Es Dios.
Los
hombres pueden pensar muchas cosas, pero si son humildes, acabarán
aceptando la verdad del infierno, como le pasó a Orígenes.
Este
teólogo sostenía la doctrina de la restauración universal de todos los
seres, en la cual al final todos los seres participarán de la salvación
de Jesucristo. Pero él hablaba como teólogo privado, diciendo una verdad
que -hoy día- muchos teólogos no dicen:
«todas
estas cosas las trato con gran temor y cautela, más teniéndolas por
discutibles y revisables que estableciéndolas como ciertas y
definitivas» (Orígenes – Peri. Arjon I,6.1).
Orígenes, en su error, tenía una mente humilde. No enseñaba su error como una verdad definitiva, sino con gran temor y cautela.
Muchos
sacerdotes y Obispos, en sus errores, tienen una mente soberbia. No son
capaces de decir lo que dijo Orígenes en su error.
Orígenes enseña un error:
«¿Qué
significa la pena del fuego eterno?… todo pecador enciende para sí
mismo la llama del propio fuego. No que sea inmerso en un fuego
encendido por otros y existente antes de él, sino que el alimento y
materia de ese fuego son nuestros pecados… Así, el fuego infernal de la
Escritura es símbolo del tormento interior del condenado, afligido por
su propia deformidad y desorden».
Es
verdad que todo pecador enciende para sí mismo la llama del propio
fuego; pero también es verdad que todo pecador es lanzado al fuego
encendido que ya existe. Su enseñanza no va en contra directamente de la
pena eterna en el infierno, sino que produce confusión.
Orígenes menciona el fuego eterno: «… las almas, cuando salen de este mundo,… ya para la vida eterna…ya para el fuego eterno…» (R 446), sin embargo establece el principio de que la pena es medicinal: «la pena que se indica mediante el fuego del infierno se entiende que se usa como ayuda» (R 468). Orígenes pone el fuego del infierno, no en algo real, extrínseco a la persona, sino en ella misma, en su conciencia: «la conciencia misma es atormentada y herida por su propios aguijones y ella viene a ser acusadora y testigo de sí misma» (R 463). Orígenes creía sólo que el fuego del infierno era metafórico, pero no real. Y eso también va contra el dogma.
En
oriente y en occidente esta teoría fue aceptada por muchos, incluso por
Padres de la Iglesia, como Dídimo Alejandrino, Clemente Alejandrino,
Gregorio Niseno, Gregorio Nacianceno, San Jerónimo, San Ambrosio. Pero
aceptada como teólogos privados, hablando sobre el tema antes que el
magisterio de la Iglesia lo hubiera confirmado. Y esto no es de extrañar
que los teólogos tomen teorías que contradigan, de alguna manera, la
verdad revelada, si éstas no han sido definidas como dogma. Pero ninguno
de los Padres de la Iglesia negó nunca ni la eternidad del infierno ni
las penas eternas de éste. Sino que tomaron la dificultad que proponía
Orígenes y la criticaron, pero nunca enseñando esas dificultades como
ciertas, como necesarias para la vida espiritual.
La
Iglesia, para acabar con estas dificultades, pone su magisterio
infalible. Ningún santo es infalible. Sólo la Iglesia es infalible en su
magisterio:
«Si
alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres
impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la
reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema» (Liber adversus Origenes, año 543 – D 211).
Ya
desde el siglo VI, la doctrina de Orígenes estaba condenada por la
Iglesia. No es hasta el siglo XIII donde se define el dogma de la pena
eterna del infierno. Una cosa es lo que pensaba Orígenes, y otra cosa lo
que nació de ese pensamiento errado y que fue llamado el origenismo.
Este origenismo llega hasta nuestros días, encontrándose en la profesión
de muchísimos protestantes, los cuales no sólo caen en el
restitucionismo (= restauración final, las almas de los condenados van a
ser restituidas, convertidas a la amistad de Dios), sino en la
palingenesia (= reencarnación).
Y este origenismo, con todas sus desviaciones, está en la mente de Bergoglio y de toda la Jerarquía que le obedece.
Orígenes,
en su error, fue humilde. Pero toda esta gente que gobierna la Iglesia
no es humilde. Porque una vez que la Iglesia ha enseñado a pensar la
verdad correctamente, nadie puede volver atrás.
Ningún
católico puede ir al pensamiento de Orígenes, ni de ningún Padre
antiguo de la Iglesia, para pensar como ellos antes de la definición del
dogma. Ya no hay excusa para sostener lo que pensaba Orígenes. Ya la
Iglesia ha hablado en su magisterio infalible. No se puede mirar hacia
atrás, poniendo la excusa, la vana razón, de querer buscar los orígenes
de la Iglesia.
El
inicio de la Iglesia es la Verdad objetiva, inmutable: las penas del
infierno son eternas. Y lo que la Iglesia ha condenado sigue estando
condenado, porque la Iglesia no se inventa la verdad, no crea la verdad
con su lenguaje humano. Sino que la clarifica. Coge la discusión de
todos los teólogos y saca la regla de la fe: esto es herejía, esto es
certeza, esto es error teológico, etc… Esa regla de la fe es el credo de
la Iglesia: lo que todo católico tiene que creer para ser Iglesia, para
salvarse.
Muchos
católicos no saben lo que la Iglesia ha definido: su fe es una mezcla
de tantas cosas que caen, necesariamente, en el pecado, en la oscuridad
de la mente, en una vida de crápula.
Si un católico defiende que el fuego del infierno es sólo metafórico, no propio, no se le puede absolver2.
Todo católico está obligado a aprender lo que la Iglesia ha enseñado en
su magisterio infalible. En la Iglesia todo el mundo tiene que pensar
igual en aquello que es dogma. No puede haber diversidad de opiniones.
Eso no es la unidad en la verdad.
Bergoglio
enseña lo contrario: la unidad en la diversidad. Tiene que meter en la
iglesia todos los errores, todas las mentiras, todas las herejías que la
Iglesia ya ha condenado. Tiene que inventarse que la Iglesia no condena
para siempre.
Si no están fuertes en la Verdad objetiva no pueden ser una Iglesia remanente, que viva en las catacumbas.
Es
la verdad la que guía a la Iglesia. Pero la Verdad que ofrece el
Espíritu del Padre y del Hijo. No es la verdad que las mentes de los
hombres se inventan. La Iglesia no necesita el lenguaje de Bergoglio. La
Iglesia sólo necesita de corazones humildes, valientes, que sepan
llamar a cada uno por su nombre y, por lo tanto, que sepan dar a cada
hombre lo que se merece.
Bergoglio,
por su pecado de herejía, se merece estar fuera de la Iglesia. ¡Hay que
echarlo! En vez de estar escribiendo cartitas en que se implore a
Bergoglio que no haga nada en contra de la doctrina de la Iglesia en el
Sínodo que viene; que se haga un escrito en que se condene a Bergoglio y
se le saque fuera de la Iglesia.
El que ama a la Iglesia no quiere herejes dentro de Ella.
1
«Añade a todo esto que el ayuno no sólo te libra de la condenación
futura; sino que te preserva de muchos males y sujeta tu carne, de otro
modo indómita… Ten cuidado, no sea que, por despreciar ahora el agua,
tengas después que mendigar una gota desde el infierno. Vivís en la crápula y os olvidáis de alimentar el alma con los dogmas y la doctrina,
como si no supierais que vivimos en batalla perpetua y que quien
abastece a una de las partes influye en la derrota de su contraria, y,
por lo tanto, el que sirve a la carne aniquila al espíritu, mientras que
quien le ayuda reduce a servidumbre al cuerpo…» (Ad Populum variis
argumentis homiliae XIX. Homiliae I et II de ieiunio Divi Basilii Magni…
omnia quae in hunc diem latino sermone donata sunt opera. Apud
Philippum Nuntium Antuerpiae, MDLXVIII, p. 128) ↑
2
El 30 de junio de 1890 se le hizo a la Sagrada Penitenciaría la
siguiente pregunta: «Un penitente se presenta al confesor y le dice
entre otras cosas que opina que en el infierno el fuego no es real, sino
metafórico, a saber que las penas del infierno, cualesquiera que éstas
sean, han sido llamadas fuego según un modo de hablar; pues así como el
fuego produce el dolor más intenso de todas las cosas, del mismo modo
para juzgar las penas enormemente atroces del infierno no hay una imagen
más adecuada en orden a formarnos idea del infierno. De aquí que el
párroco pregunta, si puede dejar a los penitentes en esta opinión y si
le está permitido absolverlos. E indica el párroco que no se trata de la
opinión de alguna persona concreta, sino que es una opinión
generalmente extendida en cierto pueblo donde suele decirse: convence
solamente si puedes, a los niños de que hay fuego en el infierno».
Respuesta de la Sagrada Penitenciaría: «Estos penitentes deben ser
instruidos con toda diligencia y si se obstinan en su opinión no se les
debe absolver» (De los Novísimos – El fuego del infierno no es metafórico, sino propio, n. 204 – P. Sagues) ↑