martes, 24 de febrero de 2015

LAS PENAS DEL INFIERNO SON ETERNAS

LAS PENAS DEL INFIERNO SON ETERNAS
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«Vivís en la crápula y os olvidáis de alimentar el alma con los dogmas y la doctrina»1. Estas palabras de San Basilio reflejan el estado actual de toda la Iglesia: jerarquía y fieles. La gran mayoría vive en la crápula, en la depravación, en el libertinaje de la vida. Son hombres que llevan una vida de vicio y de inmoralidad. Hay que olvidarse de ellos porque son muerte: invitan, aconsejan, llevan a la muerte espiritual del alma. Quien vive en el vicio de su pecado, vive sin alimentar su alma de la verdad objetiva: el dogma, la regla de la fe, la norma de moralidad, la doctrina infalible de Cristo y de Su Iglesia.
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Y si esa persona está como cabeza de la Iglesia – es Jerarquía –  entonces el daño es irreversible para las almas. Vive en su vicio, en la obra de su pecado, y hace que los demás vivan en sus pecados, en la vida de extravagancia que sus errores traen consigo.
Hoy las almas hacen más caso de lo que el mundo publica que de la fe que deberían profesar: «Según Francisco, en el DNA de la Iglesia de Cristo, no existe un castigo para siempre, sin retorno, inapelable» (ver)
La Iglesia ha vivido siempre de un credo: el credo de la fe. Aquel que quiera cambiar este credo, cambia toda la Iglesia. La Eucaristía dejará de existir porque los hombres impondrán su credo en la Iglesia. Y allí donde no hay fe, no hay Eucaristía.
Pero muchos católicos ya no saben -ni siquiera- lo que es la fe católica. Viven en su fe humana, científica, histórica, natural, carnal, material, técnica…Pero no poseen la fe divina en el corazón.
Si el corazón no posee el don de Dios, -la fe-, el alma nunca puede estar en la Verdad. La inteligencia de los hombres se pierde sólo por su falta de fe, es decir, porque los hombres cierran sus corazones al don de Dios, a la gracia divina, a la obra del Espíritu.
Cierran sus corazones; es decir, abren sus mentes humanas a la idea del hombre, al lenguaje de los hombres, a las obras de las civilizaciones, de las culturas.
Un corazón cerrado es una mente soberbia: una mente metida en sí misma, incapaz de alcanzar la verdad. Es una incapacidad espiritual. Por más que el hombre analice, sintetice, medite, lea, investigue, se aconseje, no puede ver -con su mente- la verdad. La tiene en sus mismas narices, pero se fija en otra cosa, que le distrae de la verdad.
Un corazón abierto es una mente humilde: una mente que por más que piense, medite, analice, sintetice, nunca se queda en su trabajo, sino que siempre lo pone a un lado. Ha hecho lo que tenía que hacer: investigar la verdad, penetrarla, buscarla. Pero lo ha hecho como siervo inútil, porque para eso Dios ha dado al hombre la razón: para permanecer en la verdad, para sujetarse a ella, para someterse a ella.
Y la verdad, para una mente humilde, está siempre fuera de ella, nunca dentro. La verdad no es un invento de la mente del hombre, sino que es la vida de Dios, la obra de Dios, el Pensamiento Divino.
Los hombres de mente soberbia no pueden comprender esto. Para ellos la verdad es una conquista del hombre, una evolución humana, un progreso en las fuerzas de la naturaleza. Pero no es algo inmutable, que permanece para siempre, y que está ahí para que el hombre se agarre fuertemente a ese clavo y no pueda soltarse, por más marea y viento que vengan.
La verdad, para muchas personas, es algo gradual: es una idea que va evolucionando en la mente del hombre. Si la mente ha alcanzado un grado de perfección, entonces el hombre obra ese grado y la idea cambia. Ya no se piensa como antes, sino de otra forma. Ya lo que antes era malo, ahora no lo es. El hombre, en su perfección mental, ha adquirido un grado que antes no tenía. Ese grado es siempre una evolución, nunca una permanencia, nunca una estabilidad, una sujeción.
La verdad gradual es el culto a la mente del hombre. Y, por eso, se basa –sobre todo- en un lenguaje humano; en formas exteriores de expresarse. Nunca la verdad gradual es una vida interior del hombre, sino que siempre indica una vida exterior, superficial, ligera, una obra humana. Es la urgencia de hacer esa obra lo que lleva al hombre a la verdad gradual.
Todo hombre que viva para una actividad exterior, si no sujeta su mente a una verdad inmutable, objetiva, tiene que comprobar cómo su mente va cambiando según su obra exterior, según su actividad. Y ese cambio mental es siempre una perfección en el mal, en el error, en la mentira. La mente del hombre, en vez de penetrar en la verdad inmutable, penetra en la mentira que siempre cambia de color, que nunca es la misma, nunca permanece en lo que es.
Por eso, el mal es un misterio que el hombre no puede conocer. ¿Cómo algo que cambia siempre permanece siempre en el mismo cambio? Este es el Misterio del Mal, del pecado de Lucifer. Una mente espiritual que no quiso penetrar la verdad en el Espíritu de Dios, y que concibió su vida de ángel para penetrar la mentira, que su misma mente le ofrecía, buscaba y encontraba. Y Lucifer no puede cambiar en esa penetración de la mentira. Permanece penetrando lo que cambia siempre, lo que siempre se opone a la verdad objetiva. Permanece en la obra de su pecado, mientras su pensamiento espiritual va cambiando según vaya penetrando la mentira, el error, la oscuridad. Su pensamiento se va haciendo gradual en su obra de pecado: va alcanzando una profundidad, una perfección en el mal, en el pecado, en el error. Por eso, toda mente soberbia siempre tiene una excusa, siempre encuentra una razón para seguir en su vida de pecado. El humilde ve que su idea equivocada no es camino para su vida y llega al arrepentimiento. El soberbio no puede llegar a este arrepentimiento porque profundiza constantemente en su mentira, en su error. Está ciego en su maldad.
Por eso, el infierno fue preparado por Dios para Lucifer:
«Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles» (Mt 25, 41).
Fuego eterno: pena eterna.
Lo eterno se toma en la Sagrada Escritura en su sentido propio, es decir, es una duración sin término. Lo que no tiene ni principio ni tendrá fin.
«Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no ha verdad en él» (Jn 8, 44b). Este es el Misterio del Mal, de la obra de pecado del demonio.
Homicida desde el principio de su obra de pecado. Esa obra de pecado es eterna.
Dios es eterno; la obra de pecado del demonio es eterna.
Dios tiene que preparar un lugar para el demonio: para él y para su obra de pecado. Un lugar eterno, con una pena eterna, porque la obra del demonio, que es el pecado, es eterna.
Y decir que la obra del demonio sea eterna no es decir que el demonio sea eterno.
La obra del demonio no tiene principio en el bien, en Dios. Y no tiene fin en el bien, en Dios. Por eso, se la llama eterna. Pero el demonio tiene su principio en Dios –fue creado por Dios de la nada-, pero no tiene fin –Dios no lo aniquila.
La duración de la obra del demonio, su pecado, comienza en el demonio mismo, no en Dios. Y no termina, no puede tener fin porque Dios no puede aniquilar al demonio. El demonio tiene que vivir en su propia obra de pecado. Y, por eso, Dios le preparó ese lugar eterno: para él, para sus ángeles que apostataron de la verdad, para las almas que se dejaron engañar del mismo demonio, de su misma mente pervertida en la mentira.
Esta eternidad de las penas del infierno ha sido enseñada siempre por el Magisterio de la Iglesia:
«Limpios nosotros por su muerte y sangre, creemos hemos de ser resucitados por Él en el último día en esta carne en que ahora vivimos, y tenemos esperanza que hemos de alcanzar de Él o la vida eterna, premio de nuestro buen mérito, o el castigo de suplicio eterno por nuestros pecados. Esto lee, esto retén, a esta fe has de subyugar tu alma. De Cristo Señor alcanzarás la vida y el premio» (Fórmula de fe de Dámaso – D16).
Para aquellos que escriben que «la Iglesia oficial defiende desde el siglo XV que el castigo del infierno destinado a los pecadores es eterno», hay que decirles: sois unos mentirosos. Escribís un artículo para defender sólo a un hombre: Bergoglio. Y, por tanto, lo escribís para atacar a toda la Iglesia. Es un escrito lleno de mentiras, por todas partes. Y son culpables de esas mentiras, porque la verdad está escrita en muchos libros. Pero esa gente, le importa un rábano la verdad. Escribe para engañar.
La Iglesia oficial, la de san Pedro, desde siempre ha defendido la pena eterna del infierno. Desde siempre.
Aquellos que quieren volver al origen de la Iglesia, a sus inicios, que se lean todas las homilías de todos los santos Padres desde el inicio de la Iglesia hasta el siglo XV, y verán cómo se enseña el infierno y sus penas eternas.
En el principio de la Iglesia no hacían falta los dogmas, porque las almas creían en la verdad como niños. Sus mentes eran humildes, no soberbias. Y, por eso, la Iglesia de los principios vivía en las catacumbas, porque defendían la verdad sin dogmas: la verdad como era, la que está en el Evangelio, en la Revelación. Defendían a Cristo en Su Iglesia. Y defendían la Iglesia de los hombres, del mundo, de la vida de pecado. Y, por eso, tenían que vivir escondidos. Porque los hombres sólo defienden sus intereses, sus mentalidades, sus lenguajes humanos, sus vidas, sus obras, pero no a Cristo, no el Evangelio, no la Palabra de Dios, no la Iglesia.
Hoy en la Iglesia, que tiene un magisterio de 20 siglos, que tiene un dogma, la gente sólo defiende su palabra humana. Porque quiere su vida humana. Y su humanismo dentro de la Iglesia. No quiere una vida de catacumbas. No le interesa vivir escondidos con la verdad en el corazón. No quieren una vida interior, de silencio y de soledad de todo lo humano. Quieren vivir para los hombres, con el consuelo que dan los hombres, con sus aplausos, con la fama social de ser hombre para los hombres.
La gente está defendiendo el lenguaje barato y rastrero de Bergoglio. Pero no tiene agallas para defender a Cristo, la Mente de Cristo, la Palabra de Dios en la Iglesia. Tienen miedo de estar en contra de un hombre, al que llaman falsamente Papa, sin serlo. Tienen  miedo de enfrentarlo como es y con las armas del Espíritu. No quieren perder el plato de lentejas. Prefieren limpiarle sus babas, cuando habla, que juzgarlo y condenarlo por su manifiesta herejía. Y ¿está Iglesia apela a los orígenes de la Iglesia para ser Iglesia?
En los orígenes de la Iglesia se defendía a Cristo de los hombres herejes y cismáticos. Se defendía a la Iglesia de todos los sacerdotes y Obispos heréticos. Hoy día nadie defiende a Cristo ni a Su Iglesia. Hoy día todos los medios de comunicación defienden a los herejes y cismáticos, a los apostatas de la fe, como salvadores de la Iglesia. Hoy día, los herejes y cismáticos son los que gobiernan la Iglesia. ¡Hasta dónde hemos llegado!
Kasper es el que salva hoy a la Iglesia; Bergoglio, «sin necesidad de grandes encíclicas, con sus charlas habituales, está llevando a cabo una revisión de la Iglesia para acercarla a sus raíces históricas».
Este es el pensamiento de muchos católicos. Ya no quieren los dogmas, ya no quieren la doctrina, porque viven en la crápula, en la perversidad de sus mentes humanas. Viven anclados en sus pensamientos soberbios de la vida.
Las raíces históricas de la Iglesia es la Roca de la Verdad. Ahí está la raíz. Y los primeros cristianos, los de las catacumbas, vivían apoyados en esa Roca. Y les importaba nada la sociedad, un gobierno mundial, una iglesia universal. No necesitaban charlas de un hombre que no sabe hablar, que es un loco cuando empieza a dar sus discursos. No tenían necesidad del  demente de Bergoglio. Sólo tenían necesidad de una mente humilde, de un corazón dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Esos primeros cristianos ponían su mente en el suelo –la pisoteaban- y obraban la verdad; esa verdad que es la Mente de Cristo, la Mente de Dios. Penetraban en esa Mente y, por eso, no necesitaban de un dogma. Eran, -sus vidas-, un dogma vivido, una enseñanza puesta en vida, practicada con sus vidas, con su misma sangre: vivían para Cristo, no para los hombres. Vivían para agradar a Cristo, no a los hombres.
Hoy la gente de Iglesia, -los fieles, la Jerarquía-, vive para agradar a un hombre: Bergoglio. ¿Y tenéis la caradura de apelar a las raíces históricas de la Iglesia si sólo os interesa el negocio que ese hombre os da en la Iglesia?
Si los católicos supieran, de verdad, lo que significa un Papa en la Iglesia, desde el principio del falso pontificado de Bergoglio, toda la Iglesia hubiese enfrentado y liquidado a ese hombre. Pero, ahora, tenéis lo que habéis perseguido: un ignorante de la verdad, que os hace bailar con el demonio, para llevaros al fuego del infierno, aunque vuestras mentes humanas no crean en él, no puedan concebirlo como real, como una verdad objetiva.
El infierno no es el invento de una cabeza humana, de un lenguaje humano, de una época histórica, de una mentalidad arcaica.
Dios creó el infierno para el demonio, para la obra de pecado que el demonio saca con su mente espiritual.
El infierno es la obra de Dios: obra preparada para el demonio. Esto es lo que muchos católicos no quieren entender. Porque van en busca de un Dios que no castigue: «son muy importantes para millones de cristianos que durante siglos han sufrido oprimidos por la doctrina de un Dios tirano, sediento de castigo y de castigo eterno».
Lo que ha enseñado la Iglesia, durante siglos, es opresión para muchos católicos: cuántos se reflejan en estas palabras. Cuántos tienen en sus bocas que la doctrina del infierno da un Dios tirano, un Dios que castiga, un Dios que hace Justicia. Y eso no nos gusta. Nos gusta un Dios de misericordia, que perdona siempre, que olvida siempre.
Desde el inicio de la Iglesia se ha enseñado el castigo eterno del infierno. Ahí tienen la fórmula de la fe de Dámaso; ahí tienen el Símbolo de Atanasio:
«…y los que obraron bien, irán a la vida eterna; los que mal, al fuego eterno. Esta es la fe católica y el que no la creyere fiel y firmemente, no podrá salvarse» (Profesión de fe de Atanasio – D 40).
En estas dos profesiones de fe, apoyado en las dos, que se remontan a las raíces históricas de la Iglesia, el Concilio Lateranense IV definió el dogma:
«Todos éstos (a saber, los réprobos y los elegidos)… resucitarán… para recibir según sus obras… los réprobos con el diablo el castigo eterno, y los elegidos en unión con Jesucristo la gloria eterna». (D 429).
El dogma, definido en el siglo XIII, dice lo mismo que las profesiones de fe, que la Iglesia tenía desde el comienzo.
El dogma que se define no es algo nuevo en la vida de la Iglesia: es la verdad de siempre, que Cristo enseñó a Sus Apóstoles, y que ha sido transmitida por toda la Tradición.
No fue San Agustín el que ideó la eternidad de las penas del infierno: no es la mente de un hombre, su lenguaje, la que ha fabricado el infierno. Es Dios el que ha creado el infierno. Es Dios el que mantiene el infierno como es. Es Dios.
Los hombres pueden pensar muchas cosas, pero si son humildes, acabarán aceptando la verdad del infierno, como le pasó a Orígenes.
Este teólogo sostenía la doctrina de la restauración universal de todos los seres, en la cual al final todos los seres participarán de la salvación de Jesucristo. Pero él hablaba como teólogo privado, diciendo una verdad que -hoy día- muchos teólogos no dicen:
«todas estas cosas las trato con gran temor y cautela, más teniéndolas por discutibles y revisables que estableciéndolas como ciertas y definitivas» (Orígenes – Peri. Arjon I,6.1).
Orígenes, en su error, tenía una mente humilde. No enseñaba su error como una verdad definitiva, sino con gran temor y cautela.
Muchos sacerdotes y Obispos, en sus errores, tienen una mente soberbia. No son capaces de decir lo que dijo Orígenes en su error.
Orígenes enseña un error:
«¿Qué significa la pena del fuego eterno?… todo pecador enciende para sí mismo la llama del propio fuego. No que sea inmerso en un fuego encendido por otros y existente antes de él, sino que el alimento y materia de ese fuego son nuestros pecados… Así, el fuego infernal de la Escritura es símbolo del tormento interior del condenado, afligido por su propia deformidad y desorden».
Es verdad que todo pecador enciende para sí mismo la llama del propio fuego; pero también es verdad que todo pecador es lanzado al fuego encendido que ya existe. Su enseñanza no va en contra directamente de la pena eterna en el infierno, sino que produce confusión.
Orígenes menciona el fuego eterno: «… las almas, cuando salen de este mundo,… ya para la vida eterna…ya para el fuego eterno…» (R 446), sin embargo establece el principio de que la pena es medicinal: «la pena que se indica mediante el fuego del infierno se entiende que se usa como ayuda» (R 468). Orígenes pone el fuego del infierno, no en algo real, extrínseco a la persona, sino en ella misma, en su conciencia: «la conciencia misma es atormentada y herida por su propios aguijones y ella viene a ser acusadora y testigo de sí misma» (R 463). Orígenes creía sólo que el fuego del infierno era metafórico, pero no real. Y eso también va contra el dogma.
En oriente y en occidente esta teoría fue aceptada por muchos, incluso por Padres de la Iglesia, como Dídimo Alejandrino, Clemente Alejandrino, Gregorio Niseno, Gregorio Nacianceno, San Jerónimo, San Ambrosio. Pero aceptada como teólogos privados, hablando sobre el tema antes que el magisterio de la Iglesia lo hubiera confirmado. Y esto no es de extrañar que los teólogos tomen teorías que contradigan, de alguna manera, la verdad revelada, si éstas no han sido definidas como dogma. Pero ninguno de los Padres de la Iglesia negó nunca ni la eternidad del infierno ni las penas eternas de éste. Sino que tomaron la dificultad que proponía Orígenes y la criticaron, pero nunca enseñando esas dificultades como ciertas, como necesarias para la vida espiritual.
La Iglesia, para acabar con estas dificultades, pone su magisterio infalible. Ningún santo es infalible. Sólo la Iglesia es infalible en su magisterio:
«Si alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema» (Liber adversus Origenes, año 543 – D 211).
Ya desde el siglo VI, la doctrina de Orígenes estaba condenada por la Iglesia. No es hasta el siglo XIII donde se define el dogma de la pena eterna del infierno. Una cosa es lo que pensaba Orígenes, y otra cosa lo que nació de ese pensamiento errado y que fue llamado el origenismo. Este origenismo llega hasta nuestros días, encontrándose en la profesión de muchísimos protestantes, los cuales no sólo caen en el restitucionismo (= restauración final, las almas de los condenados van a ser restituidas, convertidas a la amistad de Dios), sino en la palingenesia (= reencarnación).
Y este origenismo, con todas sus desviaciones, está en la mente de Bergoglio y de toda la Jerarquía que le obedece.
Orígenes, en su error, fue humilde. Pero toda esta gente que gobierna la Iglesia no es humilde. Porque una vez que la Iglesia ha enseñado a pensar la verdad correctamente, nadie puede volver atrás.
Ningún católico puede ir al pensamiento de Orígenes, ni de ningún Padre antiguo de la Iglesia, para pensar como ellos antes de la definición del dogma. Ya no hay excusa para sostener lo que pensaba Orígenes. Ya la Iglesia ha hablado en su magisterio infalible. No se puede mirar hacia atrás, poniendo la excusa, la vana razón, de querer buscar los orígenes de la Iglesia.
El inicio de la Iglesia es la Verdad objetiva, inmutable: las penas del infierno son eternas. Y lo que la Iglesia ha condenado sigue estando condenado, porque la Iglesia no se inventa la verdad, no crea la verdad con su lenguaje humano. Sino que la clarifica. Coge la discusión de todos los teólogos y saca la regla de la fe: esto es herejía, esto es certeza, esto es error teológico, etc… Esa regla de la fe es el credo de la Iglesia: lo que todo católico tiene que creer para ser Iglesia, para salvarse.
Muchos católicos no saben lo que la Iglesia ha definido: su fe es una mezcla de tantas cosas que caen, necesariamente, en el pecado, en la oscuridad de la mente, en una vida de crápula.
Si un católico defiende que el fuego del infierno es sólo metafórico, no propio, no se le puede absolver2. Todo católico está obligado a aprender lo que la Iglesia ha enseñado en su magisterio infalible. En la Iglesia todo el mundo tiene que pensar igual en aquello que es dogma. No puede haber diversidad de opiniones. Eso no es la unidad en la verdad.
Bergoglio enseña lo contrario: la unidad en la diversidad. Tiene que meter en la iglesia todos los errores, todas las mentiras, todas las herejías que la Iglesia ya ha condenado. Tiene que inventarse que la Iglesia no condena para siempre.
Si no están fuertes en la Verdad objetiva no pueden ser una Iglesia remanente, que viva en las catacumbas.
Es la verdad la que guía a la Iglesia. Pero la Verdad que ofrece el Espíritu del Padre y del Hijo. No es la verdad que las mentes de los hombres se inventan. La Iglesia no necesita el lenguaje de Bergoglio. La Iglesia sólo necesita de corazones humildes, valientes, que sepan llamar a cada uno por su nombre y, por lo tanto, que sepan dar a cada hombre lo que se merece.
Bergoglio, por su pecado de herejía, se merece estar fuera de la Iglesia. ¡Hay que echarlo! En vez de estar escribiendo cartitas en que se implore a Bergoglio que no haga nada en contra de la doctrina de la Iglesia en el Sínodo que viene; que se haga un escrito en que se condene a Bergoglio y se le saque fuera de la Iglesia.
El que ama a la Iglesia no quiere herejes dentro de Ella.
01
1 «Añade a todo esto que el ayuno no sólo te libra de la condenación futura; sino que te preserva de muchos males y sujeta tu carne, de otro modo indómita… Ten cuidado, no sea que, por despreciar ahora el agua, tengas después que mendigar una gota desde el infierno. Vivís en la crápula y os olvidáis de alimentar el alma con los dogmas y la doctrina, como si no supierais que vivimos en batalla perpetua y que quien abastece a una de las partes influye en la derrota de su contraria, y, por lo tanto, el que sirve a la carne aniquila al espíritu, mientras que quien le ayuda reduce a servidumbre al cuerpo…» (Ad Populum variis argumentis homiliae XIX. Homiliae I et II de ieiunio Divi Basilii Magni… omnia quae in hunc diem latino sermone donata sunt opera. Apud Philippum Nuntium Antuerpiae, MDLXVIII, p. 128)
2 El 30 de junio de 1890 se le hizo a la Sagrada Penitenciaría la siguiente pregunta: «Un penitente se presenta al confesor y le dice entre otras cosas que opina que en el infierno el fuego no es real, sino metafórico, a saber que las penas del infierno, cualesquiera que éstas sean, han sido llamadas fuego según un modo de hablar; pues así como el fuego produce el dolor más intenso de todas las cosas, del mismo modo para juzgar las penas enormemente atroces del infierno no hay una imagen más adecuada en orden a formarnos idea del infierno. De aquí que el párroco pregunta, si puede dejar a los penitentes en esta opinión y si le está permitido absolverlos. E indica el párroco que no se trata de la opinión de alguna persona concreta, sino que es una opinión generalmente extendida en cierto pueblo donde suele decirse: convence solamente si puedes, a los niños de que hay fuego en el infierno». Respuesta de la Sagrada Penitenciaría: «Estos penitentes deben ser instruidos con toda diligencia y si se obstinan en su opinión no se les debe absolver» (De los Novísimos – El fuego del infierno no es metafórico, sino propio, n. 204 – P. Sagues)