El PROperonismo. Por María Zaldívar
Perón decía que peronistas somos todos y
en algunos momentos, la historia pareció darle la razón. Bastaba que
cambiaran de sombrero para que ganaran elección tras elección. Sin
embargo, padecidas varias décadas de peronismo explícito y cuando se
hace cada día más dificultoso esconder el daño que sus prácticas le
hicieron a la república, sucede todo lo contrario: peronista no es
ninguno. Tras un reciclado, apenas cosmético, se niegan entre sí. Se
escuchó primero que el menemismo no es peronismo y, más recientemente,
que el kirchnerismo tampoco es peronismo. A eso hay que agregar que el
interregno de Perón en los ’70 desde su retorno al país hasta su muerte,
en virtud de una lectura caprichosa de la historia es considerado su
etapa de “vejez sabia”, y la dupla Isabel-López Rega, un fallido. Así,
llegamos a la conclusión de que el desplome nacional es huérfano.
El menemismo fue el resultado de una interna del PJ. Fieles a su ADN, los perdedores se sumaron con alegría a los vencedores y gobernaron todos juntos de manera banal y venal bajo la invocación de Perón y Evita hasta fines del siglo XX.
El kirchnerismo también fue un lote de peronistas que ejerció el poder durante algo más de una década. No es un sentimiento, un dogma ni una filosofía; es apenas una de las caras del PJ que los vio nacer en su seno y desplegarse entre sus filas, aferrarse a sus símbolos o ignorarlos según la conveniencia. El kirchnerismo es, además, una asociación ilícita que, como hace siempre el delito, tuvo muchos cómplices que colaboraron en el saqueo por acción u omisión.
Las diferencias que algunos observadores pretenden encontrar entre administraciones peronistas son arbitrarias y, a lo sumo, apuntan más a las formas que al fondo. Negar la raíz común de todas ellas es un intento vano de salvar al peronismo en su conjunto de la responsabilidad histórica que le cabe en el descalabro nacional.
Tras la victoria de Mauricio Macri hubo un reverdecer de la esperanza. El peronismo había sido vencido en las urnas. Pero la emoción duró poco. La reaparición pública de Cristina Fernández reavivó el miedo que el antiperonismo le tiene al peronismo. Las especulaciones se dividieron entre los que veían en ella la vuelta de todo y los que interpretaron que ese acto frente a los tribunales federales era la exposición de su debilidad.
Vuelvan los K o no, se probará, otra vez, que al peronismo se le puede ganar una elección pero que ello no determina su extinción. Los recientes episodios que involucran a ex funcionarios en hechos de corrupción obcenos y delirantes pueden significar el fin de esta última banda de saqueadores, lo que no implica el fin del peronismo.
Sería sano, adulto y realista para nuestra sociedad asumir, cuanto antes, que el peronismo no está en retirada, que apenas muta y ni siquiera mucho. La fórmula del peronismo bueno y el peronismo malo les otorgó varios años de sobrevida. Para reciclarse bastó con que los peronistas que estaban fuera de una administración peronista señalaran, acusaran y criticaran con vehemencia a los peronistas que ejercían el poder (con hacerlo en los medios de comunicación bastaba). Y por ese solo gesto el no-peronismo los adoró. Así consiguieron alternarse, reinsertarse y seguir estando. Ese esquema electoral, sin embargo, perdió efectividad cuando muchos argentinos decidieron endilgarle todos nuestros males al peronismo, otra simplificación de la realidad que pudo tener su cuota de razón a lo largo del Siglo XX pero que hoy, como análisis de lo que nos pasa, queda corto.
Millones de personas se pusieron el objetivo de no votarlos y encontraron en “Cambiemos” la vía para concretarlo. Ese grupo de nuevos y no tan nuevos, con excelente olfato, supo explotar en la campaña y usar a su favor el hartazgo social hacia aquel movimiento que lleva de existencia los mismos años que la postración argentina.
Sin embargo, la dirigencia de “Cambiemos” tiene un importante componente peronista pero como estamos en la etapa “peronista no es nadie”, sin razón aparente los PROperonistas son “disculpados” por el anti peronismo militante. Solo es resistido el peronismo que no integra las filas del oficialismo. El “espacio”, como les gusta describirse, es una originalidad: se trata de una fuerza política de simpatizantes mayoritariamente anti peronistas y cuya conducción cuenta con reconocidas figuras del PJ. Incoherencias ciudadanas y éxitos del marketing político que supo llevar la mirada del electorado hacia un perfil determinado de la propuesta y eso incluyó esfumar el peronismo que carga en sus alforjas. Patricia Bullrich, Diego Santilli, Jesús Cariglino, Jorge Triaca, Eduardo Amadeo, Silvia Majdalani, Federico Salvai, Cristian Ritondo, Diego Kravetz, Jorge Telerman, Emilio Monzó, Néstor Grindetti, Martiniano Molina, Joaquín de la Torre o Gustavo Ferrari, por mencionar algunos PJ, hoy acompañan a la actual administración desde adentro.
No solo eso. El presidente Macri delegó en el peronismo el tema que encontró al tope de las encuestas en la escala de preocupaciones de la población: la seguridad. Así, Patricia Bullrich desde la nación, Ritondo en provincia y Majdalani en el delicado segmento de los servicios de inteligencia son los depositarios de uno de los mayores desafíos del presente gobierno: rescatar al país de las fauces del delito y el narcotráfico que nos están devorando.
Macri tiene dos frentes: hacia afuera de Cambiemos y el interno que, lejos de respaldarlo, le consume bastante energía y le acarrea no pocos chisporroteos. Es que un día decidió asociarse a los radicales. Y a Elisa Carrió. En honor a la verdad, los primeros lo vienen complicando mucho menos que la segunda. Lilita puede ser un valor agregado y un salvavidas de piedras simultáneamente porque avala y castiga al oficialismo con idéntico fervor. “Jackea” al propio Presidente atacando a hombres de su máxima confianza: le pide que desactive a Daniel Angelici desde la mesa de Mirtha Legrand, lo manda a crecer a Marcos Peña, descalifica a Durán Barba en el programa de Morales Solá y no ahorra epítetos para el Presidente de la Corte Suprema y el Papa Francisco, dos figuras con las que el presidente se esmera por aceitar el vínculo.
Carrió volvió sobre sus pasos con Macri. No se desdijo de llamarlo estafador pero lo perdonó y le levantó la restricción que le imponían sus convicciones. La frase “Mi límite es Macri” pasó a engrosar el anecdotario de la difamación política y fue reemplazada por “adoro a Mauricio”.
Ella interpretó que la coyuntura lo exigía y él, consciente de que solo no llegaba, habrá evaluado que ese era el mal menor.
Juntos ganaron las elecciones raspando, y a ocho meses de empezar, con el conflicto social latente, las complicaciones económicas que no cesan, el sindicalismo azuzando malestares y el descontento general escalando hay un sector oficial que considera que, como van, tampoco alcanza. Se dieron vuelta y miraron el mapa político porque, para esa rama, es hora de empezar a sumar aliados. “El peronismo” sugirió uno. Los principistas enloquecieron pero no lograron tumbar la idea. Todavía.
Ahora, el dilema: ¿quién es el peronismo? Y en la respuesta que Cambiemos dé a esa pregunta reside parte de nuestra suerte futura. El número dos en la sucesión presidencial acaba de describir a Miguel Pichetto como el “peronismo institucional” lo cual es falso. La sola intención de tal reciclado supone una falta de respeto a quienes padecimos la arbitrariedad del jefe de la bancada de senadores K durante la larga noche kirchnerista. Pero más allá de las palabras ¿Es esa declaración el indicio de para dónde se inclinará el gobierno? No se sabe.
Más allá de eso, es necesario entender y hacer entender que lo malo no son los peronistas sino el peronismo. Porque peronismo son los hechos: la intolerancia, el fascismo, la persecución política, el atropello a la libertad, la inmoralidad, la noción de estado benefactor y la aberrante utilización de las clases medias y bajas para fines propios , que fueron las bases del hacer del general Perón. Ese paquete constituyó un populismo vernáculo que hoy sigue siendo nuestra peor enfermedad social, una mezcla letal de nacionalismo castrense con catolicismo que sostuvo y encumbró a Perón y barrió con las bases de la sociedad liberal que había hecho de la Argentina un país próspero. El peronismo traspasó al peronismo y hoy sobrevive en cada político que antepone las “políticas sociales” a los derechos individuales. Porque el populismo es eso: un burócrata decidiendo cómo reparte el dinero de los demás y una población que no se inmuta
. Y esa demagogia disfrazada de política ya no es excluyente del peronismo.
Entonces,
lo que hay que erradicar es el peronismo, no a los peronistas; cosa,
por otra parte, absolutamente imposible. Este es un tema de diagnóstico.
Cuando se cree que el problema son las personas (en este caso, “los
peronistas”) la solución está en el reemplazo de las personas
equivocadas por las correctas.
El PRO no resiste el populismo sino a quienes lo ejercieron y le
resta valor a la ideología. Entiende que el problema son “los
peronistas”, no “el peronismo”. El macrismo ha dado innumerables
muestras de que la ideología carece de importancia para sus objetivos de
gestión. Macri y sus hombres creen que el éxito depende exclusivamente
de lo que se haga y que los hechos están despojados de componentes
ideológicos y es exactamente al revés: cuando las políticas son las
correctas es irrelevante quién las aplica. Cuando el presidente delega
las políticas de ciencia y tecnología en un ministro kirchnerista y las
de seguridad en sendos peronistas sin vaciarlas de la impronta peronista
demuestra que la ideología es un prurito que le es ajeno. La reciente
incorporación de otro peronista de reciente pasado sciolista al frente
del ministerio de justicia bonaerense confirma esa mirada.
El desprecio por el componente ideológico es un rasgo distintivo del
PRO y la influencia del radicalismo y de Elisa Carrió no alcanzan para
abstraerlo del error de esa mirada.
La política implica ideología. Entonces, en lugar de luchar contra
“los peronistas” y entusiasmar con esa utopía a un numeroso contingente
de seguidores, el PRO tiene que luchar contra el peronismo, contra las
ideas que plantó y florecieron, contra las raíces del populismo que
trajo y todos regaron.
En ese ámbito podrían caber los peronistas que acompañan la actual
gestión. Y en ese ámbito caben los acuerdos parlamentarios. No los
elogios al “peronismo institucional”, sí a cada peronista que haga
posible la evolución de nuestra sociedad hacia el modelo de república
que reemplazamos al adherir al populismo fascista.
Hay mucho para enderezar. La economía por supuesto, el enchastre que
se hizo con las instituciones y en los tres poderes del estado también.
Pero la tarea más ardua estará en alentar el análisis. Esta sociedad
tiene que volver a razonar y en el retorno a esa dinámica abandonada
hace décadas es secundario qué se piense de cada tema. Hay una carencia
irritante de pensamiento propio en el ciudadano común. Y cuando no hay
ideas propias es más fácil llegarle con marketing. Sin convicciones, el
argentino consume baja calidad de todo, clase dirigente incluida.
Mientras se combate la inflación y se festejan los renovados vientos
que soplan en Comodoro Py es imprescindible trabajar sobre la
modificación del paradigma social para no alentar la ilusión boba del
votante. Los argentinos no están en condiciones intelectuales de
escuchar “solo les puedo prometer sangre, sudor y lágrimas”. Tampoco
hemos acuñado un Churchill que lo pueda decir. Pero hay que exigir a la
dirigencia que abandone las encuestas a la hora de tomar decisiones y se
aparte de una vez del discurso populista.
La historia enseña que el peronismo se recompone y que de una derrota
electoral surge un nuevo liderazgo. Quienes hoy festejan la dispersión
actual del peronismo siguen mirando el árbol y no se han dado cuenta del
detalle: hace setenta años que, en la Argentina, el peronismo es el
bosque.