La izquierda fomenta la desaparición forzada de menores. Por Nicolás Márquez
Llama mucho la atención como la
izquierda en la Argentina puso el foco militante en la búsqueda del
paradero de los niños que quedaron en situación de desamparo en los años
70´ (al ser víctimas del accionar delictivo e irresponsable de sus
progenitores terroristas), a la vez que simultáneamente promovió urbi et
orbe la desaparición forzada de menores pero no de los hijos de los
guerrilleros, sino de aquellos que se encuentran en el vientre materno.
Sin embargo, conforme el lenguaje
confuso y sentimental que muy bien saben imponer los neocomunistas de la
ideología del género, el aborto no es la desaparición forzada de un
menor sino apenas “la interrupción del embarazo”, eufemismo cortés para
referirse a un filicidio sin escandalizar a la audiencia desprevenida.
En efecto, dado que la “interrupción” por definición es el cese
transitorio de una actividad para su posterior reanudación, dicha
definición sería injusta por errónea, siendo que los embarazos no se
“interrumpen” puesto que el aborto es un acto de naturaleza definitiva e
irreversible precisamente porque la muerte es un hecho definitivo e
irreversible: “ahorca es interrumpir la respiración” decía con sorna
Julián Marías.
¿Qué es el aborto entonces?: En rigor
de verdad el aborto es la muerte del concebido. Sin embargo, los
partidarios del aborto minimizarán esta situación en función de una
serie de arbitrariedades que ellos escogen en el calendario, y entonces
han inventado que si el embarazo es reciente, el aborto puede ser viable
dado que “todavía no está formada la persona” —es habitual que las
feministas y los psicobolches que le dan letra lo justifiquen como
mínimo hasta los tres meses de preñez—. Pero entonces, ¿a partir de qué
semana y de qué hora empieza la vida? ¿Con la unión del óvulo y el
espermatozoide o cuando el supersticioso almanaque progresista así nos
lo impone?
Ocurre que los ideólogos del género y
sus bienpensantes asociados alegarán que antes de una determinada
cantidad de semanas no hay tal víctima, puesto que el producto de la
concepción “todavía” no es un ser humano sino una simple masa informe de
protoplasma y, por ende, el aborto no sería mucho más que la
“eliminación de un parásito”(así lo definió textualmente la maoísta
bisexual Simone de Beauvoir), es decir que por el momento el bebé no
sería más que un molesto y desechable amasijo de carne enquistado en el
vientre materno.
La biología por encima de las paparruchadas ideológicas
Pero no son los fetichismos progresistas
sino la ciencia desde la embriología y la biogenética la que nos ha
demostrado con absoluta certeza que la vida humana comienza en el
momento en el cual se unen el gameto masculino (espermatozoide) y el
gameto femenino (óvulo), y es en este proceso de fusión cuando se
acoplan 23 cromosomas del espermatozoide con 23 cromosomas del óvulo
materno. Esto forma el cigoto, es decir un nuevo ser conformado en su
inicio por 46 cromosomas con su material genético propio y un sistema
inmunológico diferente del de la madre. Vale decir, después de la
fertilización del óvulo no hay ninguna otra etapa en la que el embrión
reciba una nueva y esencial contribución genética para ser lo que ya se
es. Desde entonces, el embrión sólo necesita nutrición, oxígeno y tiempo
para alcanzar la plena maduración de un hombre adulto. Este nuevo ser
humano comienza a desarrollarse como tal desde el instante mismo de la
concepción. Luego, el cigoto no es un ser humano en potencia: sino un
ser humano con gran potencial.
El almanaque progresista
¿Entonces en qué cuernos radica este
pasatiempo progresista consistente en especular con las fechas como
quien juega con la “Batalla Naval”[1]
para ver si al bebé lo matamos este martes o lo salvamos para la semana
siguiente? ¿Tiene más dignidad el bebé no nacido según la edad de
gestación? ¿Lo podemos salvar dos horas después de cumplirse el plazo
“aprobado” por el vanguardismo solidario pero no dos horas antes de
cumplida la fecha del benevolente salvataje socialista?
Interesan las preguntas porque otras de
las pseudo-argumentaciones aborteras nos dicen que “en la panza el bebé
es totalmente dependiente de la madre”, por ende en aras de esta
dependencia “la cosa” sigue siendo parte del cuerpo de la progenitora y
es potestad de ella decidir matar al menor o no. Nadie le niega a la
mujer el derecho a disponer de su cuerpo, pero una cosa es disponer de
“su cuerpo” y otra distinta es disponer del cuerpo de un tercero, y que
encima ese tercero sea nada más y nada menos que su propio hijo y cuya
“disposición” consistiría en asesinarlo. Y tan independiente es el
cuerpo del niño respecto del de la madre, que ni siquiera forma parte
del cuerpo de la progenitora la placenta, ni el cordón umbilical ni
tampoco el líquido amniótico, sino que estos órganos los ha generado el
hijo desde su etapa de cigoto porque le son necesarios para sus primeras
fases de desarrollo y los abandona al nacer, de modo semejante a cómo
años después del nacimiento, el propio niño abandona los dientes de
leche cuando ya no le son útiles para seguir creciendo. Por tanto,
sostener que el hijo forma parte del cuerpo de la madre constituye o
mala fe o ignorancia.
Pero volviendo al insistente tema de la
“dependencia del niños respecto de la madre”, cabe agregar que por otra
parte un bebé recién nacido también mantiene un altísimo grado de
dependencia a expensas de la madre —más allá de que tras nacer respire
por sí o se alimente sin cordón umbilical—, dado que si ésta lo
desatiende apenas por unas horas, el niño no tardaría en expirar: ¿Tiene
más dignidad un pequeño de cinco años de edad que uno nacido hace cinco
días dado que éste es más dependiente que aquél por no saber hablar ni
caminar?
Lo más paradójico, es que las feministas
hipócritas que agitan banderines en olímpico desprecio por la vida del
niño por nacer, son las mismas pandilleras que luego militan al servicio
de millonarias ONG’s “ambientalistas” para bregar contra la caza de
ballenas en Rusia, enfurecerse por el ensuciamiento petrolífero de
pingüinos en la Patagonia, velar en favor de mosquitos africanos en
aparente peligro de extinción o refunfuñar por las riñas de gallos que
aún persisten en algunas ciudades de Latinoamérica: estas energúmenas
proponen el genocidio infantil pero patalean ante la tala
“indiscriminada” de árboles.
Sin dudas, el agitador urbano del tipo
lumpen-progresista no sólo es un verdadero idiota útil al servicio de
los grandes laboratorios abortistas que ganan millones traficando
órganos de menores abortados, sino que además trabaja de corista gratis
para la Internacional filicida financiada por la Fundación Ford, la
Fundación Rockefeller, la Planned Parenthood[2]
y la Bill & Melinda Gate, no sin el auspicio del Fondo de Población
de las Naciones Unidas (UNFPA) el cual a su vez añade ingentes recursos
para los zurdos millonarios de Amnistía Internacional, el Grupo de
Activistas Lesbianas Feministas (GALF), el Movimiento Amplio de Mujeres y
otras corporaciones trasnacionales de izquierda bien rentadas en
dólares y cuyas cabecillas llevan una confortable vida rentística bien
dispuesta a disfrutar de los beneficios de la “sociedad de consumo” a la
que paradojalmente se oponen sus bullangueras y andrajosas militantes
de base territorial.
Los métodos de “salud reproductiva” favoritos del derecho-humanismo
Los métodos para matar al niño en el
vientre materno son muchos y variados —al menos media docena de
procedimientos conocidos son los que se aplican[3]—, pero dos son los mecanismos por antonomasia y los más usuales al respecto, los cuales explicaremos muy brevemente.
El primero es el de la “succión”, el
cual consiste en introducir en la vagina materna una suerte de tubo con
un potencial veintinueve veces más poderoso que el de una aspiradora, el
cual succiona al bebé desguazando sus miembros, desintegrándolo
progresivamente y transformándolo finalmente en un suerte de puré
sanguinoliento, el cual es depositado en un recipiente.
Pero si la criatura lleva entre 3 y 9
meses de gestación, entonces por su desarrollo físico ya no alcanza con
reventarlo con la succión sino que para tal fin se necesitan armas de
destrucción complementarias. Luego, es de uso habitual lo que se conoce
como la “dilatación y evacuación”. Mediante esta última técnica, el
cuello del útero es ampliamente dilatado y como los huesos del niño ya
están calcificados, previamente se introduce una tenaza para arrancarle
sus brazos y piernas, luego al niño se le destroza la columna vertebral y
finalmente se le aplasta el cráneo por completo.
Una vez destruido el bebé por entero,
los desechos ya están listos para la posterior succión. Una vez que se
extraen los pedazos del menor descuartizado, por las dudas el abortista
tiene que armar de nuevo el cuerpecito completo, para asegurarse de que
no se haya quedado nada dentro del útero de la madre, de lo contrario
ésta podría sufrir alguna infección.
Una vez garantizada la reconstrucción
del cadáver, los desechos del niño ya están listos para ser arrojados a
la basura (si es que no se extraen sus órganos para traficarlos).
El sentimentalismo abortista
Como la evidencia científica está muy
por encima de las charlatanerías progresistas, a la postre los grupos
feministas y las organizaciones que dicen defender los Derechos Humanos
(pero que bregan por matar al niño) acaban abrevando en argumentaciones
de tipo sentimental con la sucesiva fabricación de historias de vida
traumáticas que —según lamentan sus acongojados cronistas— habría
padecido la madre encinta y así, justificar a modo de “mal menor” el
pretendido crimen del niño: “La madre es pobre y encima ya tiene otros
tres hijos que mantener: uno de dos años, uno de cuatro y otro de seis.
Obligarla a tener otro hijo no querido es un acto de insensibilidad”. O
sea que en vez de ayudar a rescatar a la mujer de la pobreza, lo que
proponen sus voceros es matar al niño por nacer a los fines ahorrativos.
Pues bien, como es de sobra sabido que la economía no es el fuerte de
los filósofos del progresismo, nosotros que estamos a la derecha y
solemos ser más entendidos en la materia, le sugerimos a estos
pregoneros del altruismo una oferta superadora y más barata: matemos al
hijo más grande (el de seis años en este caso) que es el que
naturalmente genera más gastos y preservemos al menor en gestación, dado
que por el momento es este último el más barato de mantener. Pero al
margen de estas decisiones relativas a la economía familiar, vale
agregar que el aborto no es un problema de clase social: se practique
por mujeres ricas o pobres, se haga clandestinamente o bajo la
protección del Estado, se consume sin medios o con la más sofisticada
tecnología, no deja de ser siempre el mismo homicidio contra la vida de
un inocente indefenso. Todo lo demás es parte de un anecdotario
subalterno que nos distrae del verdadero debate: nadie pretende obligar a
la madre a tener un hijo no querido, pero ocurre que “el hijo no
querido” ella ya lo tiene consigo, no es algo de existencia potencial
sino actual.
Otro argumento sensiblero en
el que echan manos los filicidas de izquierda, es el relativo a la
posibilidad de que el bebé no nacido padezca alguna enfermedad o
malformación. O sea que el feminismo neomarxista nos dice hora que si el
menor padece alguna discapacidad habría que matarlo, tal como se hacía
siete Siglos antes de Cristo en el rígido y militarista Estado de
Esparta. O como se hacía, asimismo, bajo las leyes eugenésicas del
nacional-socialismo que ordenaban el exterminio de los nacidos
discapacitados y malformados. Pues bien, más allá de que nosotros
consideramos que la solución en este caso no sería matar al niño sino
asistirlo médicamente ante su eventual malformación o disfunción, nos
interesa el siguiente testimonio brindado por el reconocido
constitucionalista brasileño Celso Bastos: “Participé de una discusión
en la que un médico, dueño de diversas clínicas, defendía el aborto. Él
decía que con un aparato de ultrasonidos, se puede conocer con un 80% de
certeza si el feto sufre mongolismo, en cuyo caso podría ser abortado.
Entonces le pregunté. Ya que admitía un 20% de inseguridad: ¿por qué no
dejar nacer a la criatura y matarla después? Entonces tendríamos un 100%
de certeza”[4].
Una vez agotados los trucos
sentimentalistas, el militante progresista nos va a sugerir legalizar el
aborto pero por motivos prácticos: “Aunque lo prohíba el Código Penal,
los abortos se hacen igual. Por ende hay que legalizarlos para evitar el
riesgo de salud de la madre que es sometida quirúrgicamente a abortar
en lugares clandestinos e inseguros”. Por empezar, la madre que quiere
abortar no “es sometida” a lugares clandestinos, sino que ella
“voluntariamente se somete” a esos antros para practicar el homicidio.
¿Hay mujeres que corren riesgo de muerte tras abortar en ámbitos no
equipados? Sí. Y es lamentable. Pero el detalle es que la mujer que
muere al someterse libremente al experimento filicida no es víctima sino
victimaria y en su calidad de victimaria acaba accidentalmente
muriendo: la verdadera víctima de todo esto es el niño. Análogamente, si
un ladrón quiere robar un banco y en este emprendimiento ilegal es
abatido por la policía, va de suyo que esta muerte fue una consecuencia
no deseada de su actividad criminal: ¿tenemos que despenalizar el robo
para que el ladrón no corra más riesgo de muerte entonces?
Para terminar, el abortista no va a tener otro remedio que tildarnos de
“entrometidos” al procurar interferir en un asunto que al parecer nos
sería ajeno: Pero ocurre que la privacidad del vientre no autoriza a su
titular a que se mate dentro de él, del mismo modo que la intimidad de
una vivienda no da derecho a sus propietarios a cometer el asesinato de
sus hijos dentro de los límites geográficos de aquélla. Por lo tanto,
cualquier vecino que advirtiera esa situación estaría moral y legalmente
autorizado para llamar a la policía o hacer la denuncia respectiva ante
la inminencia del pretenso infanticidio intramuros: tenga el niño 5
meses de gestación o 5 años de edad.
Y como a la postre los
argumentos abortistas terminan cayéndose uno a uno, se suele acudir al
extrañísimo caso del “embarazo generado por una violación” y entonces,
por excepción, sostienen que aquí sí habría que autorizar el aborto.
Pero esta excusa no es tan excepcional: curiosamente todas las mujeres
que quieren abortar dicen “haber sido violadas” sin tener que probar
jamás la violación ni la identidad del violador. En efecto, la inmensa
mayoría de estos casos suelen ser burdas mentiras con pretensiones
filicidas dado que la legislación local habilita a la mujer a decir que
fue violada y con su sólo testimonio verbal “alcanza” para conseguir la
autorización judicial y matar al niño, siendo además que es sabido que
en las violaciones, justamente por el estrés y el traumatismo de la
situación, los casos de producción de embarazo son extrañísimos y
aislados: el centro de Ayuda a la Mujer en Méjico confirmó que sólo en
el 2,2% de los casos donde se configuró violación hubo posteriormente
estado de preñez, por ejemplo.
Pero supongamos por un rato
un caso que se presente como verdadero: que una mujer que efectivamente
tuvo la desgracia de ser sometida al horrible vejamen y de esa
situación, tuvo luego la mala fortuna de quedar embarazada y, por ende,
la víctima no quiera tener ni criar a la criatura que lleva en su
vientre. ¿Acaso de una situación en la cual la madre es víctima de un
delito sexual en vez de castigar al violador tenemos que matar al menor?
Ni siquiera el violador es sometido a pena capital porque el
progresismo garantista se opone a ello: ¿pero sí se pretende condenar al
bebé a dicha sanción?
Obvio que la violación es un
crimen abominable, máxime si la mujer tiene que sufrir durante meses el
embarazo fortuito y no deseado. Es una tragedia relativamente
equiparable a la de aquel que al ser robado por un delincuente es además
baleado y por sus heridas tiene que padecer meses de recuperación o,
peor aún, pasar sus días en una silla de ruedas: ¿esta terrible
desgracia habilita al sufriente a matar a un tercero ajeno al detestable
delito?
Que la madre no quiera tener
un hijo es una desgracia insalvable: al hijo ya lo tiene consigo mal
que le pese. Que no lo quiera criar y hacerse cargo de la criatura sí es
algo salvable, puesto que lo puede dar en adopción. Es decir: la
desdichada madre no tiene derecho alguno a matar al menor inocente y sí
tiene la obligación de parirlo y, luego, dispone de la libertad de
elegir darlo o no en adopción. Al mismo tiempo, es el Estado el que
tiene que contener afectiva y psicológicamente a la madre ante tan
fatídico tránsito y, por supuesto, darle un castigo riguroso y ejemplar
al depravado.
Dicen los filicidas que no
obstante nuestros argumentos, “la mitad de la biblioteca sostiene que la
vida comienza desde la concepción, pero hay otra mitad de la biblioteca
que sostiene que la vida empieza después”. Curiosamente la mitad de la
biblioteca que promueve el aborto no dice nunca en qué momento exacto se
produce la vida y sólo plantea especulaciones e hipótesis que la
ciencia ya ha refutado. Pero supongamos que el tema sigue sujeto a
discusión, que hay disparidad de criterios y que aún no se puede saber a
ciencia cierta quién tiene razón: en este caso habría que manejarse con
prudencia y cautela y prohibir por añadidura el aborto, ya que sería
ridículo que ante la duda se decida abortar. Es decir, si aceptáramos
como válido “dudar” o relativizar el momento en el cual se origina la
vida, es obvio que la opción ha de ser siempre por aquella que procure
salvaguardar al menor (es decir tomar la vida desde la concepción misma)
hasta que el “enigma” se disipase, pero jamás someter al niño al juego
de una ruleta rusa especulativa con barniz terapéutico: “Me he dado
cuenta de que todo el mundo que está a favor del aborto ya ha nacido”,
sentenciaba magistralmente Ronald Reagan.
Por lo demás, por confusos, intrincados
y envolventes que pretendan ser los aforismos efectistas del activismo
filicida, advertimos que siempre la sana lógica en favor la vida podrá
no necesariamente ganar la batalla política pero sí la disputa moral y
racional, puesto que, en resumen: sea legal o ilegal, el aborto mata
igual.
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