De las muchas tragedias de la historia
argentina, el accionar de la subversión y el terrorismo de estado han
sido las más sangrientas y las que más secuelas dejaron, en esta
sociedad partida, que no encuentra el camino del perdón.
Falto justicia, y la que creyeron hacer
los que la ejecutaron, desde el Estado, la más macabra de las
aniquilaciones, fue tan desproporcionada, como lo es en cualquier lugar
del mundo, el ejercicio del terror desde el Estado.
Mucho se ha discutido, pero es mucho más lo que se sufrió por esta etapa, que no cierra nunca.
A los nueve años, muchas veces me
sacaban de la cama para chequear que no hubiera bombas en la casa, un
patrullero nos seguía a la escuela, y mis padres hacían que nuestra
niñez siguiera feliz.
Nada sabíamos de “los otros”, que
perseguían y mataban en una lucha contra los sistemas, los sindicatos,
los trabajadores, los grandes empresarios y los gerentes de sus
empresas. Mi padre era uno de ellos, le tocó de cerca la muerte de sus
colegas. Nos refugiaron en la Provincia de Santa Fe, y salvó su vida,
pero su tranquilidad no. No fue el mismo durante muchos años, sufrió una
depresión severa y las pesadillas lo acompañaron hasta el final de sus
días.
Peronista, trabajador. Pasó el mal
trago, mucha terapia y sobretodo una gran sabiduría, hicieron que nos
eduque en la reconciliación con los equivocados. O los que al menos,
para él, lo estaban. El entendía lo que pasaba, porque el ERP quería
atentar contra nuestras vidas. Entendió por qué ocurrió el golpe del 24
de marzo de 1976 y jamás lo oímos justificarlo. Jamás.
Mucho tiempo después, entendimos todos, lo que ocurrió a partir de ese día, y luego se supo, venía ocurriendo en democracia.
De mis recuerdos de esa época, está la
imagen de unos vecinos, subidos de los pelos a una camioneta verde, dos
hermanos que iban a la secundaria, a los que no vimos nunca más.
Del ´78 recuerdo la prohibición de salir
a festejar el mundial, veíamos los partidos en casa pero nada de
festejos en la calle, “están pasando cosas, no se puede festejar nada
como país”. También fuimos adolescentes a los que se nos prohibió
festejar la guerra de Malvinas el 2 de abril.
Superar la persecución del ERP y la
culpa de haber sobrevivido, aunque después los militares lo persiguieron
por peronista, lo vigilaban, no hizo libre a mi padre hasta el ´83. Eso
me dejó muchas enseñanzas.
No se puede vivir anclado al pasado, no
se puede pasar la vida regurgitando rencores, y no es porque él zafó,
como muchas veces me dijeron, los que no comprenden por qué condeno la
represión de Estado. Me consuelo sinceramente con las familias de las
víctimas de la subversión, pero no hago diferencias con las familias de
los muertos y desaparecidos por el terrorismo. No me sale hacerlo de
otra manera.
No adhiero a la teoría de los
dos demonios, porque en el caso de haber existido, un demonio fue mucho
más poderoso y destructor que el otro. Administraba la violencia, la
vida y la muerte desde el gobierno, nada más y nada menos.
Hace un año tomé un café con uno de los
miembros del ERP que perseguía a mi padre, y fue raro, fue casual, fue
el destino, no me sentí incomoda, él sí, y me encontré de pronto
oyéndolo disculparse por su accionar en los ´70 y él a mí, tratando de
entender lo que todos hicieron mal. Coincidimos en algo, los derechos
humanos son universales, como los postula su declaración. El derecho a
la vida es sagrado. Nos dimos la mano y nos despedimos.
Para cada uno éramos “el otro” y nos
dimos cuenta que había habido “otros” que nos superaban, que estuvieron
por encima nuestro, de las diferencias de ellos como peronistas y mi
padre, y de la sociedad toda, detentando el poder y creando nuevos
vocablos para los argentinos, como desaparecidos, apropiadores,
clandestinidad, víctimas inocentes.
Soy consciente de que mis palabras
pueden ser poco prolijas para muchos, políticamente incorrectas para
muchos más. La vida me dio la oportunidad de vivir una etapa violenta,
que no me pasó por el costado, que estalló en el corazón de mi familia,
que destrozó familias de amigos y de mi padre. También se llevó a mis
vecinos, a un primo, cuya madre fue de la asociación Madres de Córdoba.
Nadie me contó, no lo leí en un libro, lo vi, lo viví.
No pertenezco al grupo que cree que
porque se vendieron las banderas de los derechos humanos a la política K
eso borra lo que paso. Tampoco pertenezco al grupo que cree que porque
se pagaron indemnizaciones por el daño causado por un estado represor,
eso borra lo que pasó. Eso estará en la conciencia de cada deudo. Porque
después de todo, se quedaron siendo eso, todos deudos.
Sí creo que las víctimas de la
subversión y el terrorismo que consideran que no tuvieron justicia,
deben buscarla denodadamente, como lo hizo la familia Rucci. Buscarla
sin querer equipararse, sin comparar, buscar hasta encontrarla. La
sociedad los acompaña seguramente.
Entendí con mucha claridad el espiral de
violencia que ocurrió, imparable, hasta que llegó el silencio, que era
salud, en aquellas épocas. Nada fue bueno. Nada.
Trabajo por los derechos de
mujeres silenciadas durante la dictadura y durante toda la democracia,
no escribo para agradar ni para dar consejos, solo intento contar, lo
que viví. Y que sirva para algo.
Porque cuarenta años después, hay en este país, gente que sigue diciendo sin pudor “ojala hubieran terminado su trabajo”,
sin pensar que en algún momento, si seguían, la puerta se la iban a
golpear a ellos. O necesitamos un “Videla”. No lo vivieron, estoy segura
de eso.
Y hay muchos jóvenes, que se quedaron
con el relato conveniente de una década de abuso de utilización de los
derechos humanos, con fines de robo, así de trágico. Robaron desde el
dolor real de aquellos que fueron víctimas, contando una muy
parcializada historia.
Todos, hemos heredado la violencia de
bandos, transformándonos en anti algo o pro de otra cosa, no tenemos
otra entidad que esa, la de ser argentinos se diluyó.
La paz es un estado que se alcanza desde
el interior de cada uno, para luego ser trasladado a la sociedad. Las
mujeres hemos sido capaces de ser puentes entre la muerte y la vida,
muchas veces a los largo de la historia de la humanidad. Seámoslo ahora.
La grieta que nos divide no es nueva, se
ha profundizado, pero tiene más de cuarenta años, y se la trasladamos a
nuestros hijos, que suman rencores actuales.
No le pediría a un familiar de un muerto
por la subversión que olvide, no le pediría a la madre de mis vecinos
que perdone, no soy la persona indicada.
Todos los que creen que no se hizo
justicia tienen derecho al reclamo, a lo que no tienen derecho es a
seguir sumando división a la división.
El compromiso de la sociedad debe
llegar, ocurrirá cuando dejemos de ser bandos, llegará cuando
comprendamos que la tragedia nos alcanzo a todos.
Trabajar en la paz, para que nunca más seamos “los otros” de nadie, y seamos nosotros.
Alicia Panero