TENER FE
Por Dardo Juan Calderón.
Parece que
tener fe es adherir a un catálogo de verdades y de enseñanzas que la historia
ha ido juntando y convirtiendo en una “tradición”. Y entonces alguien me hace
el regalo – el don- de darme tal
inventario de cosas y yo “las tengo”. Tengo
un “credo”, y por ello adhiero a estas verdades confiando en la sabiduría de
todos aquellos que han ido conformando el catálogo - el patrimonio espiritual –
a partir de una revelación divina, que pasa a ser una especie de manual para el
uso correcto del artefacto, que soy yo y lo social puestos en la existencia
concreta.
Yo adhiero, yo poseo esta fe, y con ella
tengo las respuestas ante los aconteceres que me depara la historia, tras un
trabajo sesudo de ir asimilando ese patrimonio espiritual y cultural e ir haciéndome
cada vez más de más fe, ampliando mi posesión. Con este capital hago un
discernimiento, una interpretación y una adaptación de toda esta enseñanza para
enfrentar la novedad de mi tiempo. El problema esencial de la fe consistiría en
ese proceso de “enriquecimiento” y posterior aplicación, adaptación a las
circunstancias, y de si en este proceso
histórico ineludible, estoy o no traicionando el sentido de esa tradición que
se me entregó y se me regaló, para lo cual vuelvo a revisar los tomos de la
doctrina.
Las actitudes frente a esto son, el de si yo
me planto con una actitud crítica – en el mejor sentido – ante el catálogo de
consejos e intento en ello sacar “el espíritu” de esa tradición o, si profeso una fe de carbonero y me atengo a
lo mandado a creer, literalmente, y para
eso busco las citas. Existen posiciones intermedias, puedo hacer descansar esa
tarea de adaptación en las autoridades, en los doctores, que vendrían a ser estos
los que interpretan el espíritu para
cada época, a las que acataré, o si no, con los que compartiré un cierto diálogo que
me tenga como partícipe de la tarea. Pues, después de todo, el que tiene que
vivir mi vida soy yo, y no puedo - como hacen ciertas mujeres piadosas y
cargosas - andar ocupando al cura cada
vez que decido contrariar a mi marido (que en el fondo no intentan sacarse las
dudas, sino convencer al cura de que les dé el imprimátur ¡Y vaya si lo logran!).
Y “no tener
fe”, pues sería enfrentar la vida histórica que me toca, sin este catálogo ni
este patrimonio espiritual, porque simplemente nadie me lo regaló. No tuve el
don, y ando leyendo otras cosas. Y de esta manera, es una clara experiencia el que
un montón de personas que tienen fe y otras que no tienen fe, llevan vidas muy
parecidas, y esto porque lo que realmente importa y es determinante, no es el
libro que usas para entender la historia, sino que lo importante y gravitante, es
la Historia que nos tocó vivir y que pesa más que mil libros.
Lo que haría la diferencia es que aunque
ambos van al mismo supermercado, comen las mismas cosas, aman a sus hijos de
parecida manera, se esfuerzan en sus
trabajos con igual tesón y adquieren bienes parecidos; pues uno tiene una “cosa”
que el otro no tiene.
¿Cuál sería
la diferencia? Me podrán decir, en defensa de la fe, que el que tiene fe, tiene más alegría o
menos angustia. Está más seguro de lo que debe hacer; tiene menos dudas; las
cosas le van mejor; sus hijos los aman más y sus cónyuges son tiernos y
cariñosos. Pero… ninguna de estas cosas se dan de esta manera a nuestra
experiencia; es más, suelen verse más angustiados a los hombres de fe que a los
que no la tienen, y los hijos de los que tienen fe suelen salir tanto o más
fallutos que los otros, y ni que hablar de lo cónyuges.
Para colmo, este regalo que es la fe, esta
cosa que se me da – como todas las cosas - se puede perder, como se puede perder un
paraguas, y aún más, es un objeto de lo más caprichoso - como suelen ser las
cortaplumas suizas que nos regalan - ya que un día contamos con ella y al otro
no la hallamos, y pasamos meses sin pensar en ella y un día de nuevo la
encontramos y vemos lo útiles que nos son, y también vemos que podíamos vivir
igualmente sin ellas. Y lo cierto es que nuestra vida en mucho no cambió entre
los períodos en que la tenemos, y los que transcurren estando ella perdida.
Tengo una sana envidia con aquellas personas
prolijas que siempre encuentran sus cosas, pero también tengo la sospecha de
que esto ocurre porque no las usan nunca. Y de esta manera hay muchas “fes”,
que permanecen impolutas en los cajones y sólo son sacadas para ocasiones
especiales; conferencias, cursos y fiestas de guardar, con el cuidado primoroso
de ser devueltas a su cofre rápidamente y no andar llevándolas por todos lados
corriendo el riesgo de que se ensucien, se quiñen, etc..
Decía André Frossard que si en cada iglesia
hubiera una oficina de objetos perdidos donde uno tendría que declarar la
pérdida de la fe, se produciría un interesante diálogo. “A ver, dígame las
circunstancias de tiempo y lugar ¿dónde la perdió, a qué hora de qué día?
Descríbamela: ¿cómo era su fe, de qué tamaño, de qué color? ¿Qué contenía? ¿Era
la fe de carbonero, o la simple, la de niño? ¿O quizá adulta, crítica? ¿De
fabricación moderna con cubierta plástica, o antigua, encuadernada en cuero
rústico? ¿Tiene Ud. mucho interés en recuperarla?” (En estos casos y ante la
prolongación del trámite, dice el citado, “se demostraría que uno haría muchas
menos gestiones por reencontrar la fe, que por recuperar un paraguas”, y –
agrego yo- esto es porque es más fácil
identificar el paraguas que la fe. Nadie sabría muy bien qué decir ante este
interrogatorio.
El asunto es que así planteadas las cosas,
no sólo no se entiende bien la diferencia entre tener o no tener fe, sino que
más todavía, uno no podría asegurar nunca que tiene – en su posesión y bien
agarrada - tal cosa. Salvo que la llevara como un estandarte o como se llevan
los santos en las procesiones y entonces pasa lo de Anzoátegui (sobre que ser católico
es bueno, pero poner cara de católico, no). Y la más de las veces, uno queda en
encontrarse por asuntos con personas que no la tienen, y estamos en la misma, porque uno no la ha
llevado a la cita para no andar molestando ni estar tan empaquetado.
¿Hasta qué
punto uno puede decir que “tiene” sus bienes? ¿Qué “tiene” la fe? Lo cierto es
que uno los tiene a ratos, no se puede andar con todos ellos de un lado para el
otro, y resulta que su auto lo tiene el chofer, su jardín el jardinero, la casa
los chicos y su fe su mujer. Es cierto que allí están, a buen recaudo (por lo
menos eso creemos, o queremos creer).
Para peor, viene San Pablo y nos dice que la
fe, es decir, no la fe, sino la “Fe”, es “substancia de las cosas que se
esperan”…. así que nada, no tengo nada. Ninguna cosa. Porque la fe recae sobre
cosas “que se esperan”, no se tiene ninguna cosa en la fe, se espera tenerla, no
es como el paraguas.
“¿Y toda esa
historia y esa tradición?” - me dirán -
“No venga a decirme – ¡justo usted!-
que no tienen nada que ver con la fe, son cosas que pasaron y que
constituyen algo, una cosa, una civilización, un cúmulo de enseñanzas o de
verdades, un patrimonio. Es a eso a lo que le doy fe”.
Bueno, a mí me gustaría darle la razón, pero
San Pablo dice otra cosa que tenemos que tratar de entender. Es más, agrega,
“Si Cristo no ha resucitado, mi fe es vana”. “¡Ahh, cómo! Entonces hay una fe
que es “vana” ”. Y parece que sí. Por ejemplo: yo puedo creer que Dios existe y
que ha creado todas las cosas, es más, lo corrobora la razón, también puedo
creer que Jesús de Nazaret ha venido al mundo con un mensaje del cielo que les
ha dado a los hombres; que ha predicado el Reino de Dios y que ha muerto en el
Gólgota después de darnos los ejemplos de todas las virtudes y hasta un modelo
social, que fundó una Iglesia, que ha
cumplido la misión de un Mesías espiritual que fue anunciado por los profetas,
es decir que respondía a una tradición y lo anunciaba una historia que se hacía
cumplida en Él, y todos y muchos más sucesos, que se pueden creer, sin tener la
Fe. Aún sus milagros. Y tras de Él toda la historia de la Iglesia con todos los
tomos de doctrina y filosofía (también filosofía política).
Pero hay una cosa en la que no se puede
creer. Le pasó a Tomás el Dídimo. Que no sólo creía, sino que todas esas “cosas”
las había vivido junto a Él, todo “eso”. Y lo que es increíble, antinatural,
irracional, inaceptable al hombre, es que RESUCITÓ ¡No me vengan con eso! Dijo Tomás.
Y si resucitó, puede venir en la Hostia, vivo, y esa eucaristía es el milagro
de la resurrección. Y yo, entonces, creo que puedo resucitar con Él, es decir,
que “espero” resucitar porque Él resucitó, y esa es la Fe, la esperanza de
resucitar junto a Él. Esa es la substancia de las cosas que se esperan.
¿Y todo lo
otro es vano? Así, sin esto, sin la resurrección, pues sí. ¿Entonces quiere
decir Ud. que en aquello que tengo fe, no es en toda esa tradición, sino en la
resurrección, y si no, no tengo Fe?
A ver… nosotros no somos cristianos porque
adherimos a una tradición histórica cristiana, podemos adherir a ella, sin
tener Fe, y aún podemos creer, sin tener Fe. Hay muchos que así lo hacen (se
llaman “conservadores”).
No es un decurso histórico el que nos hace
cristianos, ni el
transcurso esforzado de un patrimonio cultural. Nosotros nos
hacemos cristianos porque así, medio de repente, se nos
abrió una puerta, y de esa manera “entramos en algo”, y nos
“enrolamos en algo”, y de a poco comenzamos a ver que dentro de ese “dominio”
al que entramos, hay un montón de cosas que comienzan a tener explicación y
razón de ser, que están dentro de ese “dominio”; y que recién podemos entender
y adherir de corazón a esas cosas, porque Cristo ha resucitado. Ya que si
queremos andar el camino al revés, es decir, ver todas esas cosas, jamás
veremos ni podremos entender, ni justificar, el que Cristo haya resucitado.
Como le pasó a Tomás. Y vamos a querer meter los dedos.
Toda esa historia y esa tradición, lo único seguro
que me dicen, es que ya pasaron y que estoy viviendo en otra historia y no sé
cómo cornos ajustar las diferencias, y la Fe no es para aprender a vivir la
historia que nos tocó, sino justamente para hacer de su derrotero futuro, en la
esperanza, una historia mía, junto con Él. La Fe no es algo que nos ocurre en
la historia, sino que es la substancia de lo que va a ser nuestra historia más
allá de la historia. ¡¡La historia importa un comino!! Y en cuestiones de Fe,
trae más problemas que soluciones, porque (no lo digan en voz alta) “La
historia está endemoniada”. (Bueno, no peguen). Importa un comino si esa
historia, es una historia que sucede delante de mí y con la que tengo que
lidiar como se lidia con un libreto que otros escriben. Pero mí historia
propia, la que escribo mientras voy a Su encuentro, es mí libreto. Y como es
una historia que ando con Él, también Su historia es mía. Esperen que damos un
ejemplo.
Dice otra vez Frossard: “Porque la fe no es un
objeto, ni el estado privilegiado de espíritus extraordinarios en familiaridad
con lo sobrenatural. Creer no es sentir, la fe es contraria a la evidencia, y
ella no se confunde con la percepción clara de las virtudes cristianas (ni, agrego
yo, con un catálogo de conocimientos), el fervor, o aquello que llaman los
teólogos, gracias sensibles. Decir que es una virtud, es avisar que puede ser
de una práctica onerosa y difícil, lo que está bien. Pero en realidad, la fe es
un enrolamiento, irrevocable y recíproco, comparable a aquel del matrimonio
cristiano.”
Y aquí vamos entendiendo un poco mejor los
que tenemos la experiencia del matrimonio. Casarse es comprometerse – entre
dos- a una esperanza. A algo que va a ocurrir y de lo cual saboreo su sustancia
en el acto de tener fe, de confiar, de que ese es mi destino y que escribiremos
una historia de amor (como en las películas). Y no tengo nada, salvo, que
comienzo una aventura por conseguir lo que “espero”. Y ese día ella o él, no
tienen historia, pero luego resulta que la tienen, y la descubro y tengo que
digerirla y termino amándola con su historia y así con todo lo que ella trae y
significa. Pero al conocerla, cada vez más, su historia se hace diferente, se
hace mía en lo que tiene de más secretamente suya. No importa la historia que
cuentan sus padres, sus hermanos, sus
amigos o sus enemigos; sólo yo entiendo
su verdadera historia si ella y yo, estamos en camino de conseguir lo que
esperamos. Porque esa historia del otro, no era otra cosa que una historia para
mí, para nosotros dos, desde el principio de los tiempos.
¿Cómo se expresa la fe en el matrimonio? Por
la palabra. Y la Fe, es Fe en la Palabra. ¿En un libro? ¿En verdades dichas y
escritas? No ¡como en el matrimonio! en un “requerimiento” (el de Dios a la
Virgen María, por ejemplo, o a Saulo en aquel camino) que es mutuo al ser
correspondido, que forma una relación irrevocable y recíproca. En la Fe, Dios
no nos propone un núcleo de verdades, nos propone un “matrimonio”, una relación
“para siempre”, y yo, también lo busco, asintiendo al requerimiento y esperando
en él el cumplimiento de mis felicidades. Me caso, y luego me con-vierto al
otro. (Y al que le fue bien en el matrimonio, sabe de qué hablo). Toda esa
historia de Cristo, lo que llamamos el cristianismo, no tiene ningún sentido
para mí, si no estoy comenzando una historia con Cristo. Es una historia ajena,
que ocurrió allá lejos… está bien, es ejemplar, es imitable, está llena de
frutos para aplicar a mi historia, puedo sacar ventajas y hasta seguro que me
es muy útil, pero no es MI historia.
La fe no es una cosa que se puede perder. Es
un compromiso que se falla. Si se ha trabado ese compromiso, sólo queda
desertar. Más te vale no casarte, más te vale no entrar en ese dominio. Es un
dominio en el que entras y para salir hay que retroceder y traicionar. Y por
eso los casados y los hombres con fe, siempre tienen una mueca de cierta contrariedad
cuando no son Santos. Porque hay que “apretar” y seguir y hay momentos de
seguridad y confirmación, y otros de dudas y miedos.
El hombre de fe no anda dejando la fe en los
cajones, ella es su historia, alegre, triste, pesarosa, con idas y vueltas,
pero siempre dentro de ese dominio. De esa historia. No hay divorcio vincular.
La fe es una “vocación” – un llamado- aceptada en la Promesa de la resurrección,
como el matrimonio es una vocación –un llamado, un requerimiento - aceptada en
la promesa del amor. Suena cursi, y alguien me diría que el fin principal del
matrimonio no es el amor sino la procreación. Si es verdad, pero lo descubres
al otro día (ese día feliz en que despiertas con el otro a tu lado). De la
misma manera, descubres en la aceptación de la vocación de Dios, al otro día, que debes prestar fe a una doctrina, pero
entras ya de la mano de la fe, como entras a la historia del amado en el amor,
porque si no, no entenderás nada. Nada se te hará claro, si no existiera
lanzada y tomada esa promesa de resurrección, esa promesa de amor.
Hay un primer acto simple como Dios mismo es
simple. Ningún matrimonio feliz se celebra sobre la ponderación de los bienes
que se poseen, sino sobre la esperanza de ser feliz (de buena o mala manera).
Nuestra fe es fe en la resurrección, lo demás es la alegría, el trabajo y el
padecimiento de completar una historia con un buen final, como en todas las
empresas “propias”.
La historia, la tradición, el cristianismo,
los artículos del Credo y toda la dogmática, para entenderlas, hay que estar “un
paso delante de ellas”, un paso adelante en la Fe. Se captan desde adelante
para atrás. La historia se comprende desde la profecía, la filosofía desde la
fe, y lo que fue la mujer con la que uno se casó, recién después de casarse y
de haber andado un rato juntos (¡y más te vale que la sorpresa te agrade!). Pero
si no hay un primer acto de arrojo, de apertura en una esperanza, nunca habrá
más que una historia que se mira desde afuera y no se protagoniza. Siempre será
una empresa ajena.
Ustedes me dirán que hay mucha gente que se
casa luego de una cerebral ponderación de las ventajas, no sólo las
interesadas, sino las racionales, y aún las espirituales, que se sopesan con
tranquilidad y por las que se confía un día llegar al fin, al amor. Si. ¡Dios
me libre de tal tarea! Es un trabajo de contadores, de tenedores de libros, todos
los días rehacer el balance, esforzarse por hacer cuadrar los números,
convencerse cada día de los beneficios, afrontar las dudas, enfrentar las
tentaciones de mandar todo al diablo. Esa confianza no es Fe. No está disparada
hacia adelante. Necesita corroborarse con resultados diarios, es una “cosa” que
está fuera de mí, que poseo y no poseo, que poseo con la inquietud e
inseguridad con que poseo todas mis cosas que se pierden, y con el agregado que
dijimos, que muchas veces ni soy yo el
la poseo, sino que es otro que posee a nombre mío; el chofer, el jardinero, los
chicos o mi mujer.
La fe del conservador es un matrimonio de “conveniencia”, no por una conveniencia espuria, realmente creen que es lo mejor, y se lo
tienen que demostrar cada día, lo tienen que corroborar, se tienen que
convencer cada mañana mirando hacia atrás, recordando y recapitulando. El
conservador es un analista de la fe, es un administrador de una cosa ajena, y
probablemente un buen administrador, serio, honesto, que no corre grandes
riesgos. Es un hombre que cuando la empresa muera, no va a morir con ella,
porque está viendo una historia ajena, no SU historia. Está protegiendo un
patrimonio, algo que está fuera de él, aunque el crea que es SU patrimonio,
pero es suyo en el sentido enajenado en que creemos que nuestras cosas son
nuestras. Lo único que es “nuestro” es la vida, y por eso se habla de “vida de
la fe”. No tienen FE. Creen, pero no tienen FE.
De esta manera hay que saber distinguir lo
que son los “tradicionalismos”, si esa tradición, si ese tesoro, es algo dado,
que está “allí”, que es un elemento – quizá hasta indispensable- de mi vida;
pero no es mi vida. (¡Vida mía!, le decimos a la amada). O de si esa tradición
y esa historia, es algo que, en la misma esperanza compartida, se hace mí
historia, y se explica para mí y en mí, en ese “matrimonio”, en ese “enrolamiento”
que hago con Cristo para una felicidad compartida y esperada con Él.
No es la tradición y la historia en donde
aprendemos los contenidos de la Fe y los guardamos para su consulta en una
biblioteca a fin de comparar y dictaminar el estado de cosas. La tradición y la
historia es algo que “aprehendemos” desde la Fe, y
es nuestra propia vida. Que la vida no es
otra cosa que una esperanza de felicidad que se consigue en el amor y en
el
sacrificio abnegado y permanente. Tener Fe es haber tirado la llave y
quemado
las naves, allí en la ribera del mar, para adentrarse a un dominio
ignoto que
queremos conquistar y del que ya saboreamos el triunfo, sin engañarnos
de los enormes sacrificios y desconsuelos que nos esperan. Tener Fe es
hacer propia una historia.