domingo, 4 de febrero de 2018

Dos cruces de Isabel. Segunda: el Descubrimiento. Conclusión (8-8)

Dos cruces de Isabel. Segunda: el Descubrimiento. Conclusión (8-8)

b. La cruz del Descubrimiento
La pesada cruz que llevará la Reina a lo largo de la historia, será también la conquista y el descubrimiento; conquista y descubrimiento que serían incompletos si no recordásemos lo que las animó: la evangelización.
Fue esta la «gran hazaña», al decir de Pemán, que España acometió. Fue ese desangrarse del imperio español en estas tierras americanas lo que logró lo inaudito: el trasplante y la pervivencia de lo mejor de Europa. Quizás por esto el Cardenal Aponte Martínez dirá de Isabel al momento de buscar un milagro para lograr beatificarla:¿Qué mayor milagro que la evangelización de América?
Pero los enemigos de la gran reina no han dejado de calumniarla; incluso en esto.
Como bien señala el padre Alfredo Sáenz[1] hablando del descubrimiento de América, es muy probable que la primera impresión que los Reyes se hicieran de Colón fuese la de una persona un tanto desequilibrada, con aires de grandeza y una enorme tenacidad y fantasía. En efecto, el marino genovés daba toda esa impresión cuando allá, por 1486, era preguntado sobre cómo encontraría las tierras del Preste Juan[2] que le ayudaría en la guerra contra el Islam: «Estoy seguro de ello porque Nuestro Señor me ha dicho que las encontraré para propagar la nueva de Su Pasión y Muerte» —decía; o bien: «lo dijo San Agustín»[3].


Fue el cardenal Mendoza el encargado de gestionar la primera audiencia entre el marino y los Reyes; llegado el momento, Colón captó sólo la atención de la reina pues Fernando oía todo con cierto escepticismo. Luego de la entrevista y viendo que el tema los excedía por tratarse de cuestiones ajenas a su competencia, se pasó el caso a una junta de geólogos, matemáticos y teólogos para que, luego de estudiar el tema, dieran su dictamen. Que fue adverso en primera instancia; sería ésta su primera negativa por parte de los reyes.

A pesar del fracaso de la gestión, Colón fue alojado a expensas de la corona y repensó su estrategia para presentar nuevamente su proyecto más adelante. Luego de insistir e insistir, una nueva junta de la Universidad de Salamanca revería el caso en 1491 pero…, nuevamente juzgó la empresa irrealizable. Parecía que la suerte estaba echada y que Castilla y Aragón no financiarían la empresa.

Muy desilusionado y luego de haber perdido casi seis años de su vida entre los reyes, el genovés decidió trasladarse ante el rey Carlos VIII; ya lo había hecho en Portugal y España; ahora quedaba Francia. Antes de partir, terciario franciscano como era, quiso pasar por el convento de la Rábida, en Huelva, donde aún le quedaban varios frailes amigos; allí, los hijos de San Francisco, apesadumbrados por su desazón, le pidieron que aguardase para intentar un último recurso ante la mismísima Reina, que a la sazón, se encontraba en Santa Fe, ciudad construida por ella misma al asediar Granada.

Convencido Colón de que ese era su último intento, se dirigió hasta Granada que, por gracia de Dios, estaba siendo entregada a los reyes por Boabdil. Luego de aguardar pacientemente algunos días, tuvo su última entrevista con los Reyes, proponiéndoles —¡una vez más!— su plan.

Por tercera vez oyeron las extravagancias del marino y estaban a punto de aceptar hasta que, especialmente a Fernando, no le agradó la petición del genovés: quería ser nombrado Almirante de todos los mares y tierras a punto de descubrir; ejercer como virrey y gobernador de los continentes e islas que hallara y contar con la décima parte de todas las mercancías, que se encontraran, compraran o exportaran… Parecía excesivo; los reyes declinaron la oferta y «el italiano hizo una profunda reverencia ante los monarcas y, una vez más —y esta vez para siempre—, se despidió de ellos. Salió de la Alhambra, montó en su mula, atravesó desolado la puerta de la ciudad y puso rumbo al Oeste. Estaba acabando el mes de enero de 1492»[4]. Ahora sí partiría definitivamente hacia Francia; apenas había hecho dos leguas cuando Isabel mandó llamarlo: quería renegociar; se le daría el título de almirante de Castilla, tanto a él como a sus sucesores, juntamente con otras dignidades y ventajas.

Pero, ¿qué la hizo cambiar de parecer? Fue, según los cronistas el mismo Luis de Santángel, contador y banquero de la corte quien, con la astucia natural (era de familia de judíos conversos), intercedió ante los reyes diciéndoles: «me he maravillado mucho de que no hayáis aceptado la oferta de la empresa que Cristóbal Colón os ha propuesto, en la que, en caso de fracasar, tan poco había de perderse, y en la que, en caso de triunfar, tanto bien podría seguirse para la causa de Dios y provecho de la Iglesia, exaltación del estado de Vuestras Altezas y propiedad de vuestros reinos»[5].

Y no se equivocaba. Si Colón moría en el viaje, poco se perdía y si acertaba, mucho se ganaba.

El dinero para solventar el viaje era escaso a raíz de los gastos de la Reconquista, pero pudo juntarse sin demasiadas complicaciones para la empresa. Sobre las famosas joyas que Isabel presentó para el viaje, no hubo tal cosa pues las mismas se encontraban ya empeñadas por el conflicto de Granada; sí otorgó, en cambio, las pocas de su recámara, como escribió al mismo Santángel: «yo tendré por bien que, sobre joyas de mi recámara, se busquen prestados los dineros que para la armada pide, y váyase luego a entender en ella»[6]. Fue en cambio la Santa Hermandad, de la cual hablamos más arriba, quien a pedido de Santángel (su tesorero) puso a disposición dos carabelas en Palos, a cambio de la condonación de una deuda que mantenían con la corona. La tercera embarcación sí fue costeada por los Reyes.

Además de los hermanos Pinzón, irían también otros personajes importantes en aquel primer viaje; Rodrigo de Escobedo, escribano real y encargado de levantar acta de la expedición y, dato no menor, a Luis Torres, intérprete de árabe y hebreo, quien ayudaría en caso de llegar a tierras que estuviesen por detrás de los Santos Lugares, cosa que obsesionaba a Colón.

Es cierto que en la nómina de la tripulación no iba ningún sacerdote; mucho se ha dicho sobre ello. Si no había clérigos entonces, «¿dónde estaba la empresa evangelizadora que se decía llevar adelante?». Como señala Tarsicio de Azcona, «no puede menos que hacer sonreír la postura de quienes se extrañan de este olvido» pues desconocen cómo se organizaba una expedición marinera y «cómo no entraba en la cura pastoral de la Iglesia de entonces la atención religiosa a tales expediciones»[7]. Viajes de reconocimiento había muchos pero no por ello en cada uno debía ir un clérigo; será recién en el segundo viaje cuando Fray Bernardo Boil irá al frente con algunos religiosos y con facultades de delegado apostólico.

Así, el 3 de agosto de 1492, Colón, después de comulgar el Santísimo Cuerpo de Nuestro Señor, levaría anclas «en el nombre de la Santísima Trinidad» ante la mirada exultante de la reina.

El mismo fray Bartolomé de las Casas narra lo que implicaba esta nueva hazaña:

He deseado muchas veces tener nueva gracia y ayuda de Dios para encarecer y declarar dos cosas: la una es el servicio inefable que el descubrimiento hizo a Dios y bienes universales a todo el mundo, señaladamente a la cristiandad; más singularmente a los castellanos; la otra es la estima y precio en que la serenísima Reina doña Isabel, digna de inmortal memoria, tuvo este descubrimiento de tantas y tan simples, pacíficas, humildísimas y dispuestas para todo bien, humanas naciones, por los incomparables tesoros e incorruptibles espirituales riquezas para la gloria del Todopoderoso Dios y encumbramiento de su santa fe cristiana y dilatación de su universal Iglesia, con tan copioso fruto y aprovechamiento de las ánimas[8].

No es este el lugar donde narrar los pormenores del viaje; sólo digamos que, luego de gritar «¡tierra!», apenas Colón desembarcó en Guanahani (hoy las Antillas, Bahamas) vestido con elegante traje de púrpura, clavó la bandera de los Reyes Católicos y, luego de dar gracias a Dios, tomó posesión de ellas en nombre de Castilla para más tarde declarar en su diario:

Vuestras Altezas, como príncipes cristianos y católicos, amando la Santa Fe católica y su difusión, y enemigos de la secta de los mahometanos y de todas las idolatrías y herejías, han decidido enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas regiones de las Indias, para ver a los mencionados príncipes y los pueblos de sus tierras, y saber su disposición y de todos, y las medidas que pudieran adoptarse para su conversión a la Santa Fe[9].

Como vemos, su motivación era totalmente religiosa.

El regreso a España y su reencuentro con Fernando e Isabel es digno de ser analogado con el de los generales romanos cuando volvían victoriosos de sus batallas; una comitiva multicolor y brillante avanzaba lentamente entre los vítores de la multitud. Encabezaban la columna siete jóvenes indios cubiertos sólo con taparrabos y con asombro en sus ojos. Los marineros, por su parte, iban adornados de diversos objetos y portaban en sus hombros extraños pájaros de vívidos colores. Al final venía el ahora «Almirante», en traje de gala y saludando a la muchedumbre que lo aclamaba. Al llegar a los pies de la reina y del rey, luego de hincar las rodillas, todos entonaron el Te Deum en son de agradecimiento.

Pocos días pasaron hasta que los reyes ofrecieron el bautismo a los «indios» (hasta el momento se pensaba que Colón había llegado a las «Indias»), quienes lo aceptaron por «su propia voluntad», según el mismo fray Bartolomé de Las Casas. Para padrino fue designado el mismo rey Fernando y su hijo y heredero, el príncipe Juan; vale recordar que de los siete sólo uno permaneció en España al servicio del príncipe.

Los Reyes comunicaron inmediatamente la novedad al Papa Alejandro VI, quien en mayo de 1493 responderá inicialmente con las bulas Inter coetera I y II (y después con sucesivos documentos) adjudicando a Castilla el derecho de posesión sobre las nuevas tierras e imponiendo a los Reyes el deber de enviar misioneros para evangelizar a los indígenas, obligación ésta que la misma Isabel hará cumplir al pie de la letra.

Hay un episodio que no puede obviarse para nuestro fin; fue el que sucedió a finales de 1494, luego de su tercer viaje, cuando Colón envió a España una primera remesa de quinientos esclavos desde La Española. Al parecer, los indios habían sido apresados en acciones de guerra emprendidas por el mismo Almirante, como narrará también fray Bartolomé de las Casas. En pocos días, el obispo de Badajoz, Juan Rodríguez de Fonseca, comunicó lo ocurrido a los reyes pidiéndoles instrucciones sobre los esclavos; luego de meditarlo, el 16 de abril saldría de la cancillería una real cédula de los reyes impidiendo la venta de los mismos «porque Nos querríamos informarnos de letrados, teólogos e canonistas si con buena conciencia se pueden vender»[10]. Y fue eso precisamente lo que se hizo; luego de informarse, la misma reina resolvió para éste y futuros casos por medio de una Cédula Real «resolutiva» del 20 de Junio de 1500, la libertad de los indios con orden de repatriarlos a sus familias a su cuenta y riesgo. Quizás por esto mandó a Colón en su cuarto viaje lo siguiente: Y no habéis de traer esclavos.

Como vemos, su preocupación de que no se infringiesen los derechos y se evangelizara a aquellos habitantes, queda patente en estos y muchos otros textos que no traemos a colación. Baste con releer las normas enviadas al primer gobernador de las Indias, don Nicolás de Ovando en 1501:

Porque Nos deseamos que los indios se conviertan a nuestra santa fe católica e sus ánimas se salven, porque éste es el mayor bien que les podemos desear; para lo cual es menester que sean informados en las cosas de nuestra fe, para que vengan en conocimiento de ella; tendréis mucho cuidado de procurar, sin les facer fuerza alguna, como los religiosos que allá están les informen e amonesten para ello con mucho amor, de manera que lo más presto que puedan se conviertan[11].



Dos años después, en 1503, dirá la reina en ese mismo sentido: «Por lo que cumple a la salvación de las almas de dichos indios es necesario que en cada pueblo de los que se hicieren, haya iglesia y capellán que tenga cargo de los doctrinar y enseñar en nuestra Santa Fe Católica»[12]. Las disposiciones también añadían «que sean bien tratados los dichos indios, e los que dellos fueren cristianos mejor que los otros; e non consintades ni dedes lugar que ninguna persona les faga mal ni daño ni otro desaguisado alguno»[13].

Sabemos por las crónicas que la Reina en persona elegía a los misioneros para que fueran a evangelizar, encomendándoles que mostrasen un encendido celo en la predicación y una gran prudencia en los bautismos, que nunca debían hacerse con precipitación. Eran normas, como dirá mucho más tarde Pío XII impregnadas «de un concepto profundamente cristiano de la vida».

No podemos, ya llegando al final, dejar de citar su famoso testamento donde, de algún modo, se muestra el alma de esta santa mujer:

Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y Tierra Firme del mar Océa­no, descubierto y por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica, enviar a su dicha personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica, y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de dicha concesión se contiene. Suplico al Rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la Princesa mi hija, y al Príncipe su marido que así lo hagan y cumplan, y que este sea su principal fin y en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean bien y justamente tratados; y, si algún agravio han recibido, lo remedien y provean, de manera que no se exceda alguna cosa de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos es mandado[14].



El 26 de noviembre de 1504 expiró o, mejor dicho, nació para la vida eterna Isabel de Castilla; tenía 53 años y se habían cumplido casi 30 de su ascensión al trono.

La comitiva de duelo partió de Medina del Campo, mientras que el pueblo, en un silencio estremecedor, se agolpaba a su paso. Casi un mes duró la marcha por las tierras de Castilla, hasta que por fin llegó a Granada.

Tal como lo dispuso en su testamento, fue enterrada en el monasterio de San Francisco de la Alhambra al lado de su esposo para que, como había escrito ella «el ayuntamiento que tuvimos viviendo… espero que lo tengan y representen nuestros cuerpos en el suelo».





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Hemos pasado revista a los estigmas y las cruces de esta reina santa, de esta mujer que, al decir de Washington Irving fue «uno de los más puros y hermosos caracteres de las páginas de la historia».

Como dijimos, su causa de beatificación está aún en trámite desde 1929; una violenta campaña ha logrado hasta hoy postergar su final. Jean Dumont diría en la víspera del V Centenario estas palabras que hacemos propias: «Condenados al silencio, amordazados, los promotores de su beatificación lo habían dicho magníficamente: Isabel es “un modelo para las adolescentes, las mujeres, las madres y los jefes de gobierno”. Es decir, para todos aquellos y todas aquellas que en la actual depravación, necesitan al máximo este modelo católico que se nos ha ofrecido para “iluminación del alma”. Este modelo, ocasión, pues, de la más pertinente beatificación, que se han esforzado en apagar»[15].

No nos queda sino la esperanza que la de aguardar, de rezar y de divulgar su vida y su causa, rezándole, mientras tanto para que otorgue sobre nosotros su protección para que Dios nos dé mujeres bravas, mujeres santas que sean capaces de grandes empresas.

Santa Isabel la católica, ora pro nobis.



Que no te la cuenten…



P. Javier Olivera Ravasi






[1] Para esta parte seguimos principalmente a Alfredo Sáenz, op. cit., 63-68.

[2] Nombre que se le daba en la Edad Media a un supuesto gobernante del lejano oriente.

[3] William T. Walsh, op. cit., 451. Sobre los motivos de Colón ya nos hemos referido en cfr. Javier Olivera Ravasi, Que no te la cuenten I, 197-215.

[4] William T. Walsh, op. cit., 454.

[5] Ibídem, 455.

[6] José María Zavala, op. cit., 168.

[7] Tarsicio de Azcona, Isabel la Católica, BAC, Madrid 1983, 838.

[8] José María Zavala, op. cit., 170. Años después, Bartolomé de las Casas, detractor de todos menos de Isabel, escribirá: «Cerca deste cuidado del buen tractamiento y conversión destas gentes, siempre fue la bienaventurada Reina muy solícita» (ibídem, 173).

[9] William T. Walsh, op. cit., 500.

[10] José María Zavala, op. cit., 179.

[11] Richard Konetzke, Colección de documentos para la formación social de Hispanoamérica, 1493-1810, vol 1 (1493-1592), Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1953, 4-5. Las cursivas son nuestras.

[12] Federico Ibarguren, Nuestra tradición histórica, Dictio, Buenos Aires 1978, 70.

[13] José María Zavala, op. cit., 181.

[14] Dicho testamento fue incluido en las Leyes Indias, ley lº, tít. X, 1 VI.


[15] Jean Dumont, “Reconquista de la historia. Santa Isabel la Católica”, 717.