Estigmas de Isabel: la inquisición española (4-8)
Cuando hoy escuchamos hablar de
«violación» o «terrorismo», ponemos el grito en el cielo; y está bien.
Pero, ¿por qué? Porque sabemos que la vida hay que respetarla desde su
concepción y no puede ser quitada a mansalva y sin sentido.
Hay en la actualidad, una escala de valores
donde, en su cúspide, se encuentra la vida humana y el confort…; es que
toda sociedad la tiene y la Europa de la época de la Cristiandad, la
tenía. Existía entonces, la conciencia de otro tipo de vida además de la
corpórea; otro tipo de vida más allá de la natural; era la vida
sobrenatural, es decir, la vida del alma, tan real como la del
cuerpo. Tan importante era entonces su concepción que incluso los
estados católicos se preocupaban por ella; era un tiempo donde «la
filosofía del Evangelio gobernaba los estados», al decir del Papa León
XIII. Y es por este cuidado del alma que existía también el cuidado de
la doctrina, de la pureza de la Fe, tipificando su propagación errónea y
pertinaz, con el delito de herejía.
Alguien de nuestro tiempo podría preguntarse:
—¿Y por qué iba a estar penada la herejía?
Porque los reyes temporales consideraban, con la teología, que es mucho más grave corromper la fe, vida del alma, que falsificar moneda con que se sustenta la vida temporal[1]; y no se equivocaban.
La Fe era la vida de la Cristiandad, era la vida del orden público y, atentar contra ella era atentar contra el orden y la unidad social, como bien señala Walsh:
Para muchas personas de nuestro siglo XX la palabra «herejía» alude simplemente a una forma de pensamiento independiente, a una diferencia de opinión. Y tendemos a olvidar que los hombres de la Edad Media casi siempre la relacionaban con un grupo determinado, cuyos principios y actividades aparecían como antisociales. En una sociedad predominantemente cristiana, como lo era por entonces la europea, la herejía pasaba por algo monstruoso y diabólico. La gente pensaba de los herejes lo mismo que los miembros de nuestra respetable clase media de hoy en día piensa de los anarquistas militantes. Incluso una mujer tan caritativa y bondadosa como era Santa Teresa de Avila consideraba la herejía el peor de los pecados[2].
Quizás, para entenderlo mejor, podríamos pensar quiénes podrían ser considerados «herejes» en la actualidad; veamos.
Hoy podrían ser tildados de «herejes» quienes:
– Adhieran a la pedofilia.
– Nieguen la cosmovisión democrática que hace que la verdad dependa del número.
– Sean intolerantes respecto de la «teoría del género» y la unión de homosexuales.
– Nieguen ciertas narraciones históricas imperantes, etc.
Es entonces en aquel contexto en el que
hay que pensar; en el contexto donde la Fe era algo real y donde la
gente aún pensaba que Dios existía y que sus mandamientos (tal cual
eran) debían cumplirse; el tema lo hemos tratado en otra parte[3].
Cuando en la España del siglo XV se
buscase perseguir la herejía por medio de la Inquisición, no se haría
nada diverso de lo que ya, desde el siglo XI, se venía realizando en
Europa (en esto, los Reyes Católicos, resultaron totalmente anticuados),
siendo sus reinos los últimos en solicitar a Roma dicha institución. Y
fue a raíz de las revueltas causadas por el problema de los
pseudo-conversos que el Papa Sixto IV otorgó mediante la bula Exigit sinceræ devotionis
el permiso de escoger dos o tres sacerdotes virtuosos, maestros en
teología y mayores de 40 años que ocuparan el cargo de inquisidores en
Castilla, donde comenzaría el tribunal.
La organización sería sencilla; en la
cúspide se colocaba un inquisidor general, designado directamente por el
Papa, quien con el beneplácito de los Reyes elegía a sus ayudantes bajo
el nombre de Consejo de la Santa Inquisición. La competencia se extendía únicamente a dos delitos contra la Fe: herejía y apostasía.
Pero la amplitud de ambas expresiones permitía extender la acción de
los tribunales a faltas tales como la brujería y las supersticiones. Hay
que anotar aquí que ni los musulmanes ni los judíos estaban bajo su jurisdicción, por el simple hecho de no ser bautizados.
La bula papal decía en sus partes principales:
La profunda fe y devoción manifestados por Vos a Nos y a la Iglesia Romana, piden que, tanto como podamos en el deseo de Dios, accedamos a vuestras súplicas, particularmente en las que hacen relación a la exaltación de la Fe católica y salvación de las almas. Vemos en la carta que a Nos habéis escrito recientemente, que en varias ciudades y regiones de los reinos españoles, muchos de aquellos que por su propia voluntad nacieron de nuevo en Cristo por las sagradas aguas del Bautismo, mientras exteriormente se comportan como cristianos, adoptan en secreto o vuelven a las observancias religiosas y costumbres de los judíos, y viven conforme a los principios y ordenanzas de la superstición y falsedad judaica, renegando las verdades de la fe ortodoxa y creyendo en sus doctrinas (…). No solamente ellos persisten en su ceguera, sino que sus hijos y asociados se infeccionan de tal perfidia, y su número crece así no poco. Por los crímenes de estos hombres y, se puede creer piadosamente, por la indulgencia de la Santa Sede y de los prelados, cuyo deber es velar en estas materias, con la permisión de Dios, la guerra, los homicidios y otras desgracias oprimen estas regiones, en ofensa de la Divina Majestad, desprecio de la fe antes citada, peligro de las almas y escándalo de muchos (…). Confiamos en que conseguiréis, con la ayuda de la Divina Misericordia, la conversión a la verdadera fe de los infieles que viven en esos territorios. Esto, que vuestros predecesores, por varios obstáculos, creyeron imposible realizar, conseguiréis Vos realizarlo para prosperidad de la misma verdadera fe, la salvación de las almas y vuestra mayor gloria, y para asegurar la eterna felicidad por la que tanto rogáis[4].
El problema de los falsos conversos, fue entonces determinante.
Una vez instalado el tribunal, el proceso
inquisitorial solía comenzar con una denuncia concreta, jamás anónima,
que debía ser digna de crédito. Todo cristiano estaba obligado a
denunciar a los herejes que conociese, cualquiera fuera la herejía que
profesase. Como relata Alfredo Sáenz, «cuando el reo comparecía ante el
Tribunal, luego de haber prestado juramento de decir la verdad, se le
preguntaba si conocía las razones de su detención, y luego de un breve
interrogatorio, se le exhortaba a que reflexionase seriamente si se
sentía responsable de alguna culpa. El fiscal precisaba los términos de
la acusación, que debía contestar el abogado defensor. El acusado podía
recusar testigos, presentando una lista de las personas que le tenían
inquina, por si coincidían con alguno de ellos. Si se consideraba que el
reo ocultaba culpablemente algo importante para el juicio, se le podían
aplicar tormentos corporales para hacerle confesar. Tratábase de una
práctica normal en la época, que figuraba en las legislaciones de todos
los países[5].
Las sentencias eran de diverso tipo,
según si se hubiese reconocido o no la culpa y se hubiera pedido perdón
por ella. Si así lo hacía, las penas oscilaban entre confiscación de
bienes, portación del «sambenito» (una especie de escapulario que se les
ponía a los penitentes reconciliados), o también otras penas menos
graves. Pero si el acusado mantenía su negativa, a pesar de
haberse demostrado su culpabilidad en el proceso, entonces era entregado
al brazo secular que generalmente lo condenaba a la pena de
muerte, ya que tal era el castigo que el derecho civil imponía a los
condenados por herejía.
Como bien señala Dumont, «la Inquisición se confió a religiosos de origen judío converso: el mismo Torquemada y su sucesor Diego Deza»[6]; detengámonos en el primero a quien el papa Sixto IV nombró para el Tribunal de la Inquisición.
El nombre de Torquemada será considerado
durante siglos como sinónimo de crueldad, pero no fue así durante su
época o bien durante el siglo siguiente, pues se lo consideraba un
hombre santo; para ello, baste con ingresar en la Basílica de «Santa
María sopra Minerva» de Roma y ver una de sus capillas laterales: allí
se puede observar al piadoso inquisidor otorgando dinero de sus arcas
para el sostenimiento de las niñas huérfanas[7].
Dos papas, Sixto IV y Alejandro VI, ponderarían su celo, sabiduría e
indulgencia. Según el P. Llorca, conocido historiador contemporáneo de
la Iglesia, mientras él estuvo a cargo del Tribunal, nunca se aplicó la
tortura a los acusados[8].
Señala Walsh que si se comparan los
juicios de Torquemada con los entablados por alta traición en Inglaterra
durante la época de Enrique VII, Enrique VIII y la reina Elisabeth, la
ventaja está del lado de la Inquisición. Puntualiza que en los últimos
23 años del gobierno de Isabel la Católica cien mil personas fueron sometidas a juicio de los cuales, según los estudios más recientes como los de Dumont o Suárez Fernández, el número total de condenados no superó los 400 o, a lo sumo 500, en los veinticinco años que van de 1480 a 1504.
Este número incluye no sólo a herejes, sino a los bígamos, blasfemos,
ladrones de iglesias, sacerdotes que se casaban engañando a las mujeres
sobre su verdadero estado, empleados de la Inquisición que se
sobrepasaban con los prisioneros, etc.[9].
Una vez instaurada la Inquisición
española, los judíos y los falsos conversos no se quedaron de manos
cruzadas, como era de esperar y, dirigiéndose a Roma, alegaron ante el
Papa diversos «abusos» que se estaban perpetrando. Tal era la confianza
con la que los recibían los sumos pontífices, que no había nada que
temer. ¡Imaginemos hoy algún cristiano de Irak que fuese a Arabia
Saudita a quejarse por los tratos recibidos allí…! La Iglesia escuchaba
pacientemente las quejas y no sólo eso, sino que hasta intentó disminuir
las facultades reales para que los reyes nombrasen a sus propios
jueces.
Fue justamente esta intervención papal
ante las acusaciones de los judíos, lo que motivó a que, pudorosa y
temerosa de Dios como era, Isabel redactase de puño y letra su defensa[10], cuya respuesta papal, fechada en febrero de 1483, recibió en los siguientes términos:
Vuestra carta está llena de vuestra piedad y singular devoción hacia Dios. Nos alegramos sinceramente, hija bien amada de nuestro corazón, de que Vuestra Alteza emplee tanto trabajo y diligencia en estos asuntos que tanto nos preocupan (…). Es grato para Nos que os conforméis con nuestro deseo, para castigar las ofensas contra la Divina Majestad con tal cuidado y devoción. Realmente, muy querida hija, vemos que vuestra persona está adornada de muchas virtudes reales, gracias a la magnificencia divina, y alabamos vuestra devoción a Dios y vuestro constante amor por la fe ortodoxa[11].
Ante la acusación que recibía Isabel de
aprovechar la Inquisición para quedarse con el dinero de los acusados,
respondía el pontífice: «estad segura de que jamás hemos tenido tal
sospecha (…). Porque si no faltan quienes, para cubrir sus propios
crímenes, murmuran de Vos, nada de esta suerte podrá persuadirnos de que
habéis obrado mal, ni tampoco nuestro amado hijo, antes nombrado,
vuestro ilustre esposo. Vuestra sinceridad y devoción nos son bien
conocidas. No creemos a cualquiera. Si prestamos oídos a las quejas de
otros, no por eso asentimos necesariamente a ellas»[12].
En especial a Isabel la había ofendido sobremanera que se la acusase de
incautar los bienes de los ajusticiados para su provecho cuando
justamente había sido al contrario ya que «parte de dichos bienes, de
hecho, se empleaban en la educación de los hijos de los condenados y en
proporcionarles las dotes correspondientes para el matrimonio»[13].
El tribunal de la Inquisición resultaba
un instrumento imprescindible para la salvación de las almas y de la
misma España, es por ello que la reina tenía un especial cuidado en su
recto desempeño:
El asombro de Isabel habría sido extraordinario si algún ángel en misión profética hubiera levantado una esquina de la cortina del futuro para enseñarle las denuncias modernas —sinceras o fariseas— relacionadas con el tribunal que ella consideraba tan necesario y beneficioso. En tal caso, se le habría brindado la ocasión de leer que la Inquisición fue culpable de prácticamente todos los males imaginables acaecidos en España, excluyendo quizá los fríos inviernos y los abrasadores veranos; que hizo morir la auténtica religión, silenció la literatura y el arte, mantuvo a la gente en la ignorancia y crueldad y paralizó el comercio y la industria. Sus ojos verdeazules sin duda hubieran brillado de indignación… Y no sin motivo (…). La época más brillante en el campo de la literatura, el período en que vivieron los más grandes escritores (Cervantes, Lope de Vega y Calderón) coincide curiosamente con los momentos de mayor poder del Santo Oficio. Fue por estas fechas cuando se fundaron magníficas escuelas y universidades; cuando los estudiantes extranjeros acudían en tropel a España, donde eran recibidos entre honores; cuando se produjeron los más notables adelantos en medicina y en las restantes ciencias. Y también en el campo económico y en el político existió un desarrollo paralelo. Jamás las industrias y el comercio español gozaron de tanta prosperidad; y nunca se mantuvo el orden en el interior y el prestigio en el extranjero como en el siglo XVI, cuando España se convirtió en la cabeza de un nuevo imperio que extendía su sombra sobre Europa entera y sobre las Américas. Sería completamente absurdo atribuir todos estos logros a la Inquisición. Pero lo que sí es cierto es que la Inquisición nunca intentó evitar que llegaran a producirse; y que hizo posible la unidad política que capacitaba a la nueva nación para aprovecharse de las ventajas de un mundo en plena transformación[14].
Este será entonces el tercer estigma de Isabel; la Inquisición. Pero pasemos al cuarto y último.
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-IIae, q. 11, a. 3.
[2] William T. Walsh, op. cit., 287.
[3] Javier Olivera Ravasi, Que no te la cuenten I, 97-123.
[4] Cfr. William T. Walsh, op. cit., 282-284.
[5] Alfredo Sáenz, op. cit., 54.
[6] Jean Dumont, «Reconquista de la historia. Santa Isabel la Católica», en Verbo 295-296 (1991), 713.
[7]
El mismo Walsh declara que era un hombre apacible y estudioso, que
abandonó el claustro para desempeñar un cargo desagradable, pero
necesario, con espíritu de justicia templado por la piedad, y siempre
con habilidad y prudencia Fue un gran legislador e incluso para algunos
fue un santo. Cuando se abrió su tumba para el traslado de sus restos,
los que se hallaban presentes contaron que sintieron un especial olor
dulce y grato y el pueblo comenzó a rezar ante su tumba.
[8] Cfr. Fernando Vizcaíno Casas, Isabel, camisa vieja, Planeta, Barcelona 1987, 87.
[9]
Cfr. Jean Dumont, Isabelle la catholique, Criterion, Paris 1992, 97
(aunque aquí seguimos la edición francesa, hay traducción española:
Isabel la Católica, Encuentro, Madrid 1993); Luis Suárez Fernández, La
expulsión de los judíos de España, Ed. MAPFRE, Madrid 1991, 302). Walsh,
que escribe a principios del siglo XX, con menor disponibilidad
documental señala unos 2.000 (William T. Walsh, op. cit., 298).
[10]
Una de las calumnias más grandes y a las que le debe mucho la leyenda
negra anti-española sobre la Inquisición, vino desde el mismo seno de la
misma. En efecto, Juan Antonio Llorente, empleado del Santo Oficio en
España, quien fuera destituido de su cargo acusado de desfalco, intentó
vengarse destruyendo una serie de informes que contradecían sus
afirmaciones y utilizando el resto como base de un estudio un tanto
histérico y bastante exagerado. «Un prejuicio sectario aprovechó las
salvajes figuras que Llorente se había encargado de elaborar y construyó
en torno a ellas una monstruosa leyenda de fanatismo. Los informes del
Santo Oficio hallados hoy en día, e independientemente del lugar donde
se han encontrado, obligan a una drástica revisión de la leyenda»
(William T. Walsh, op. cit., 298).
[11] Ibídem, 358-359.
[12] Ibídem, 349.
[13] Ibídem, 297.