domingo, 4 de febrero de 2018

Isabel la Católica: conquistadora, inquisidora y reina santa (1-8)

Isabel la Católica: conquistadora, inquisidora y reina santa (1-8)

Comienzo a publicar aquí, en varias partes, un largo artículo acerca de la gran Reina Isabel la Católica; el mismo fue publicado como capítulo en el libro “Que no te la cuenten II”, realizado a partir de la bilbiografía más autorizada y, especialmente, de la Positio canonica en vistas de su proceso de beatificación.
Que les aproveche.
P. Javier Olivera Ravasi


10623871_287486911374932_2242012054411149137_o 
“Cuando las leí (las cartas de Isabel la Católica) (…) hice concepto de que eran tan parecidos estos dos naturales entendimientos y espíritus de la señora Reina y santa Teresa, que me pareció que si la santa hubiera sido Reina, fuera otra Católica doña Isabel; y si esta esclarecida princesa fuese religiosa (…) fuera otra santa Teresa.” (Beato Juan de Palafox y Mendoza).
¿«Santa» Isabel? Bueno, sí…, quizás exagere, pero el apelativo no es del todo incorrecto si bien se ve.
¿Qué «aún la Iglesia no la ha canonizado?». Es verdad pero tampoco lo había hecho con Juan Pablo II cuando todos gritaban ¡santo subito! desde la Plaza San Pedro.
La más santa de las reinas y la mejor reina de las santas, Isabel de España, merece estar en los altares desde hace tiempo y, a Dios gracias, su proceso de beatificación está más que adelantado a raíz de los milagros comprobados y narrados en la positio canónica[1] que hemos consultado.



Pero, ¿por qué hablar de una reina que vivió hace más de quinientos años? ¿A quién le interesa?

La vida de Isabel no sólo ha sido silenciada, sino incluso calumniada por la ideología antihispanista imperante. Siendo un arquetipo laico de mujer, madre y gobernante, se la ha vapuleado tanto que, incluso hoy, hay españoles que no conocen su vida; o la conocen mal[2].

—Y si fue tan ejemplar, ¿por qué no la han declarado santa aún? —se preguntará el amable lector.

Es lo que intentaremos ver aquí analizando brevemente su vida, sus estigmas y sus cruces[3].

Vida y obra de una reina cristiana


La única reina cristiana que, con el tiempo, llevará el título de «la católica», contaba apenas con once años cuando fue confiada a la corte de su hermanastro, el rey Enrique IV de Castilla, donde reinaba un ambiente frívolo y escandaloso. Era este rey un hombre endeble y de poco carácter que gustaba de las compañías mundanas y poco santas; conocido en Europa como Enrique «el impotente» (ante su aparente incapacidad de engendrar familia) no era tomado demasiado en serio por sus congéneres. Sumado a ello, aunque se declaraba cristiano y asistía a Misa[4], sus compañías predilectas recaían más bien sobre moros, judíos y cristianos renegados, enemigos de la fe católica. En la corte, se decía que durante las comidas o los paseos, tenía la mala costumbre de proferir blasfemias y narrar o escuchar bromas obscenas sobre la Virgen, los santos y la Eucaristía. Pero eso podría pasar por una falta personal y no sería lo más grave pues no afectaba sino indirectamente al reino que gobernaba. Su peor defecto era la falta de tino y hasta el descuido en el gobierno de Castilla, que se hallaba al borde de la bancarrota y de la disolución.

En dicho ambiente cortesano y descuidado, el alma adolescente de Isabel anhelaría la primera educación recibida junto a su madre, Isabel de Aviz, en Arévalo, donde había pasado privaciones y sufrimientos, que —en una vida de piedad— la había acercado más y más a Dios. Segovia no estaba hecha para ella, entonces.

Isabel sabía que, quizás, algún día debería llegar a ser reina, por lo que no perdería el tiempo incluso en un lugar adverso para su alma; en Segovia ejercitó el arte de la equitación, la caza e incluso a defenderse con armas, pero por sobre todo se las ingenió para adquirir una sólida cultura; ya había aprendido las primeras letras en Arévalo, pero su férreo carácter la hizo perfeccionar aún más el castellano. Estudió retórica, poesía, pintura e historia; algunos incluso dicen que conocía el latín y algo de griego, cosa no extraña para la época. Para ejercitarse manualmente, bordaba ornamentos y llegó hasta ilustrar algunos manuscritos iluminados (en la catedral de Granada se conserva aún hoy, un misal decorado por ella misma). También se inició en la filosofía gracias a la ayuda de algunos buenos preceptores venidos de Salamanca; fue con ellos que se empapó de la doctrina de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino[5].

El corazón inquieto de la princesa había heredado también de sus padres el gusto por las canciones populares; fue por medio de ellas que conoció los romances y el heroísmo de sus antepasados ante el islam o las invasiones extranjeras; de allí entonces, su afición por los libros de caballería. Es decir, Isabel recibió una educación esmerada, la propia de los nobles de aquella España y, a pesar del negligente abandono en que la tenía su hermano, tanto en su infancia como en su adolescencia intentó ella sola, abrirse camino para forjar la mujer que sería.

Hasta aquí, entonces, una pincelada de sus primeros años; al menos una pincelada por dentro. Pero: ¿cómo era por fuera? Según las crónicas de la época y algunos retratos que nos han llegado, Isabel era de una belleza singular: elegante, alta, rubia y de ojos azul verdosos. Una mujer con todas las letras que no evitaba usar su belleza cuando debía hacerlo pero que escapaba a la exposición sin sentido por su recato singular.

Uno de sus biógrafos, fray Valentín de San José, diría que «ni un pie desnudo le había visto nadie»; su belleza no impedía su pureza que fue hasta proverbial. De hecho, sus enemigos históricos jamás la atacarán en este punto, cosa que es un indicio enorme para una mujer bella y encumbrada. Sobre este punto narraba con gran admiración Pedro Mártir de Anglería, su capellán, quizás con exageración:

Fuera de la Virgen Madre de Dios, ¿quién otra podréis señalarme entre las que la Iglesia venera en el catálogo de las santas, que la supere en la piedad, en la pureza, en la honestidad? Fue en toda su virtud ejemplo de castidad, más aún, pudiera bien decirse que era la castidad misma[6].

¡Qué diferencia con algunos gobernantes de hoy!

Su hermosura haría que, llegada la edad madura, no le faltasen pretendientes, naturalmente; y aquí comenzarían sus problemas pues Enrique, su hermanastro, deseaba aprovechar la situación para lograr un matrimonio ventajoso que le permitiera engrosar las arcas y ampliar los feudos del reino. Isabel, por su parte, había sido clara: sólo se casaría con quien ella eligiese. Y así será.

Veamos un episodio conocido que serviría de freno para futuros pretendientes indeseados: el libidinoso y cruel Pedro Girón, mal vasallo del rey pero aliado suyo, había sino nominado para la boda. Se regodeaba ante sus hombres de cómo le haría perder la virginidad a esa hermosa dama. La mala fama de Girón, falso converso, era bien conocida en Castilla; su crueldad, ambición y vida lujuriosa estaba en las antípodas de la de Isabel.

De nada valieron los ruegos de la princesa frente a Enrique; de nada sirvió explicarle que el enlace sería perjudicial para Castilla misma. El rey terrenal no entraba en razones; no quedaba otra que ir ante el Rey del cielo:

Isabel inclinó la cabeza angustiada (…). Sólo Dios tenía poder sobre la vida y la muerte (…). Entonces volvió los ojos hacia Él implorando Su auxilio. Se encerró en su habitación y ayunó durante tres días, pasando las noches en vela arrodillada ante un crucifijo mientras repetía de corazón y entre lágrimas una y otra vez: ¡Dios mío, Misericordioso Salvador, no dejéis que me entreguen a semejante hombre! ¡Haced que él o yo muramos![7].

Y Dios escuchó sus plegarias. Pocos días después, y en pleno viaje hacia la boda, Girón contrajo una terrible amigdalitis y «falso converso como era (…) se negó a recibir los Sacramentos o a pronunciar una sola oración cristiana. Murió al tercer día de su viaje, blasfemando contra Dios»[8].

La noticia se difundió tan rápidamente entre los vasallos de Castilla que ya nadie más quiso pedir su mano sin su consentimiento…

El enlace llegará con el tiempo y será en 1469, en Valladolid, con Fernando, el joven príncipe de Aragón y primo segundo de la reina[9]. Su esposo, a pesar de amarla sinceramente, no llegará a tener las mismas virtudes que su amada —en especial la de la fidelidad conyugal— cosa que hará sufrir no poco a la hermosa dama pero que no empañará el mutuo amor[10] y el celo por el gobierno de ambos reinos. Tal será el afecto entre ambos que, aún después de muertos la tierra los encontrará juntos en las sepulturas de Granada.

Luego de la muerte de Enrique IV y salvados los pormenores que quisieron arrebatarle el trono con la hijastra de aquél (la «Beltraneja»), Isabel fue coronada en Segovia en 1474. Pero de más está decir que no sólo hubo en Isabel una reina, sino también una ferviente madre y esposa que veló cuidadosamente por la formación de sus hijos (llegó a tener cinco) ocupándose personalmente de la educación de cada uno de ellos.

Isabel era una mujer de fe sólida y corazón ardiente. Nos relatan las Crónicas que «no sólo asistía a Misa a diario, sino que ‘tenía la costumbre”, como los sacerdotes o las monjas, “de rezar todos los días las horas canónicas”, aparte de sus extensas oraciones privadas»[11]. Una mujer de robusta fe, como ella, vivía en continua presencia de Dios a Quien confiaba hasta los más pequeños detalles. Entre los testimonios directos de la piedad isabelina, contamos con el de Lucio Marineo Sículo, encargado de la capilla real y maestro de la escuela de mozos de capilla (un testigo de primera mano) quien escribió a la muerte de su señora:

Reina absorbida por múltiples y graves asuntos de gobierno, pero religiosísima, como un sacerdote entregado al culto de Dios, de la Virgen, de los santos (…) dada a las cosas divinas mucho más que a las humanas[12].

Sin embargo, lejos estaba de su alma recia, la piedad beatona y el misticismo «milagruchiento» de algunos santurrones:

Isabel no fue una mujer milagrera; ni siquiera vivió fenómenos místicos extraordinarios, que sepamos. Simplemente, el Señor la condujo por los caminos de la Fe, con mayúscula. No tuvo, insistimos, visiones, revelaciones, éxtasis ni hizo milagros, tan frecuentes en algunos santos. Pero eso no significa en modo alguno que ella no lo fuera (…)[13].

Pero más allá del cumplimiento de dichas prácticas, se destacaba en la católica reina, una cosmovisión cristiana de la vida donde las reacciones siempre eran, en primer lugar, sobrenaturales; al tener que enfrentar algún problema, especialmente si éste era arduo, ponía humildemente sus dificultades a los pies de Dios para que le ayudase con Su gracia, pero, luego de rezar con toda confianza, procedía a obrar con una energía sin igual. Nada de no sé si Dios lo quiere, no sé si tengo fuerzas, nada de fingimiento…, al contrario. Un ejemplo de su fortaleza quizás nos la muestre de cuerpo entero; así rezaba frente a un inminente combate:

Tú, Señor, que conoces el secreto de los corazones, sabes de mí, que no por vía injusta, no por cautela ni tiranía, mas creyendo verdaderamente que por derecho me pertenecen estos Reinos del Rey mi padre, he procurado de los haber (…). A ti, Señor (…) suplico humildemente, que oigas ahora la oración de tu sierva, y muestres la verdad, y manifiestes tu voluntad con tus obras maravillosas; porque si no tengo justicia, no haya lugar de pecar por ignorancia, y si la tengo, me des seso y esfuerzo para la alcanzar con la ayuda de tu brazo, porque con tu gracia pueda haber paz en estos Reinos, que tantos males e destrucciones hasta aquí por esta causa han padecido[14].

«Si tengo derecho, me des seso y esfuerzo…»; ¡qué palabras!

Pero un corazón valiente como el suyo debía también ser moldeado por el Buen Dios, de allí que uno de sus primeros cuidados después ser coronada reina fuese buscar un santo confesor que le ayudase a salvar el alma. ¿A quién elegir? ¿Quién querría ser el confidente de esta alma de quien, al parecer, Dios había predestinado para hacer grandes cosas? ¿Quién se animaría a dirigir a una mujer que se había hecho coronar, incluso en ausencia de su esposo, para mostrar que era verdadera reina de Castilla, llevando delante de sí la espada de la justicia como símbolo de su intransigencia ante el delito[15]? Tras detenidas averiguaciones dio con un fraile jerónimo: Fray Hernando de Talavera, hombre con fama de prudencia y santidad a quien mandó llamar enseguida; luego de una prolongada conversación y viendo que era el hombre que le habían indicado, pidió ser oída en confesión.

Por aquellos tiempos era costumbre que cuando los príncipes y los reyes acudían al sacramento de la penitencia, tanto confesor como penitente se arrodillasen, uno en símbolo de su sumisión a Dios representado por el sacerdote y el otro en símbolo de sumisión al monarca a quien confesaba; fue grande el asombro de la reina cuando vio que el humilde fraile acercaba una silla para sentarse frente a la reina que aguardaba de hinojos[16]:

—Fray Hernando —le dijo— entrambos hemos de estar de rodillas.

—No, señora sino que yo he de estar sentado y Vuestra Alteza de rodillas, porque es el tribunal de Dios y hago yo sus veces.

Isabel reconocerá entonces en ese hombre a quien Dios le había enviado, por lo que comentará tiempo después: «este es el confesor que yo buscaba». Fue ante él entonces, ante quien, durante 29 años, confiará su alma, sus preocupaciones y sus consuelos.

Como bien señala Walsh, se ha dicho de Isabel que era una mística que se las ingenió para llevar la vida de una contemplativa en medio de sus absorbentes ocupaciones familiares y de una carrera pública asombrosamente activa. En ella, como ya hemos dicho, no había nada de quietismo ni de descuido por lo que sucede en el mundo. Era una mística a la manera de todos los grandes místicos occidentales de su época: como Santa Teresa, Santa Catalina de Siena o San Ignacio de Loyola. «Nada podía estimular más a Isabel que una labor que los demás consideraban imposible. Las palabras “fatalidad” e “imposible” no formaban parte de su vocabulario habitual. Para ella el fracaso no significaba más que el castigo de Dios a la estupidez humana»[17]. No parecía sino de aquellos «varones fuertes» que la carmelita de Ávila[18] deseaba para sus conventos.

Una pía rima castellana recuerda el modo de orar de la reina:

Tengo miedo, Señor,

de tener miedo

y no saber luchar.

Tengo miedo, Señor,

de tener miedo

y poderte negar.

Yo te pido, Señor,

que en Tu grandeza

no te olvides de mí;

y me des con Tu amor

la fortaleza

para morir por Ti.

Si alguna vez, mientras cabalgaba de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, reclutando nuevas levas y alzando la quebrantada moral de su gente, le hubiera asaltado la idea de la desazón, probablemente se habría burlado de ella. Y si alguien le hubiera pedido una prueba de que Dios realmente escucha las oraciones de los hombres, probablemente le hubiese respondido: A las mías sí que contesta[19].

Su labor como gobernante no tiene paragón en la historia de España. En el ámbito de la cultura hizo prosperar los estudios de medicina para lo cual erigió grandes hospitales en Granada, Salamanca y Santiago; lo mismo sucedió con la fundación de varias universidades, entre ellas la de Alcalá de Henares, donde darían cátedra algunos de los más notables humanistas del Renacimiento de quienes dirá Erasmo: «Los españoles han alcanzado tal encumbramiento en literatura, que no sólo provoca la admiración de las naciones más cultas de Europa, sino que además les sirve de modelo».

Fue evidente la intención de Isabel de estimular todo lo que se refiriera a la cultura. En 1487 dio instrucción al alcalde de Murcia para que eximiera de toda clase de impuestos a Teodorico Alemán, uno de los primeros que había introducido en España la imprenta, «por ser uno de los principales factores del arte de hacer libros de molde». Gracias al apoyo oficial, el nuevo invento alcanzó rápida difusión, publicándose pronto traducciones de Plutarco, César, Plauto, Ovidio, Dante, Petrarca, y una Biblia políglota de gran nivel. Antonio de Nebrija, por su parte, editó una Gramática Castellana así como el primer Diccionario de la lengua. La aparición de colecciones de Cancioneros fomentó la afición del pueblo a la poesía, universalizándose el conocimiento de autores pasados y contemporáneos, como Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, y otros.

Vizcaíno Casas destaca la increíble capacidad de trabajo y la pasmosa multiplicación del tiempo: combates, audiencias judiciales, reuniones diplomáticas, actos públicos, firmas de tratados, ceremonias religiosas, etc.; se diría que Isabel pasó su vida a caballo pacificando reinos y haciendo de España una realidad nacional. Sabía imponerse la reina cuando era preciso, ante las desavenencias políticas. Ejemplo de ello fue lo que sucedió en cierta ocasión en Segovia ante un enorme motín que hacía peligrar el dominio de la corona sobre la preciosa ciudad. Ni bien se enteró, la reina montó a caballo y cubrió en un día más de cien kilómetros para llegar hasta allí. Cubierta de polvo se abrió paso entre los revoltosos, diciendo: «Yo soy la Reina de Castilla y no estoy acostumbrada a recibir condiciones de súbditos rebeldes».

Otra vez, en que el alcalde de Trujillo se rehusaba a entregarle las llaves de la fortaleza, Isabel se dirigió hacia allí llena de indignación: «¿Y yo tengo de sufrir la ley que mi súbdito presume de ponerme? ¿Y dejaré yo de ir a mi ciudad? Por cierto, ningún rey lo hizo ni menos lo haré yo» —dijo indignada, al mismo tiempo que ordenaba traer la artillería. La ciudad fue tomada rápidamente.

La justicia era una de las funciones que también le tocarían, por el hecho de reinar, máxime en tiempos difíciles como aquellos:

Cruelísimos ladrones, homicidas, robadores, sacrílegos, adúlteros y todo género de delincuentes. Nadie podía defender de ellos sus patrimonios, pues ni temían a Dios ni al rey; ni tener seguras sus hijas y mujeres, porque había gran multitud de malos hombres. Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas, usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al sueño, forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas y hacían otros excesos carnales. Otros cruelmente salteaban, robaban y mataban a mercaderes, caminantes y hombres que iban a ferias. Otros que tenían mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban posesiones y lugares de fortalezas de la Corona real y saliendo de allí con violencia, robaban los campos de los comarcanos; y no solamente los ganados, mas todos los bienes que podían haber[20].

Para poder cumplir con dicha virtud cardinal entonces, ambos reyes convocarían las Cortes de 1476 donde se resolvería restablecer una vieja institución caída entonces en desuso: la Santa Hermandad, una especie de policía formada por voluntarios, que había aparecido en el siglo XIV para defender los derechos locales del pueblo contra la Corona, acabando por convertirse en un instrumento coactivo de la nobleza. Fue idea de la reina la de depurar su pasado y hacer de este grupo una especie de policía o grupo «paramilitar» compuesto por las clases privilegiadas, que le ayudasen en el cumplimiento de la ley. Dos mil caballeros estarían a las órdenes de un capitán general, con ocho capitanes bajo su mando y con el poder para dictaminar justicia sumaria, previa defensa del acusado; todo a resguardo de los reyes.

A la usanza medieval, los monarcas tenían la costumbre de presidir los tribunales: oían demandas y denuncias, procuraban reconciliaciones y castigaban o absolvían a los reos, llegando incluso a decretar, en algunos casos, la pena de muerte. A Isabel se la sabía imparcial e incorruptible al punto que nadie intentaba siquiera un soborno, en especial, luego del caso de un tal Alvar Yáñez, quien había asesinado alevosamente a un notario y le ofreció la enorme suma de 40.000 ducados a cambio de perdonarle la vida. Ella, sin muchas vueltas hizo cortar ese mismo día su cabeza y, para evitar sospechas, distribuyó sus bienes entre los hijos del asesino (aunque muchos precedentes la autorizaban a confiscarlos). ¡Qué diferencia con nuestros gobernantes!

En cierta ocasión llegó a oídos de Isabel la noticia de que en Sevilla reinaba un estado de corrupción generalizada; algo debía hacerse por lo que decidió hacer una visita con el fin de poner las cosas en orden. Una vez allí, se dirigió directo al Alcázar preguntando por el sitial judicial que había honrado San Fernando al sentarse allí para juzgar. Los nobles sevillanos, viendo la belleza de la reina, intentaron agasajarla obsecuentemente con banquetes, corridas de toros y fiestas mundanas, pero Isabel no hacía caso. Luego de tomar su puesto en el sitial judiciario, comenzó a impartir justicia y a colgar a cuanto culpable encontrase de incumplir gravemente la ley. Durante dos meses seguidos, todos los viernes, ella misma recibiría las denuncias y, en menos de tres días, daría su veredicto.

Muchos comenzaron a temer por sus vidas y, como ratas de barco, decidieron escapar antes que perder la cabeza; es que las malas costumbres se habían encarnado en la alta sociedad durante el reinado de Enrique IV. Tal era el temor que el mismo obispo de Cádiz creyó conveniente acudir a la Reina acompañado de una multitud de esposas, hijos, padres y hermanos de los fugitivos para decirle que «difícilmente hubiera una familia en Sevilla que no tuviera algún miembro criminal». La Reina oyó con atención el pedido de clemencia y, luego de deliberarlo, proclamó una amnistía general que permitió regresar a los fugitivos. Todo fue perdonado, salvo un delito: la herejía (recordemos que, para la época, la herejía no sólo era un pecado, sino de un delito de orden público, penado por la ley).

Isabel fue grande y digna de admiración para sus contemporáneos. La fama de la «cristianísima», como la apodaban, no conocería fronteras en su tiempo; sin embargo, no hay rosas sin espinas, como dice el refrán. La historia de quien brilló en el siglo XV deberá padecer enormes estigmas y cruces que intentan opacar sus virtudes. Veámoslos uno a uno.

[1] «Positio historica super vita, virtutibus et fama sanctitatis ex officio concinnata» en el Officium Historicum de la Congregación para las Causas de los Santos (1074 páginas, más CXXXIX de introducción, en formato mayor), Sever-Cuesta, Valladolid 1990. Un resumen de las virtudes de la reina ha sido hecho recientemente por José María Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014.

[2] Testimonio de ello es la enorme acogida que ha tenido la serie «Isabel», emitida desde 2012 por la cadena TVE de España.

[3] Para esta primera parte nos basaremos ampliamente en Alfredo Sáenz, Isabel la Católica, Gladius, Buenos Aires 2009, 77 pp.

[4] Cfr. William T. Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 40. Incluso se rumoreaba acerca de «relaciones que Enrique mantenía con hombres de edad madura o con jóvenes de su mismo sexo» (ibídem, 45).

[5] Cfr. William T. Walsh, op. cit., 31.

[6] José María Zavala, op. cit., 236.

[7] William T. Walsh, op. cit., 73.

[8] Ibídem, 75.

[9] Para ello deberán pedir una dispensa especial al Papa, dispensa que no llegará a tiempo y que será fraguada por un obispo para que la boda se concrete rápidamente sin saberlo Isabel. Más tarde, el Papa otorgará la dispensa saneando la irregularidad canónica.

[10] Fue por ello que Isabel, para evitar las ocasiones de pecado de parte de Fernando, hizo siempre que las criadas de la corte fuesen «mujeres mayores que fueran virtuosas y de buena familia» (William T. Walsh, op. cit., 143).

[11] Ibídem, 104-105.

[12] José María Zavala, op. cit., 203. Las cursivas que se encuentran dentro de los textos citados en este trabajo, salvo aclaración, nos pertenecen.

[13] Ibídem, 202.

[14] William T. Walsh, op. cit., 160.

[15] Fernando se vería herido en su orgullo de varón por dicho gesto (cfr. ibídem, 141).

[16] Como bien señala Zavala, “Fray Hernando de Talavera era un director espiritual de armas tomar. Antes de nada, abatía el concepto de humana grandeza en el espíritu de sus nuevos penitentes. El grado altísimo de perfección que exigía a los nobles que reclamaban su tutela se distingue con meridiana claridad en el opúsculo que él mismo escribió para toda la nobleza sobre la Manera de ordenar y emplear santamente el tiempo” (José María Zavala, op. cit., 189).

[17] William T. Walsh, op. cit., 163.

[18] Santa Teresa de Ávila, Camino de Perfección, C. VII, n. 8.

[19] Cfr. William T. Walsh, op. cit., 335-336.

[20] Fernando Vizcaíno Casas, Isabel, camisa vieja, Planeta, Barcelona 1987, 77.