La lección del maestro
Por Santiago González
Fuente: Gaucho Malo
Cuando
yo era chico se nos enseñaba, de manera más bien indirecta y alusiva,
que había distintas calidades de personas, un amplio rango que en su
extremo superior mostraba a las cultas, educadas y refinadas, y en el
otro a las vulgares, maleducadas e ignorantes. Humoristas como Niní
Marshall y sociólogos de estaño como Arturo Jauretche nos hacían notar
también la existencia de habitantes de un extremo que, sin duda
impulsados por la noble ambición del mejoramiento pero confundiendo la
forma con el fondo, procuraban imitar los gestos más superficiales de la
cumbre anhelada: así supimos reconocer a las Catitas y los tilingos de
medio pelo. Así, casi sin querer, fuimos aprendiendo a discriminar,
instrumento útil para saber cómo ir moviéndonos en la vida y cómo
relacionarnos con los demás.
Discriminación
es una linda palabra, que más o menos alude al acto de separar el trigo
de la paja. Palabra de noble estirpe, con la misma raíz que criterio,
discreción, crítica y crisis. Describe la capacidad más apreciada en los
connoiseurs de las distintas artes, sean plásticas,
culinarias, literarias o enológicas. Pero desde que el progresismo se
encargó de modelar nuestro sistema de valores, saberes y creencias, se
volvió odiosa y casi insultante cuando se refiere a distinguir las
calidades de las personas. Cuando yo era chico, era perfectamente normal
y aceptable describir como maleducado, ignorante o vulgar al
maleducado, ignorante o vulgar. Hoy es socialmente inadmisible hacerlo,
lo que confunde enormemente las cosas y es causa de muchos
malentendidos. Como contrapartida, cada vez es menos frecuente escuchar
referirse a alguien como una persona culta, educada o fina.
ABSOLUTISMO PROGRE
El progresismo tomó un concepto jurídico del ordenamiento democrático: “todas las personas son iguales ante la ley”, y lo convirtió en un concepto absoluto: “todas las personas son iguales”.
No importa que la realidad sugiera todo lo contrario. Como para el
progresismo no hay realidad sino construcción cultural de la realidad,
todo se reduce a una cuestión de palabras.
El
progresismo no discute si existen o no las diferencias entre las
personas, simplemente prohíbe nombrarlas. Y a fuerza de no nombrarlas
vamos perdiendo la capacidad de distinguir la persona culta de la
inculta, la educada de la ignorante, la fina de la vulgar. Vamos
perdiendo la capacidad de discriminar, de usar nuestro criterio, de
criticar, cuando se trata de personas.
En
un momento u otro de la vida, y en general más temprano de lo que se
suele creer, cada uno de nosotros se forma una idea de la escala humana y
del peldaño en que se encuentra. Y reacciona de acuerdo con su salud
espiritual. Los que se descubren en los peldaños más altos suelen
hacerlo de dos maneras, ir por más o tirarse a la retranca. Los
rezagados también reaccionan de dos maneras: o bien confían en sus
fuerzas y se lanzan a la vital y azarosa aventura de su construcción
personal, o se sienten derrotados de antemano y se hunden en la envidia y
el resentimiento. Hacen un culto del fracaso y causa común con otros
carcomidos.
El
progresismo es la expresión cultural y política de ese resentimiento,
quiere convencernos de que todos somos iguales en todos los sentidos:
para que no haya peores no tiene que haber mejores y guay del
discriminador que se atreva a afirmar lo contrario. Ya en la década de
1970, cuando esta mentalidad comenzó a dominar el ambiente, la socióloga
Lucía Capozzo observaba que entre la intelectualidad porteña nadie se
allanaba a reconocerle cualidades al otro: “No se admite que fulano es inteligente, se dice que ‘maneja mucha información’ “,
comentaba entre risas. Esa mentalidad se convertiría en política de
estado, cultural y educativa, a partir de 1983, cuando subió al trono la
innoble igualdad y desaparecieron de la escuela, y también de los
hogares, los maestros que nos enseñaban a discriminar.
Uno
de los caballitos de batalla del progresismo es la consigna del “Colón
para todos”, idea tan estúpida como la de repartir el Tractatus
de Wittgenstein en las estaciones del ferrocarril pero cuyo atractivo
igualitarista llevó a replicarla en otros escenarios de gestión estatal.
Los “todos” que invoca la retórica progresista, sin embargo, no parecen
haber sintonizado muy bien con las monotonías impresionistas de un
Debussy ni con las tribulaciones angustiadas de un Mahler, y siguen
prefiriendo razonablemente el cuarteto cordobés a la tetralogía
wagneriana. Las salas subsidiadas, en cambio, se llenan con sus
verdaderos destinatarios: las clases medias progresistas que demandan
esos subsidios invocando, como hacen siempre, las necesidades o los
intereses de unos improbables sectores populares que dicen representar.
Las clases medias progresistas han hecho de la cultura un culto,
y es el único culto que según ellas debería ser solventado por el
Estado. Se trata de un culto en realidad narcisista, que completa la
superioridad moral que se atribuyen a sí mismas, y que les proporciona
una válvula de escape para el resentimiento acumulado. “Nosotros
llenamos todos los años la Feria del Libro y sabemos quién es Beethoven.
Tomá.” Pero la cultura que cultivan evoca más a Catita cuando contó su
visita a un museo o al personaje de Jauretche que lloraba por los
“Pettinatos” perdidos en el incendio del Jockey Club. Esa “cultura”
impostada, esa incultura esencial, hizo estallar esta semana al maestro
(nunca mejor dicho) Daniel Barenboim, quien encontró la manera de
convertir su furia en una lección.
Según
contó en Clarín la periodista Sandra de la Fuente, todo ocurrió el
martes, cuando Barenboim, al frente de la Staatskapelle de Berlín,
presentaba las dos primeras sinfonías de Johannes Brahms. La segunda
sinfonía se ejecutó en primer término, y al finalizar cada movimiento,
el público irrumpía en aplausos y ruidosos bravos que impedían escuchar
los últimos compases y asimilar el silencio que separa un ciclo del
siguiente. Cualquiera que haya sido testigo de estos desbordes, sabe que
no implican conexión emocional o intelectual alguna entre el
alborotador y el escenario sino sólo su intención de impresionar al
vecino de butaca. El director los soportó estoicamente, y al finalizar
la sinfonía procuró cultivar a los cultos.
Cito
el prolijo relato de la cronista sobre la reacción de Barenboim: “Sé
que estamos todos muy emocionados. Pero, por favor, escuchen hasta el
final”, reclamó cuando ya era tarde para recuperar los acordes de cierre
del último movimiento, pisados por un ostentoso “bravo”. Ya puesto a
pedir, con calidez docente explicó por qué es necesario no aplaudir
entre movimientos: “De un movimiento a otro hay un cambio de tonalidad;
si ustedes aplauden, esa relación se pierde”, dijo antes de retirarse a
descansar.
Lo
que vino a su regreso fue un poco más desagradable que lo anterior.
Apenas había comenzado a sonar la primera sinfonía cuando paró en seco a
la orquesta, se dirigió a las filas de butacas ubicadas a espaldas de
la orquesta y exclamó: “¡No saquen fotos, por favor! Primero, porque la
luz lastima mis ojos, que son sensibles. Segundo, porque no está
permitido”, marcó, antes de terminar el sermón con una humorada: “Por último, porque con esas máquinas en la mano no podrán aplaudir a la orquesta”.
CORAJE
El
maestro Barenboim no sólo encontró la manera educada de decirles en la
cara a los maleducados, ignorantes y vulgares que lo eran, sino que
además tuvo el coraje para hacerlo. “Barenboim es lo que es porque es un
músico de una pieza y, en su caso, eso quiere decir que es además un
hombre de una pieza”, escribió Pablo Gianera en La Nación.
“Hay
un hilo de acero que une sus decisiones estrictamente musicales con sus
posiciones humanas: la inteligencia del oído y la inteligencia a secas;
la música y su relación con el mundo. Eso explica su integridad.
Barenboim es un hombre valiente, pero lo es (y antes que nada) porque es
un músico valiente.” Esta clase de valentía, que el director ha
demostrado en circunstancias mucho más importantes que ésta, no es
frecuente en personas con similar grado de autoridad pública,
precisamente las que creemos llamadas a pulverizar los relatos y exponer
a los impostores.
Santiago González