La pena de muerte. El anunciado fariseísmo de Bergoglio
03/08/18 6:31 pm
Cuando
escribimos “La Iglesia Traicionada” en el año 2010, dedicamos un
capítulo de la misma a analizar el libro “El Jesuita”, larguísimo
reportaje al entonces Cardenal Bergoglio, realizado por Sergio Rubín y
Francesca Ambrogetti de Parreño, y publicado en Buenos Aires, por
Editorial Vergara, en ese mismo año 2010. En las páginas cincuenta y uno
y siguientes de nuestra obra, asentábamos algo que cobra ahora una
triste actualidad, ante la heterodoxa modificación del punto 2267 del
Catecismo, declarando la absoluta ilicitud de la pena de muerte. Lo
transcribo:
“En la misma línea ideológica[judaizante], y para seguir avivando el
fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artísico para
recalar en el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un
relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes se
sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte]
o, por lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al
progreso de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que
ni un crimen tremendo justifica la pena de muerte” (p. 87).
Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para valorar
adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la licitud de la
pena de muerte -que aparece taxativamente exigida como tal, tanto en las
páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros
católicos y de textos pontificios- debe percibirse como un deficit, un
tramo oscuro en el devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo
se diga de las sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de
las culturas va progresando, también la persona, en la medida en que
quiere vivir más rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho
no sólo religioso sino humano” (p.88).
Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del
hecho, que lo valore inherentemente, sino por la evolución de la
conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad, saben hoy que la pena de
muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que protestara Maritain en Le
Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar, en
consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó
erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un
crimen tremendo”! ¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en
los que la conciencia aún juzgaba que bajo determinadas condiciones,
circunstancias y requisitos era legítima la aplicación del castigo
capital!
Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano.
Pero un tema irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de la
conciencia se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema?
Dejémoselo explicar al interesado: “Uno no puede decir: ‘te perdono y
aquí no pasó nada’. ¿Qué hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se
hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue
la horca para muchos de ellos; para otros la cárcel. Entendámonos: no
estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de ese momento y fue
la reparacion que la sociedad exigió siguiendo la jurisprudencia
vigente” (p. 137).
El pequeño detalle –advertido precisamente por los kelsenianos de
estricta observancia- de que “la ley de ese momento”, vigente
positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas nazis, se
le olvida al Cardenal. El otro detalle más “pequeño” aún, de que en
Nüremberg no se dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica
por aplicar, ni derechos humanos de los acusados por conculcar, ni
tortura aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta.
Ese otro detallecito de que la horca y el tormento atroz para los
germanos no fue “la reparaciòn que la sociedad exigió” sino la venganza
monstruosa de la judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de los
Aliados, en Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal
está en contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos
comprensivos y hagamos una excepción hermenéutica. “Era la ley de ese
momento”, caramba. La evolución de la conciencia podía esperar un ratito
más.
El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del
judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos, supuesto
que le acometieran. “Hace poco” –les confía a sus socios biográficos-
“estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y,
mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos
recordaba:’Señor, que en la burla sepa mantener el silencio’. La frase
me dio mucha paz y mucha alegría” (p. 151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla propia o a
la que él le propina a Jesucristo al visitar obsecuentemente la morada
de los negadores de su divinidad y artífices de su asesinato. Porque el
prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por
objeto, pero Dios no se deja burlar (Gál.6, 7). Y el día en que regrese
en pos de Su Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la
vida sinagogueando, a fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo “la vara de hiel de su rigor”.
Agreguemos apenas un par de cosas, en las actuales circunstancias. La
primera, para quienes creen que cuando insistimos en la maldita
vigencia del sofisma hebreo de la reductio ad Hitlerum, estamos
afiliados al Nacionalsocialismo. No; tratamos de estar filiados a la
verdad histórica, que es algo bien distinto. En grosera evidencia queda
el funcionamiento de aquella falacia. Con los nazis se acabaron los
axiomas providistas de “toda vida vale” y otros semejantes. Toda vida
vale; desde la de la ballena hasta la de la mascota hogareña. Pero las
tronchadas de modo crudelísimo bajo el tribunal más abyecto de la
historia contemporánea, ésas no cuentan. Siempre habrá un eufemismo para
justificarlas.
¿Alguna vez, como lo dijera Federico Mihura Seeber, sacarán al
Nazismo del Cuarto de Barba Azul de la Historia; aquel en el cual no se
puede ingresar so pena de morir si uno descubre y grita la verdad?
¿Alguna vez los católicos escucharán la voz de León XIII, que
ciceronianamente exigía escribir la historia, tomando por ley primera la
de la veracidad y por segunda la del rechazo a la mentira?
Lo segundo es que admitimos que se pueda distinguir entre lo
doctrinal y lo prudencial en tan delicada materia; dejando a salvo los
principios perennes sobre la legitimidad de la pena de muerte, mas
desaconsejando su aplicación sin causas, condiciones, requisitos y
protagonistas de probada licitud. Pero aquí, al mejor estilo
bergogliano, se ha fusilado sin misericordia a la recta doctrina,
conculcándola a sabiendas; a pesar de los funestísimos efectos en
cascada que tamaño cambio puede implicar potenciando el relativismo
ético.
Bergoglio, por caso, ya aceptó el pañuelo verde abortero que le
entregó el crápula de Nicolás Fuster, en vez de enroscárselo en el
cuello al osado, y pedirle a algún guardia suizo que lo desalojara de la
plaza de San Pedro. Ahora, las mismas aborteras usarán esta reforma
catequística para enrostrarles a los católicos que si no legalizan la
“interrupción voluntaria del embarazo” las están condenando a muerte, lo
que sería contrario al neodogma francísquico. Porque entre las
demencias de este cambio doctrinal está la de no querer distinguir entre
persona culpable e inocente. Como si la Iglesia, durante los dos
milenios que dio razones en pro de la pena capital, lo hubiera hecho
pensando en liquidar seres humanos indiscriminadamente.
Lo tercero por agregar es aún más importante. En el artículo del
Catecismo reformado por Bergoglio, se dice que “la pena de muerte es
inadmisible a la luz del Evangelio”. Imposible reunir aquí la cantidad
de pruebas en contrario que durante veinte siglos han aportado los
estudiosos de la doctrina católica. Patrólogos, escolásticos,
pontífices, doctores: una legión de sabios estudió el tema y supo
resolverlo sin faltar a la caridad ni a la ortodoxia.
Acaso sirva recordar uno de esos textos evangélicos significativos,
hoy olvidados por el ghandismo eclesiástico dominante o por la vulgar
sodomización de los cuadros jerárquicos. Está en el capítulo diecinueve
del Evangelio de San Lucas, Parábola de las Diez Minas o De las minas y
los talentos, y dice: “Pero mis enemigos, los que no me querían por Rey,
sean apresados y degollados en mi presencia” (Ls. 17, 27).
Por cierto que lo antedicho exige una lectura en clave parusíaca, y
que nadie está pensando en una degollina literal que, de sobrevenir, nos
tendría a nosotros por primeros destinatarios. Parafraseando a Bernanós
habría que decir en estos días: “seremos degollados por curas
bergoglianos”. Pero aún leída la perícopa en perspectiva sobrenatural,
es evidente que Nuestro Señor no rechazó la licitud de analogar Su
Mensaje Salvífico con la posibilidad de la muerte como pena, sanción y
castigo, para todos aquellos que,rechazándolo, le declararan enemistad a
su Divina Realeza.
Ahora falta que Bergoglio modifique los Santos Evangelios porque le
resultan inadmisibles a la moderna conciencia de la dignidad humana.
Según la bibliográficamente caudalosa “Enciclopedia dei Papi”, fue el
Pontífice Benedicto IX el que renunció a su cargo, vendiéndoselo por
1500 libras al Arcipreste Juan de Graciano, futuro Gregorio VI. Dirán
los celosos investigadores si el dato es corroborable. Desde aquí,
simplemente, damos por iniciada la colecta para juntar 1500 libras. Por
las dudas se pueda repetir la historia.