sábado, 30 de noviembre de 2019

CAPITULO I-(I) LA DEMOCRACIA ES UN RELIGIOSIDAD SUBVERTIDA


POR EL DR. ANTONIO CAPONNETTO
"¡El sufragio universal es la mentira univer­sal! "..."Del sufragio universal se ha hecho arma de partido; bajo este punto de vista ni nombrarlo nos dignaríamos. Pero el sufragio universal es hoy, más que todo, base de un sistema filosófico en oposición a los sanos principios de derecho y de Religión [...] y constituye la esencia de lo que se ha querido llamar derecho nuevo, como si el derecho fuese tal si no es eterno". Se trata, en suma, de una "sucia quisicosa", cuyo punto de partida es "admitir como dogma filosófico la infalibilidad de las turbas".

Félix Sarda y Salvany, La mentira universal, mayo, 1874.
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..."una democracia que llega al grado de perver­sidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo".

San Pió X, Notre charge apostolique.
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..."la vida de las naciones se halla disgregada por el culto ciego al valor numérico".

Pío XII,
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La organización política mundial, del 6 de abril de 1951,

"El Estado liberal, jacobino y democrático edifi­cado sobre el hombre egoísta y el sufragio univer­sal, han permitido que la riqueza del poder Sobe­rano de la Nación haya sido reemplazado por el poder de la riqueza sin Dios y sin Patria. La plu­tocracia internacional a la sombra de la llamada soberanía popular, mediatiza a los poderes pú­blicos y explota a las naciones". "La soberanía popular comporta una real sub­versión atea y materialista, por cuanto sustituye a la soberanía divina, y se postula como un prin­cipio absoluto e incondicionado"...

Jordán Bruno Genta
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CAPITULO-1-

(1) La democracia
es una religiosidad subvertida




1.- Que la democracia es forma impura de gobierno y corrupción de la República, es una afirmación anterior a la doctrina católica. En vano se han traducido insidiosamente ciertos tratados clásicos helénicos y romanos, a efectos de atemperar o disimular esta certeza teórico-práctica ante el mundo políticamente correcto. En vano —a partir sobre todo del Iluminismo, y por la acción directa de Montesquieu y de Rousseau— se ha escamoteado la presencia de la democracia entre las formas ilegítimas de gobierno, como clarísimamente se afirma en “La República” (445) y en “La Política” (1279), obras cumbres de los venerables filósofos de la Hélade. 

En vano digo, porque allí están esas páginas en sus idiomas originales para que brote de sus reflexiones la descalificación de una forma gubernamental signada fatalmente por la tiranía del número, por el desgobierno de la muchedumbre, por el desenfreno de las libertades, por el incremento de los oclócratas y de los demagogos. Platón y Aristóteles entonces, figuran entre los maestros encumbrados de este rotundo desaire a las democráticas formas. Pero también poetas como Homero o Hesíodo, historiadores como Heródoto o Tucídides, pensadores como Isócrates, cantores como Tirteo o Simónides de Ceos, artistas como Eurípides o Esquilo, u oradores como Demóstenes.
Las largas y fundadas razones por las que estos hombres egregios descalificaron a la democracia, en sus principios y en sus realizaciones prácticas, no sólo son de una llamativa actualidad sino de una significativa hondura. Porque no se trata de una forma impura desechada en mérito de cuestiones accidentales o subalternas —como la elección o la sucesión de los gobernantes— sino de una perversión intrínseca que hace posible la profanación y el sacrilegio, conspirando contra los mismos lazos sagrados en que se sostiene la ciudad. Son las leyes divinas las que ceden ante las legislaciones humanas gestadas en las asambleas del pueblo, son los ritos y las ceremonias tradicionales los desplazados, y hasta son los kakodaimonistai o adoradores del demonio los que ganan en prestigio, según lo reconociera el mismo Lisias. Democracia e impiedad revulsiva se suponen recíprocamente en cada tramo de la historia. Como si la primera potenciara irrefragablemente, por el peso de su inherente miseria, todas las malas inclinaciones que hay en la humana natura.
El Sófocles que en “Electra”, pone en boca del coro palabras laudatorias para Zeus ultrajado por el demos; o el Isócrates que en el “Areopagítico” elogia la piedad y la clemencia contra los rapaces demagogos que no entienden la obligación de conservar las tradiciones, son apenas dos ejemplos —entre centenares— de una perversión que fue considerada y padecida, ante todo, como un vejamen a la recta religiosidad. Súmese si se quiere el formidable y conocido testimonio de Cicerón, cuando bajo la inspiración platónica escribe su “República”, y afirma en ella —en el emocionante fragmento de “El Sueño de Escipión”— que quienes alcanzan la gloria celeste no son los partidócratas que amontonan los votos de la plebe, sino los que se consagran a la patria en veladas de sabiduría o en epopeyas de gloria. Con razón ha dicho Stan Popescu haciendo su fundada autopsia de la democracia, primeramente en el mundo antiguo: “El desprecio por la religión no se manifestó solamente en los permanentes intentos de demoler los valores religiosos (la clemencia, la piedad, la compasión, la justicia, el espíritu de sacrificio) sino también en la obsesiva y en la afiebrada voluntad de hacer leyes escritas y votarlas. Con ello se demolerían para siempre las leyes sagradas, tradicionales, y se terminaría de una vez con las virtudes [...] para la conservación de las cuales se requería autoexigencia, autodisciplina y voluntad de autosuperación”.(1)
2.- Vale la pena recordar lo precedente, siquiera con la imprecisa brevedad que lo hemos hecho, pues por aquí suele despuntar la falacia, cuando suponen algunos que —como principian los cuentos antañones— había una vez… una democracia hermosa y buena. En rigor, cada vez que la hubo, contuvo la misma perversión intrínseca que le venimos señalando. Y en política, desechar la rotunda pedagogía de la historia suele pagarse muy caro.
A grupas del dislate beccarvarelista, el precitado amigo Germán Flores, desde una publicación digital con simpáticos tintes chestertonianos, sostiene que la democracia se origina en el anhelo de “conciliar las clases sociales bajo un orden religioso”, y que por lo tanto —como “nace bajo base religiosa”— no sería perversa, sino hacedora de la justicia, de “la igualdad sostenida de una fe religiosa de justicia divina” (sic), y deseosa ella de “respetar ciertos límites y de evitar ciertos excesos”.(2) Tal hipótesis quedaría probada con gestos como el de Solón, al querer conciliar a “los nobles y al pueblo”; en el abandono del rechazo homérico por figuras como la deTersites, “un hombre de pueblo” que entonces era apenas “una masa anónima que hacía de partenaire a las hazañas de los héroes”; en el rescate del “hombre común” hecho por Hesíodo; en “la esperanza de que los injustos, incluidos los reyes, serán castigados por Zeus”; en la pretensión, también hesiódica, de que las clases se reconcilien bajo el amparo de la “ley divina defendida por Zeus”, y hasta en las obras de Esquilo, a quien bastaría leer “para entender mejor mi punto”.(3) Entonces, concluye Germán Flores, “considero que no es posible la democracia sin base religiosa” y, por ende, ella “no es intrínsecamente perversa, aunque pueda parecerlo, no tenemos más que ver cómo anda este mundo, esclavo del dios tecnocrático y la diosa relativismu”.(4) Dice algo más el texto, pero la pluma presumiblemente juvenil que le ha dado cauce no le otorga toda la precisión expresiva para aprovecharlo. Lo que es de lamentar, pues el amigo Flores, como veremos, intuye algo valioso que no debería pasar inadvertido.
Con todo, varias rectificaciones se imponen.
A - Por lo pronto, el hecho de que algo nazca “bajo base religiosa”, no sólo no acreedita su honradez si no que puede ser señal de grave desvarío. No hablemos ya de las sectas y de las herejías de todos los tiempos, amén de los falsos credos y de las mendaces iglesias surgidas al socaire de la Reforma. Mencionemos en cambio, específicamente, el caso de Le Sillon, aborrecible intento de conciliar la democracia con el cristianismo, sobre el que cayera el báculo admonitorio de San Pío X. Concebir una democracia “con base religiosa”, sin especificar cuál sería tal religiosidad, y sin asegurarse incluso que esa religiosidad fuera, en el plano natural, virtud aneja a la justicia, podría ser la prueba exactamente contraria de lo que Germán Flores afirma; esto es, la prueba de la perversidad democrática. Y si tal base religiosista acaba, como de hecho ha sucedido, divinizando a la democracia y convirtiéndola en el único dogma inconcuso, estaríamos ante algo más trágico aún, cual es el del auge de los falsos mesianismos. Mucho y bien se ha escrito al respecto, para que sea necesario ahora algo más que su sola mención. Pero recordemos de paso, a propósito concretamente del tema en debate, los estudios de Mircea Eliade, vinculando el desenfreno dionisíaco desatado entre el demos y los demagogos griegos, como consecuencia de una religiosidad pecaminosa y subvertida.(5)
En buena hora intuya Flores lo que no sabe ver Beccar Varela; esto es la base religiosa de la democracia, que la haría entonces execrable o amable por razones que van mucho más allá de los procedimientos electorales. La harían execrable o amable según se comulgue o no con esa religiosidad subvertida que la sustenta y que finalmente la diviniza, cayendo en ese peligroso morbo que protestara Ortega. ¡Bien por Flores si colige el basamento religioso que otros inadvierten! Reprobaciones cordiales para él por no entender que tal basamento, precisamente por ser de naturaleza demoníaca (la soberanía popular lo es, ha probado Marcel de la Bigne en su “Satán dans la Cité”) lejos de adjudicarle a la democracia un origen impoluto, le otorga esa perversión intrínseca que venimos señalando. Con el tiempo, aquella tendencia sacralizadora habría de agravarse hasta las heces, y si ideólogos como Burdeau hablaron sin elipsis de “la religión democrática”, proyectos hubo de parte de los idólatras de esta deidad sustituta, de construir un “altar para la democracia”, como sucedió en Brasilia, a comienzos de junio de 1886. Corruptio optima, pessima.
B - Que el mundo ande “esclavo del dios tecnocrático y la diosa relativismu” (sic) tampoco exime a la democracia de la perversión intrínseca que le señalamos. Antes bien la tiñen de mayores defectos, pues ha sido y es uno de ellos promover y cohonestar a los grandes tecnócratas internacionales, manipulando y sacando provecho de sus empresas, sirviéndose y usufructuándose de sus ingentes poderes. Necesitan y se valen los demócratas, impunemente, de todos los recursos tecnocráticos hoy disponibles, recurriendo para ello a la fuerza monetaria de los oligarcas, tal como lo señalara Aristóteles en el Libro III de su “Política”. Necesita la democracia de la tecnocracia para imponer su totalitarismo igualitarista, su masificación y sentido revolucionario de la vida, su ideologismo omniabarcador y su programa de homogeneización colectiva. Observación que han hecho muchos, con la mayor acuidad, pero entre otros el mismo Tocqueville en su obra “La democracia en América”, legítimamente preocupado por la degradación humana que este fenómeno supone.(6) Germán Flores menciona a Tocqueville en su suelto, pero al igual que lo hace con otros autores, no parece haberlo leído con entero provecho y segura guía.
Ni que decir tiene la mención al mal del relativismo, incansablemente señalado por Juan Pablo II y por Benedicto XVI como la peligrosísima compañía natural de la democracia. Hasta tal punto que desde la “Centesimus Annus”, por ejemplo, el grito de alerta por esta nociva coyunda, ocupa páginas de notable precisión doctrinal.(7)
C - No hay una teología clasista en el origen de la democracia, según la cual, ella habría visto la luz para asegurar el igualitarismo entre los hombres, poniendo a Zeus por garante. Zeus era deidad aristocrática y regia, custodio de las férreas jerarquías terrenas y celestes, protagonista de largas y bizarras contiendas con las que conquistó el poder, arrebatándoselo a Crono y a los Titanes, rodeado siempre de héroes singulares para restablecer el orden en el mundo después de la revuelta democratista y atea de Prometeo.(8) Ese Prometeo, que a fuer de demócrata y humanista, Carlos Marx ubicó “en el primer lugar entre los santos y los mártires del calendario político”, mientras el viejo Esquilo lo posicionó donde cuadra, en los desiertos de Escitia, en una alta montaña caucasiana, purgando el dolo de su hybris.
Antes que en la lumbre perpetua de los dioses, es en la sordidez de los sofistas, en el torpor de los demagogos, en la codicia de los plutócratas y en la prepotencia de los tiranos, donde hay que buscar la fragua de la hediondez democrática. Lejos de asegurar la justicia social, decuplicó la esclavitud, hasta industrializarla, como lo aconsejaba Jenofonte en “Las Helénicas”; y los esclavos trabajaron hasta morir.(9) Lejos de asegurar la igualdad, ejerció la prepotencia y la codicia sobre las polis sojuzgadas y dominadas; algo de lo que da prolija cuenta Tucídides en la “Historia de la Guerra del Peloponeso”. Antes de “respetar ciertos límites y de evitar ciertos excesos”, no dejó desmesura por cometer ni agravio por infligirle a la desventurada Diké. Como los que registra Eurípides en “Las Troyanas”, o el precitado Tucídides cuando narra las matanzas cometidas por el partido demócrata de Corcira en el 425 A.C, y la subsiguiente profanación del templo de Hera.(10) Repasar la historia de la democracia en la Hélade, y releer a aquellos sabios que la llamaron impura, es ejercicio doliente pero sensato. Haciéndolo, nos encontraremos, verbigracia, con el democrático tribunal que condenó al inmenso Sócrates a la muerte. El contraste nos impedirá equivocarnos. De un lado, la iniquidad de las asambleas populares. Del otro, la innumerada y prefiguradora estación del via crucis. De un lado, el asesinato multitudinario de la Verdad. Del otro el martirio solitario e inacallable del señor de la inteligencia. Naturaleza herida y vulnerada por el pecado, la creatura ha encontrado siempre en la democracia el mejor caldo de cultivo para desfogar sus bajezas, amparada en el anonimato de las masas rugientes.
D.- Bien estará que elogiemos de Solón su afán equitativo. Pero nada hay en su espíritu y en su obra que lo asocie al plebeyismo y al igualitarismo democráticos, ni mucho menos a la actitud sacrílega e impía de aquella condenada forma de gobierno. El viejo arconte, prestigioso eupátrida, y descendiente del rey Codro, era un genuino aristócrata; y por eso mismo un realizador del bien común. Su respuesta a Creso de Sardes —maravillosamente narrada por Heródoto(11)— prueba que los arquetipos de conducta que movilizaron sus afanes políticos, no eran los hombres vulgares, materialistas y ramplones del demos o de la plebe insolente, sino Telo de Atenas, junto a Cleobis y Bitón de Argos. Si el primero había caído en defensa de la patria, viviendo fielmente a los principios pedagógicos rectores del hogar y de la fe, los segundos habían servido hasta la muerte los mandatos de la divinidad, a cuya custodia su propia madre los consagrara.
Ningún elogio en cambio merecerá Tersites, a quien Germán Flores toma por un benévolo “hombre de pueblo”, y que en las páginas homéricas irrumpe cual el emblema perfecto de la monstruosidad democrática, como lo es el Calicles de los diálogos platónicos, llamado sujeto infilosófico por Pieper. A diferencia del verdadero hombre de pueblo, que sentíase honrado de presenciar las hazañas de los héroes —sabiéndose su testigo, no su partenaire—, Tersites las desdeña con rencor de alma contrahecha y ruin, representada en su deforme giba, sobre la que deja caer Ulises el bastonazo justiciero. Hegel se ha ocupado de darnos una valiosa interpretación de este personaje, y nosotros mismos hicimos referencia a su significado en una obra ya lejana.(12)
De Hesíodo y de Esquilo tampoco podrá decirse que fueron demócratas sinceros. Cierto que, como Solón, le cabe al primero la magnanimidad de propender a la realización de un orden más justo. Pero no será la democracia la que lo instaure —cuyo retrato desolador queda hecho en la descripción de la edad de hierro de “Los trabajos y los días”— sino una raza de hombres piadosos y valientes, por mejor nombres: héroes. Entre otros atributos de sus esforzadas vidas, la proximidad con la reyecía de los dioses los incontamina de cualquier igualitarismo ramplón. De Esquilo —cuyo significativo “Prometeo” ya mentamos— ha quedado su ejemplo combatiente –el de la areté agonal de los caballeros, tan lejos,¡ay!, del pacifismo democrático-, pero han quedado también “Las Euménides” y “Los siete contra Tebas”, que no son precisamente un loor a las democráticas maneras políticas.
Concluyamos afirmando que, antes de que el magisterio católico nos permitiera forjar una recta y sabia arquitectura política, el mundo antiguo ya sabía y afirmaba explícitamente que la democracia era la corrupción de la República. Ya sabía y afirmaba, por intermedio de sus hombres eminentes, que tanto como forma de gobierno, como espíritu, cosmovisión, criterio, organización social o perspectiva jurídica, adolecía la misma de un ingénito desquicio: el de la rebelión prometeica de las muchedumbres, conducida por hábiles demagogos, contra el nomos divino y su influjo benéfico en el ordenamiento de las ciudades. Era, como lo ha sintetizado Popescu, una anti-religión.