Una legión de almas nos respalda en la batalla
A
medida que avanzamos a lo largo de los años, aumenta el número de
personas a las que conocíamos y que terminan antes que nosotros su vida
terrenal. ¿Cuál será su destino eterno? Sólo Dios conoce el destino
definitivo de las almas, pero es cierto que una buena cantidad de
quienes mueren en estado de gracia sufren las penas del Purgatorio
mientras esperan su entrada en la gloria definitiva del Paraíso. Esas
almas integran la Iglesia purgante, que, junto a la militante y la
triunfante, forman la única Iglesia de Cristo. De hecho, San Agustín
afirma: «Tota enim in Christo Ecclesia unum corpus est» (Enarr. In Ps,
148, PL, 51, 423): «Toda la Iglesia constituye un solo cuerpo en
Cristo». El Cuerpo Místico de Cristo es el fundamento de la comunión de
los santos, que abarca las tres iglesias: la militante, la purgante y la
triunfante, formadas respectivamente por los que combaten en la Tierra,
los que se purifican en el Purgatorio y los que han triunfando y están
en el Cielo. Esta Ciudad de Dios se opone a la del Diablo, que carece de
purgatorio y está integrada exclusivamente por los condenados y por
quienes en la Tierra militan en las filas de Satanás enfrentados a las
de Cristo. Así pues, la Iglesia alinea en el campo de batalla, junto a
los ángeles y los santos del Cielo, a una legión de armas purgantes que
pueden ejercer un papel decisivo en el combate mencionado. No pueden
hacer nada por ellas mismas, pero pueden hacer mucho por nosotros
intercediendo en oración.
San Agustín
explica que los difuntos no conocen las cosas humanas en el instante en que
éstas tienen lugar, pero sí pueden conocer los actos pasados, presentes y
futuros, bien por revelación divina, bien por medio de los ángeles o de almas
que llegan al Purgatorio cuando salen de este mundo. Así, los difuntos toman
parte en asuntos terrenales, no por su naturaleza, sino en virtud del poder de
Dios. Dios es el medio a través del cual podemos comunicarnos con los difuntos
y ellos con nosotros (Mons. Antonio Piolanti, Il mistero della comunione dei santi, Desclée, Roma 1957, pp.
317-318). San Gregorio Magno, a quien debemos la providencial costumbre de las
misas gregorianas, cuenta en sus Diálogos visiones y episodios en
que almas de difuntos piden sufragio y hacen comprender que gracias a ellos se
liberan de sus penas. Santo Tomás, en los 14 artículos de la cuestión 71ª del Suplemento
a la Suma Teológica, examina a fondo la cuestión de los sufragios.
Tras haber demostrado su realidad mediante las Sagradas Escrituras, los Padres,
la costumbre de la Iglesia y los argumentos de la razón, explica que de quienes
han pasado a la eternidad, sólo las almas que purgan pueden ser socorridas por
nuestros sufragios. En realidad, como esas almas no han llegado todavía a su
destino definitivo, siguen en cierto modo en estado de viadoras y no han
llegado a su término. Los vivos podemos ayudarles a purgar sus penas y pagar de
ese modo sus deudas para con la justicia divina. La Santa Misa, las limosnas,
las oraciones y las indulgencias son medios prácticos de sufragar las deudas de
esas almas sufrientes. Las almas del Purgatorio están confirmadas en la gracia,
seguras de su eterna salvación. Padecen, pero aceptan sus padecimientos con
alegría. «El alma sufre como sufren los santos en la Tierra, plenamente unidas
a la voluntad divina y, se podría decir, llenas de alegría por toda culpa que
es purgada por el doloroso fuego, y acrecienta su amor y sus suspiros a Dios,
que es amor infinito» (Don Dolindo Ruotolo, Chi morrà vedrà…Il Purgatorio
e il Paradiso, Casa Mariana, Frigento 2006, p. 42).
El
Purgatorio no es sólo un estado, sino que al igual que el Infierno
es un lugar, y el fuego que atormenta a las almas no es un fuego alegórico sino
real. Quien niega la existencia del Purgatorio, afirmaba ya Santo Tomás contra
los herejes de su tiempo, «va contra la autoridad de la Iglesia e incurre en
herejía» (IV Sent., d. 21, q. 1, a.
1, sol. 1).
Desde los
tiempos más remotos los fieles siempre estuvieron vivamente convencidos de la
intercesión de las ánimas purgantes. En 1891 se encontró en Santa Sabina, en
Roma, un epígrafe que rezaba: «Ático, descansa en paz, seguro de tu salvación.
Ruega encarecidamente por nuestros pecados». Otra inscripción, esta vez en las
catacumbas de San Calixto, dice: «Januaria, goza del refrigerio y ruega por
nosotros».
La Iglesia
ha rogado desde sus orígenes para que los difuntos se libren de las penas del
Purgatorio. Por eso, el catecismo de San Pío X afirma que los santos reciben
nuestras oraciones, los difuntos nuestros sufragios, y todos nos beneficiamos
con su intercesión ante Dios. Cada vez que nos encomendamos a las oraciones de
alguien o le garantizamos las nuestras, afirmamos una gran verdad de fe: la de
la comunión de los santos. Nuestros bienes sobrenaturales pueden compartirse
con los demás, del mismo modo que Dios nos comunica los suyos. Por esta razón,
es importante recabar también la ayuda y protección de las almas del
Purgatorio. Nos guardan gratitud, y sus incesantes oraciones nos procuran
beneficios inmensos, tanto para la vida espiritual como para la corporal. No
sólo debemos rogar por nuestros seres queridos y por los más allegados, sino
también por aquellos de los que hemos sido víctimas de incomprensión o
calumnias o que nos han combatido, ya que, si murieron en gracia de Dios, viven
actualmente en la caridad divina. Si ayer fueron nuestros adversarios, hoy nos
aman, y debemos amarles, porque la ley del Cuerpo Místico es la caridad. En la
encíclica Mirae caritatis del 28 de
mayo de 1902, León XIII escribió: «La Comunión de los santos no
es otra cosa sino una recíproca participación de auxilio, de expiación, de
oraciones, de beneficios entre los fieles que están, o gozando las alegrías
del triunfo en la patria celestial, o sufriendo las penas del purgatorio,
o peregrinando todavía en la Tierra; de todos los cuales resulta una sola
ciudad, cuya cabeza es Jesucristo y cuya forma es la caridad». La Iglesia es la
unión de muchos hombres ligados entre sí por una misma
caridad. Y la caridad, el amor cristiano, es lo que genera una relación de
solidaridad e interdependencia entre nosotros y nuestros hermanos para formar
un mismo Cuerpo Místico sometido a un mismo Jefe: Jesucristo. El vínculo de la
caridad no se quiebra con la muerte, y une actualmente a los defensores de la
buena causa, que se enfrentan al ejército del mal, el cual ha llegado a
introducirse hasta en el Lugar Santo. Unidos a los coros angélicos, invocamos
la ayuda de las almas que no han llegado inmediatamente al Paraíso pero poseen
no obstante el don de la perseverancia final y, en medio de sus padecimientos,
tienen la certeza de su eterna salvación. Imploramos su intercesión para que el
Señor nos conceda igualmente a nosotros el don de perseverar en la lucha, y
sobre todo en el último momento de nuestra vida.
San Agustín ni siquiera excluye la posibilidad de que algunos difuntos sean enviados a los vivos (De cura pro mortuis gerenda, 15,
18; PL 40, 605-606). La reina Claudia de Francia, esposa de Francisco
I, después de morir con apenas veinticuatro años el 20 de julio de 1524,
se apareció más de una vez a la beata Catalina de Racconigi para
anunciarle la invasión de Italia por los franceses, la derrota y captura
del marido y finalmente su liberación gracias a las plegarias de la
santa (Pier Giacinto Gallizia, Vita della ven. suor Caterina de’Mattei, chiamata la B. Catterina da Racconigi, Mairese,
Torino 1717, p. 101). No se trata de un caso aislado. Dios puede
permitir que un alma que ha triunfado y está en el Cielo o que sufra en el
Purgatorio se haga visible en la Tierra para animar a los hijos de la Iglesia
militante. Y es posible que vuelva a suceder en el curso de las pruebas que
tenemos por delante.
Las almas aún no purificadas de muchos que
defendieron a la Iglesia en disputas teológicas o en los campos de
batalla de las Cruzadas respaldan hoy con sus padecimientos y oraciones a
quienes las han relevado en la batalla contra el antiguo enemigo. Acies ordinata
es una formación de almas militantes, purgantes y triunfantes unidas
para hacer valer el honor de la Iglesia, la gloria de Dios y el bien
de las ánimas. El banderín de enganche está abierto para quien desee
alistarse.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)