Raúl Alfonsín: un canalla al servicio del eurocomunismo. Por Nicolás Márquez
Con sorpresa, estamos
asistiendo a un sinfín de adulaciones y publicaciones (hoy tendencia en
twitter) en honor a la memoria y trayectoria del ex presidente Raúl
Alfonsín, quien se consagrara como tal en diciembre de 1983. Lo curioso
del caso, es que de manera hegemónica, todos quienes comentan en torno
al personaje en cuestión, lo hacen de manera elogiosa o panegírica, como
si el fallecido Presidente en vez de haber sido lo que verdaderamente
fue (un canalla al servicio del eurocomunismo), hubiese sido en cambio
una suerte de estadista o pro-hombre ejemplar a quien los «poderosos» le
pusieron zancadillas, impidiéndole así llevar a buen puerto sus nobles
intenciones durante su desafortunado gobierno (1983/1989).
Vayamos a cuentas.
Poseedor de
una oratoria tan enérgica como insustancial, su discurso demagógico no
exento de notable habilidad para arrancar encendidos aplausos de la
muchedumbre, durante su campaña recolectora de votos en 1983, supo
embaucar a una multitud que, horrorizada por la lista que por entonces
ofrecía el peronismo, volcó sus preferencias por el presunto mal menor.
Tras ganar las elecciones, Alfonsín, lo
primero que hizo al asumir, fue llevar adelante un revanchismo contra el
gobierno cívico-militar saliente (cuyo golpe de Estado, en marzo de
1976, fuera apoyado y aprobado por la UCR, la cual comandó 310
intendencias, durante el gobierno del presidente Jorge Rafael Videla),
impulsando un juicio a las cúpulas castrenses a través del decreto
158/83 (atropellando la independencia del Poder Judicial), cuya letra,
además, contenía la condena en el decreto mismo. Maliciosamente, toda su
revisión sobre el pasado (a la sazón bien reciente) fue impuesta a
partir del 24 de marzo de 1976 y no se revisó una coma de todas las
responsabilidades y felonías cometidas tanto por el terrorismo
subversivo como por la partidocracia, antes de dicha fecha.
Salvo excepciones, los medios
televisivos se mantuvieron en manos del Estado, a efectos de controlar
la prensa, llevando adelante una profusa campaña psicológica de
inequívoca tendencia marxista, dentro de la cual se atentó contra la
libertad de prensa, encarcelando a periodistas opositores como Daniel
Lupa, y se descubrió una lista negra de 30 periodistas (entre ellos,
Rosendo Fraga y Carlos Manuel Acuña), con la orden de encarcelarlos por
no compartir la filosofía del régimen, y cuyas detenciones finalmente se
frenaron con motivo del escándalo acaecido. Hasta un personaje de la
frivolidad, como Mirtha Legrand, tuvo problemas profesionales, teniendo
que mudar de canal, por cometer el delito virtual de no adular al mandón
favorito de la socialdemocracia latinoamericana.
En los años 70, fue simpatizante y
abogado de los terroristas del ERP y mantuvo aceitados contactos con el
terrorismo montonero, a varios de cuyos miembros agasajó con afectuosos
almuerzos (entre ellos, al indultado Miguel Bonasso), en agradecimiento
por haber colocado en sus órganos de prensa a su discípulo Leopoldo
Moreau. Incluso, fue acusado de participar en la negociación a favor de
la guerrilla, en el caso del secuestro y crimen de lesa humanidad del
empresario Oberdán Sallustro, a la sazón víctima del ERP.
Con estos antecedentes setentistas,
durante su mandato, las deliberadas simpatías para con la guerrilla
marxista no cesaron y salvo el caso semiparódico del lider montonero
Mario Firmenich (quien apenas estuvo en cárcel unas semanas), jamás se
promovió un solo juicio a un terrorista, dedicando toda su gestión a
humillar a los militares, quienes, paradójicamente, en enero de 1989, lo
salvaron del intento de golpe de Estado perpetrado por el ataque
terrorista de la organización MTP (Movimientos Todos por la Patria), por
entonces comandado por el asesino serial y ex guerrillero Enrique
Gorriarán Merlo.
En
política internacional, de la mano del canciller socialista Dante
Caputo, la Argentina tuvo relaciones carnales con las tiranías marxistas
de la época, votando, incluso, ante la ONU, en la Comisión de Derechos
Humanos, en marzo de 1987, de manera negativa en la acusación que pesaba
sobre Cuba por sus consabidas violaciones a los de derechos humanos. Es
más, la empobrecida Argentina alfonsinista otorgó créditos incobrables a
Nicaragua y Cuba por 400 y 600 millones de dólares, respectivamente.
Asimismo, en su afán por consolidar lazos con los despotismos de la
época, en avieso desprecio por la democracia y el sistema republicano,
firmó «convenios culturales» con países de la talla de la República
Argelina (3/12/84), Nicaragua (16/2/84), Cuba (9/8 y 13/11/84), Rusia
(26/1 y 26/86) y Bulgaria (29/7/86).
Para júbilo de los delincuentes,
Alfonsín fue también el padre del garantismo penal, promoviendo la
sanción de las leyes 23.050 y 23.077, las cuales ampliaban la eximición
de prisión y disminuían las penas para el infanticidio, ocupación de
inmuebles y muchos otros delitos.
En cuanto a la administración de la
cosa pública, la burocracia y el despilfarro socialista se expandieron
desmesuradamente, y de ocho secretarías de Estado se pasó a 42; de 20
subsecretarías, a 96 y se nombró a 280.000 agentes públicos. Ferviente
admirador del eurocomunismo, Alfonsín logró que, en 1985, el 50% de los
medios de producción estuvieran en manos estatales y la Argentina se
constituyó, poco después, en el país no comunista de mayor estatismo del
mundo, secundando a Méjico.
En dicho lapso, se inauguró, además, la
execrable práctica clientelista consistente en traficar miseria con
«planes sociales», los cuales, por entonces, estuvieron materializados
en las famosas «cajas de PAN», las que fueron quintuplicadas con motivo
del desparramo de miseria que generó su «administración», cuya cartera
de economía fue mayormente capitaneada por Juan Vital Sourrouille.
Tan amante de la oratoria como de la
pereza laboral, en 1986, por ejemplo, pronunció 130 discursos (uno cada
dos días) y concurrió a su despacho 2,3 días por semana.
En materia económica, tras pulverizar
el signo peso, en 1985, lanzó el tristemente célebre plan Austral, un
programa estatista basado en la emisión de moneda sin respaldo y
controles de precios, el cual, por su perversión intrínseca, obviamente
implosionó de manera dramática, y, para paliar los destrozos económicos y
financieros, el «equipo de lujo» que lo asesoraba (así calificó
públicamente a sus ministros, que no dejaron institución por destrozar)
lanzó otra «genialidad»: el «Plan Primavera», inaugurado el 3 de agosto
de 1988. El cual no era otra cosa que una renovada aventura socialista
que derivó en la hiperinflación más alta de la historia argentina. Desde
el 10 de diciembre de 1983 hasta su abandono del poder, el 8 de julio
de 1989, la inflación acumulada fue del 664.801 por ciento, la más alta
en la historia mundial, después de la Segunda Guerra Mundial. La
depreciación monetaria fue del 1.627.429 por ciento, y, entre el 6 de
febrero y el 8 de julio de 1989, el Austral (signo monetario de
entonces) se devaluó un 3.050 por ciento.
Durante
los cinco años y medio de gestión progresista, el poder adquisitivo se
desplomó entre un 107 y un 121 por ciento. La deuda externa recibida al
comenzar su gestión arañaba los 40 mil millones de dólares, mientras
que, cuando huyó de su cargo, dejó al país con 67 mil millones de
dólares de deuda externa, treinta mil millones de dólares de deuda
interna (ambos guarismos fueron unificados en los años 90), y sólo 38
millones de dólares de reserva en el Banco Central, con el país en default y
la gente peregrinando despavorida por los desabastecidos mercados, para
poder arrancar un paquete de azúcar o de yerba de las góndolas
semivacías de la década del 80.
Durante los últimos tramos de su
gobierno, en el país no había luz (la televisión empezaba a las 17, para
que la gente no consumiera corriente eléctrica), no había agua, no
funcionaban los teléfonos, peligraba la reserva de gas y, en tanto,
Alfonsín seguía soñando en quedar en el olimpo de los próceres divagando
con «el traspaso de la Capital a Viedma» y otros emprendimientos
faraónicos. La sociedad empobrecida y angustiada escuchaba atónita el
cúmulo de tonterías verbalizadas por el presidente-desertor, quien se
escapó de su cargo seis meses antes de lo que ordenaba la Constitución
Nacional, cuyo preámbulo se cansó de recitar en su campaña electoral, a
efectos de hacerse pasar por un «gran demócrata», que, además, no lo
fue.
Tras su fuga, se dedicó a perturbar la
política nacional desde fuera del poder institucional, destruyendo la
Constitución Nacional en el ominoso «Pacto de Olivos» que él acordó con
el entonces presidente Carlos Menem, y que fuera la antesala de la
pésima reforma constitucional de 1994.
Ya en el año 2001, asociado
implícitamente con Eduardo Duhalde, formó parte de la conspiración
desestabilizadora que acabó en el derrocamiento de su par y
correligionario, el presidente Fernando de la Rúa.
Hoy 30 de octubre, a través del grueso
de los medios de comunicación y redes sociales, periodistas, políticos,
funcionarios y opinólogos de las más diversas tendencias y orígenes se
encargan de homenajear y cantar loas a su persona. Por ende, dese estas
líneas no podemos dejar de manifestar nuestra indignación ante tan
irresponsable y desmemoriado ensalzamiento a una trayectoria plagada de
horrores y características negativas, puesto que esto último no sólo
constituye un premio inmerecido, sino que, además, se falsea la historia
otra vez, pretendiendo hacer pasar por estadista a quien fuera uno de
los peores gobernantes de la triste historia argentina.