lunes, 17 de agosto de 2020

CHINDA BRANDOLINO

jueves, 13 de agosto de 2020



                                       Chinda Brandolino



Más, mucho más que médica distinguida, una Patricia argentina. De la estirpe de las damas de las invasiones inglesas, de las colaboradoras del Libertador; imagen de doña Encarnación desafiando las calumnias infames de la canalla. Esperando a un don Juan Manuel, como todos los patriotas esperamos.                                        

Mujeres que son orgullo de la argentinidad.  


Sólo los egoístas y resentidos afirman que la aristocracia del espíritu y de la cultura caducaron.


En la España del ’36 se hubiera alistado en Falange, seguramente, aunque no lo sé, sólo ella lo sabe. Suponiendo que así hubiera sido, me recordó las palabras que dedicó Eugenio d’Ors a las muchachas españolas nacionalistas; y las copio, no porque ella necesitase consejos, sino porque ejemplarmente los está viviendo.

A continuación las palabras de Eugenio d’Ors, falangista, padre de tres oficiales falangistas que lucharon contra los rojos; miembro de la Real Academia Española…¿Hace falta más para leerlo respetuosamente, y dedicárselo a Chinda Brandolino?

                         LA TRADICIÓN                                                      

“Nuevo glosario”, Buenos Aires, 1939.

Mensaje a la Falange Femenina.

Dicto estas palabras entre afonías y toses, que no se si vienen de la tráquea herida o de la rabia en que me enciendo contra una fatalidad, empeñada en apresarme lejos de vosotras, camaradas  femeninas de la Falange, en ocasión en que, más yo aún que vosotras, había deseado una presencia y uno de esos diálogos por cuya virtud, sea cualquiera el número de  las voces que se dejan oír, el aire se serena, como en  la oda de Fray Luis de León, “y viste de hermosura y de luz”. De luz, sobre todo, que es lo que ahora le urge, en cada capítulo, a España: para que el desbocado torrente de heroísmo donde se sublima no deje légamos de confusión, en que se enfangue. El intento de canalizar la corriente de intervención femenina en la construcción nacional; en tarea de dilucidar algunas ideas que le sirvieron de oriente, hubiese yo hablado en Segovia, de no haber sido víctima del rigor de mi fortuna. Clavado por ésta, sólo puedo gritar a través del espacio, un doble  alerta, cuya interpretación ha de quedar  casi enteramente a vuestro cargo.
Alerta, en primer lugar, con las deviaciones hacia el que, en la hora precedente de la Cultura, se llamó feminismo; es decir, con el equívoco que consiste en buscar la excelencia ideal y activa de la mujer en el ejercicio y cultivo de los valores específicamente viriles. Y, al decir esto, no quiero rendir paria alguna a las oscuras condenaciones naturales y biológicas; ni siquiera pienso en las materializadas del sexo o en rutinas sociales. Si digo “feminismo”, si digo “viril”, entiendo permanecer aquí en el puro terreno de la Cultura, donde la feminidad se vuelve genérica, hasta los límites del “Ewig-Weiblieche” goethiano, del “Eterno Femenino”, de la feminidad considerada como constante histórica, del “Eon” de la feminidad. Y lo mismo respecto de lo viril, para el cual queremos igualmente obtener un arquetipo sin anécdotas, un “Eon” de la Virilidad. En esos términos, ¿en qué consisten uno y otro?...
Cuanto me hubiera complacido conducir sobre ello una investigación socrática con vosotras, en que la verdad hubiese ido amaneciendo lenta y cautivadoramente a nuestros ojos. Pero no puedo en las actuales circunstancias proceder sino por definiciones categóricas. Y decir: Femenino, en el vocabulario de la Ciencia de la Cultura,  es cuanto en la actividad del ser humano, tiene por fin inmediato otro ser humano; viril, al revés es, dentro  del mismo lenguaje, cuanto, en la actividad del ser humano, tiene por fin inmediato las cosas, los objetos, materiales o ideales, exteriores al ser humano y que subsisten independientemente de él… Estas definiciones implican sendas tablas de valores, naturalmente. Repito que hoy me es preciso dejar a vuestro cuidado el establecerlas, el desarrollarlas. Como palabra de advertimiento, lanzada entre fiebres, y quizá recogida, al igual, entre fiebres, basta ésta; en vuestra intervención nacional, mujeres de la Falange, llegad hasta la cumbre, llegad al confín,  en cuanto se refiera a la acción del ser humano por el ser humano; a esto que podemos llamar salvación, soteriología. Pero ni un paso más allá; ni un devaneo dócil a la tentación de ultra-fronteras. En cuanto a la intervención femenina se aplicase a las cosas, a la producción material o intelectual de riquezas o de valores, renacería la tragedia a que nos condenó ayer la sociedad democrática; la tragedia cuyas manifestaciones agudas empezaron en  la esclavitud femenina de las  fábricas de Manchester y han culminado en la esclavitud femenina de la trinchera de las milicianas rojas.

El segundo alerta puede parecer no referirse más que a una cuestión de palabras. Pero, todo los creyentes en la substantividad de las formas (es decir, por lo menos, todos los católicos), saben cuál es la realidad profunda del verbo, y, en la ocasión presente, yo no me atrevo a pleitear por un vocablo, preferible a mi juicio a otros de empleo corriente y que trascienden quizá demasiado a relentes de sociología. Me refiero a la palabra, la magnífica palabra “Caridad”… No hay que temerla. Mi segundo alerta es cabalmente para deciros esto: que no hay que temer, que hay que emplear paladinamente, olvidando desconsideraciones del Ochocientos, la palabra “Caridad”, aún como enseña o divisa; sin temor a que este empleo se vuelva ofensa; que no la hay cuando la aplicación es  recíproca, como no la hay en el uso del término “Servicio”, cuando cada cual se siente alternativamente dueño y servidor. ¿Sabéis lo que quiere decir, etimológicamente, la palabra “Caridad”? Pues quiere decir nada más que esto, en toda su escalofriante sencillez: Caricia. Si, Caridad significa caricia. El mendigo que en la esquina os pide una caridad pide, no el objeto o signo exterior de esta caridad, sino la ternura, el movimiento de sensibilidad que debe acompañarla: pide que le acariciéis. Y vuestra caricia, vuestra ternura, vuestro lenitivo, hasta -¿por qué no decirlo?- el consuelo de vuestro contacto ps pide, mujeres de España, todo el dolor de España, donde la vida  ha sido siempre ruda, aun en las horas de la paz, aun en los fastos del Imperio; sobre  todo, quizá,  en  los fastos del Imperio, cuya sequedad desvirtuó tal vez lo que hubiera ganado su grandeza. Y yo os digo que, si el Imperio de mañana no está asistido por vuestras  caricias, no se unje a cada paso,  en todas sus manifestaciones vitales, con vuestra  Caridad; si en él las gentes se quieren tan poco; si se empujan mutuamente con tan feroz arrogancia; si no se dulcifica el vivir; si no se deja de hablar a gritos y con tan ásperas voces; si no se cultiva la hospitalidad, el halago social, la elegancia y policía de costumbres; si, en  suma, el Imperio de mañana es otra vez un Imperio aldeano y bronco, éste fenecerá prontamente, víctima de su propia aridez. Que vuestra obra colectiva, pues, ya tan  bienhechora, extreme en el bien  hacer las virtudes de gracia. Y haga el bien, “mirando a quien”, para quedarse en lo femenino. Y tendiendo materialmente la mano, para que todo nuestro pueblo gane en cortesía al contacto de la feminidad.
Todo esto y muchas cosas más hubiera querido deciros, si se hubiera realizado la anunciada conferencia. Pero hora pienso que quizás las cosas van mejor así. Porque ya se dan muchas conferencias, y lo que quizá reclama nuestra necesidad, más que conferencias, son consignas. Unas cuantas consignas nos han quedado del Ausente [nota del blog: se refiere a José Antonio Primo de Rivera], que no hablaba por definiciones, sino por órdenes, pues no era un filósofo, sino un capitán; y en ellas “nos movemos, vivimos y somos”. Unas cuantas consignas, también, nos lanza,  el Caudillo de vez en cuando; y el permanecer fieles a las mismas constituye nuestro servicio y nuestro honor. 
Honor a él también. Honor y Gloria a la España en que la eterna feminidad brille, como ha brillado, en la vieja iconografía: a sus pies la Luna, y bajo su planta la Serpiente.+