jueves, 13 de agosto de 2020
Chinda Brandolino
Más, mucho más que médica distinguida, una Patricia
argentina. De la estirpe de las damas de las invasiones inglesas, de las
colaboradoras del Libertador; imagen de doña Encarnación desafiando las
calumnias infames de la canalla. Esperando a un don Juan Manuel, como todos los patriotas esperamos.
Mujeres que son orgullo de la argentinidad.
Sólo los egoístas
y resentidos afirman que la aristocracia del espíritu y de la cultura caducaron.
En la España del ’36 se hubiera alistado en Falange,
seguramente, aunque no lo sé, sólo ella lo sabe. Suponiendo que así hubiera
sido, me recordó las palabras que dedicó Eugenio d’Ors a las muchachas
españolas nacionalistas; y las copio, no porque ella necesitase consejos, sino
porque ejemplarmente los está viviendo.
A continuación las palabras de Eugenio d’Ors, falangista,
padre de tres oficiales falangistas que lucharon contra los rojos; miembro de
la Real Academia Española…¿Hace falta más para leerlo respetuosamente, y
dedicárselo a Chinda Brandolino?
LA TRADICIÓN
“Nuevo glosario”, Buenos Aires, 1939.
Mensaje a la Falange Femenina.
Dicto estas palabras entre afonías y toses, que no se si
vienen de la tráquea herida o de la rabia en que me enciendo contra una
fatalidad, empeñada en apresarme lejos de vosotras, camaradas femeninas de la Falange, en ocasión en que,
más yo aún que vosotras, había deseado una presencia y uno de esos diálogos por
cuya virtud, sea cualquiera el número de
las voces que se dejan oír, el aire se serena, como en la oda de Fray Luis de León, “y viste de
hermosura y de luz”. De luz, sobre todo, que es lo que ahora le urge, en cada
capítulo, a España: para que el desbocado torrente de heroísmo donde se sublima
no deje légamos de confusión, en que se enfangue. El intento de canalizar la
corriente de intervención femenina en la construcción nacional; en tarea de
dilucidar algunas ideas que le sirvieron de oriente, hubiese yo hablado en
Segovia, de no haber sido víctima del rigor de mi fortuna. Clavado por ésta,
sólo puedo gritar a través del espacio, un doble alerta, cuya interpretación ha de quedar casi enteramente a vuestro cargo.
Alerta, en primer lugar, con las deviaciones hacia el
que, en la hora precedente de la Cultura, se llamó feminismo; es decir, con el
equívoco que consiste en buscar la excelencia ideal y activa de la mujer en el
ejercicio y cultivo de los valores específicamente viriles. Y, al decir esto,
no quiero rendir paria alguna a las oscuras condenaciones naturales y biológicas;
ni siquiera pienso en las materializadas del sexo o en rutinas sociales. Si
digo “feminismo”, si digo “viril”, entiendo permanecer aquí en el puro terreno
de la Cultura, donde la feminidad se vuelve genérica, hasta los límites del
“Ewig-Weiblieche” goethiano, del “Eterno Femenino”, de la feminidad considerada
como constante histórica, del “Eon” de la feminidad. Y lo mismo respecto de lo
viril, para el cual queremos igualmente obtener un arquetipo sin anécdotas, un
“Eon” de la Virilidad. En esos términos, ¿en qué consisten uno y otro?...
Cuanto me hubiera complacido conducir sobre ello una
investigación socrática con vosotras, en que la verdad hubiese ido amaneciendo
lenta y cautivadoramente a nuestros ojos. Pero no puedo en las actuales
circunstancias proceder sino por definiciones categóricas. Y decir: Femenino, en
el vocabulario de la Ciencia de la Cultura,
es cuanto en la actividad del ser
humano, tiene por fin inmediato otro ser humano; viril, al revés es,
dentro del mismo lenguaje, cuanto, en la actividad del ser humano, tiene por fin inmediato las cosas, los
objetos, materiales o ideales, exteriores al ser humano y que subsisten
independientemente de él… Estas definiciones implican sendas tablas de
valores, naturalmente. Repito que hoy me es preciso dejar a vuestro cuidado el
establecerlas, el desarrollarlas. Como palabra de advertimiento, lanzada entre
fiebres, y quizá recogida, al igual, entre fiebres, basta ésta; en vuestra
intervención nacional, mujeres de la Falange, llegad hasta la cumbre, llegad al
confín, en cuanto se refiera a la acción
del ser humano por el ser humano; a esto que podemos llamar salvación, soteriología. Pero ni un paso más allá;
ni un devaneo dócil a la tentación de ultra-fronteras. En cuanto a la
intervención femenina se aplicase a las cosas, a la producción material o
intelectual de riquezas o de valores, renacería la tragedia a que nos condenó
ayer la sociedad democrática; la tragedia cuyas manifestaciones agudas
empezaron en la esclavitud femenina de las fábricas de Manchester y han culminado en la
esclavitud femenina de la trinchera de las milicianas rojas.
El segundo alerta puede parecer no referirse más que a
una cuestión de palabras. Pero, todo los creyentes en la substantividad de las
formas (es decir, por lo menos, todos los católicos), saben cuál es la realidad
profunda del verbo, y, en la ocasión presente, yo no me atrevo a pleitear por
un vocablo, preferible a mi juicio a otros de empleo corriente y que
trascienden quizá demasiado a relentes de sociología. Me refiero a la palabra,
la magnífica palabra “Caridad”… No hay que temerla. Mi segundo alerta es
cabalmente para deciros esto: que no hay que temer, que hay que emplear
paladinamente, olvidando desconsideraciones del Ochocientos, la palabra
“Caridad”, aún como enseña o divisa; sin temor a que este empleo se vuelva
ofensa; que no la hay cuando la aplicación es recíproca, como no la hay en el uso del
término “Servicio”, cuando cada cual se siente alternativamente dueño y servidor.
¿Sabéis lo que quiere decir, etimológicamente, la palabra “Caridad”? Pues quiere
decir nada más que esto, en toda su escalofriante sencillez: Caricia. Si, Caridad significa caricia.
El mendigo que en la esquina os pide una caridad pide, no el objeto o signo
exterior de esta caridad, sino la ternura, el movimiento de sensibilidad que
debe acompañarla: pide que le acariciéis. Y vuestra caricia, vuestra ternura,
vuestro lenitivo, hasta -¿por qué no decirlo?- el consuelo de vuestro contacto
ps pide, mujeres de España, todo el dolor de España, donde la vida ha sido siempre ruda, aun en las horas de la
paz, aun en los fastos del Imperio; sobre
todo, quizá, en los fastos del Imperio, cuya sequedad
desvirtuó tal vez lo que hubiera ganado su grandeza. Y yo os digo que, si el
Imperio de mañana no está asistido por vuestras
caricias, no se unje a cada paso,
en todas sus manifestaciones vitales, con vuestra Caridad; si en él las gentes se quieren tan
poco; si se empujan mutuamente con tan feroz arrogancia; si no se dulcifica el vivir;
si no se deja de hablar a gritos y con tan ásperas voces; si no se cultiva la
hospitalidad, el halago social, la elegancia y policía de costumbres; si,
en suma, el Imperio de mañana es otra
vez un Imperio aldeano y bronco, éste fenecerá prontamente, víctima de su propia
aridez. Que vuestra obra colectiva, pues, ya tan bienhechora, extreme en el bien hacer las virtudes de gracia. Y haga el bien,
“mirando a quien”, para quedarse en lo femenino. Y tendiendo materialmente la
mano, para que todo nuestro pueblo gane en cortesía al contacto de la
feminidad.
Todo esto y muchas
cosas más hubiera querido deciros, si se hubiera realizado la anunciada
conferencia. Pero hora pienso que quizás las cosas van mejor así. Porque ya se
dan muchas conferencias, y lo que quizá reclama nuestra necesidad, más que
conferencias, son consignas. Unas cuantas consignas nos han quedado del Ausente
[nota del blog: se refiere a José Antonio
Primo de Rivera], que no hablaba por definiciones, sino por órdenes, pues
no era un filósofo, sino un capitán; y en ellas “nos movemos, vivimos y somos”.
Unas cuantas consignas, también, nos lanza, el Caudillo de vez en cuando; y el permanecer
fieles a las mismas constituye nuestro servicio y nuestro honor.
Honor a él
también. Honor y Gloria a la España en que la eterna feminidad brille, como ha
brillado, en la vieja iconografía: a sus pies la Luna, y bajo su planta la
Serpiente.+