jueves, 5 de febrero de 2015

JORDAN BRUNO GENTA-"El filósofo y los Sofistas"- LECCIONES 21 Y 22

 
JORDAN BRUNO GENTA
SEXTA PARTE 
La justicia de los deberes y la igualdad de los derechos  El fracaso aparente de Sócrates y la moral del éxito 
¿Juzgas a Sócrates maltratado porque, no de otra manera que como medicamento para conseguir la inmortalidad, bebió con entereza y magnanimidad aquella bebida mezclada en público diputando de la muerte hasta la misma hora de la muerte, y porque apoderándose de él poco a poco el frío, se encogió el vigor de las venas? ¿Cuánta mayor razón hay para tener envidia a éste que no a aquéllos a quienes se da la bebida en preciosos vasos; y a quien un mancebo desgarbado, de cortada o ambigua virilidad, acostumbrado a sufrirle, deshace la nieve en vaso de oro? 
 SÉNECA , De Providentia III                   
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LECCIÓN XXI 
SÓCRATES . – ¿Te parece bien que los oradores compongan siempre sus arengas en vista del mayor bien y se propongan hacer que sus conciudadanos se vuelvan más virtuosos, todo lo más posible en razón de sus discursos? ¿O bien que los mismos oradores buscando agradar a los ciudadanos y descuidando el interés público para no ocuparse más que del suyo personal, traten a los pueblos como a niños, esforzándose por complacerlos sin inquietarse de si se volverán mejores o peores? 208 
He aquí nuevamente las dos retóricas posibles, las dos políticas que no pueden confundirse ni mezclarse jamás. Se trata de examinar cuál de ellas es expresión del real y verdadero poder; la otra no es más que impotencia y debilidad. La solución del problema reside en saber si el hombre fuerte y poderoso es el que da vía libre a sus pasiones y se esfuerza por satisfacerlas o si es el que domina sus pasiones y se esfuerza por darles un contenido razonable y elevado, un contenido de justicia y de decoro. Se trata de saber si la solución consiste en un desarrollo espontáneo y progresivo de la vida que derriba todos los obstáculos y trabas que se oponen a su expansión; o si la tarea es de contención y de restitución de una integridad de ser que se ha perdido u olvidado. El dilema fundamental se puede expresar también en estos términos: seguir la corriente o remontar la corriente. ¿El poder tiene la forma de una energía expansiva que todo lo arrolla a su paso y la debilidad está en dejarse arrollar? ¿O tiene la forma de una energía reflexiva, de una disciplina que encuadra y fija la conducta dentro de un orden, y la debilidad está justamente en la disipación y en el desenfreno? Si Sócrates tiene razón y su posición es la verdadera, si el mayor de los males es cometer una injusticia y todavía peor quedar impune después de haberla cometido, cabe preguntarse: ¿qué clase de auxilio habremos de procurarnos y de procurar a otros para evitar un perjuicio tan grande? O también, ¿qué especie de poder o de autoridad será necesario poseer y usar para ayudarnos y ayudar a otros a no cometer injusticias y a querer el castigo en caso de haberlas cometido? Es obvio que no se trata de ninguna autoridad ni poder externos, fuerza material, riqueza, rango social, magistratura o favor del poderoso, a las cuales se refiere Callicles como los medios seguros e imprescindibles para prevenir agravios contra la propia persona o la de los seres queridos que debemos proteger contra la injusticia y el dolor. Sócrates se refiere a otra especie de autoridad y de poder; a un poder interior, moral, inmaterial que se hace fuerte en el alma y en ella impera, más                                                  208 Gorgias , 502 e – 503 a. 
fuerte que el instinto, que el placer y el dolor, que el temor mismo de la muerte porque es una disciplina continuada y una preparación para el sufrimiento y la muerte: es el dominio de sí mismo. Un fidelísimo discípulo de Sócrates, el español Lucio Anneo Séneca, todavía en el tiempo pagano, nos explica magistralmente el sentido y la fuerza de ese poder: “En medio de la seguridad, prepárese el ánimo para los momentos difíciles; y en medio de los favores de la suerte vigorícese contra sus rigores [...] ¡Medita, pues, sobre la muerte! El que esto aprende, aprende a meditar la libertad. Quien aprende a morir desaprende a ser esclavo y se encuentra por encima de todo poder o por lo menos fuera del alcance de todo poder [...] La furia de las adversidades no conmueve el ánimo del varón fuerte, quien permanece inalterable y todo lo que acontece lo convierte en propia sustancia. Porque él es más poderoso que todas las cosas externas [...] todas las adversidades son ejercicios para él [...] Y no se piense que esta fuerza moral de incomparable belleza del alma se acompañe de un pesimismo sombrío y cobarde, de una apagada y vil tristeza, sino al contrario, por una hilaridad continua y una alegría profunda y que viene de lo alto [...] es el reposo y elevación del alma, puesta en lugar seguro, y el gozo grande e inconmovible que nace del conocimiento de lo verdadero 209 ”.  Claro está que sólo el Cristianismo permitirá comprender el significado último de este pesimismo intrépido y gozoso, de esta alegría profunda y radical que no adormece el ánimo en las horas triunfales y regalada por los favores de la suerte; pero que brilla fulgurante en medio del fracaso y de la derrota, tal como en la deslumbradora visión de la Cruz, “esa especie de andamiaje rudimentario, brutalmente elevado y atrincherado en todas direcciones, que se eleva sobre la montaña con la nitidez ofensiva de una afirmación. 210 ”  Nosotros, occidentales muy modernos y supercivilizados, apenas si entendemos ya este lenguaje ceñido, ajustado, realista, severo y dominador. Sólo estimamos una ciencia y una libertad para vivir a gusto; la clave de la democracia burguesa o proletaria, plutocrática o socialista, por la cual se desviven los pueblos de Occidente, está precisamente en eso, en la voluntad general de vivir a gusto. ¿Qué sentido pueden tener para nosotros las verdades que no son para usar sino para servir? O ¿qué valor podemos conceder a una libertad que se afirma doblegando al propio yo para emplearlo en una gran misión? Nosotros, los argentinos por ejemplo, nos venimos empeñando a fondo desde Caseros para asegurarnos un régimen que nos permita vivir a gusto; y no cabe duda de que hemos adelantado bastante en este esfuerzo civilizador y progresista. La consigna para esta empresa de generaciones la hemos recogido en las Bases de Alberdi: “Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen sentido.211 ” 
                                                 209 Cf. LUCIO ANNEO SÉNECA , Cartas a Lucilio, Carta XXVI . Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 210 Cf. PAUL CLAUDEL , Autodefensa de Judas y Pilatos . Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.  211 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI , Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), capítulo XV. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
Por cierto que no es frecuente el lenguaje de Callicles y, más bien, se procura disimular el propósito fundamental de la empresa, que es romper el vínculo del pueblo con su héroe. Nadie se atreve a repetir públicamente lo que Alberdi recomienda para la pedagogía  nacional: “La vida de San Martín prueba dos cosas: que la revolución más grande y elevada que él, no es obra suya, sino de causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al respeto de la juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación de San Martín no es el medio de elevar las generaciones jóvenes de la República Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y libertad americana.212 ”  Nadie se atreve a repetir sus palabras, pero se consagra a Alberdi como una figura prócer, como un héroe civil y se pone en manos de la juventud que va a ser clase dirigente, su obra de estadista y de forjador de la conciencia civil de los argentinos. Acaso llegamos a admirar sinceramente la fortaleza del héroe afrontando la dura y prolongada adversidad; acaso nos parezca su principal hazaña, mayor todavía que la de su empresa libertadora; pero preferimos vivir a gusto y evitar todo lo que pueda llevarnos a enfrentar situaciones análogas. Pero el héroe está indisolublemente ligado a su pueblo; desplazado de las reales perspectivas de la juventud todavía se siente su presencia como una nostalgia y un remordimiento. Y para huir del hastío de una vida sin grandeza, la multitud se agolpa y se estruja alrededor de una pista donde un espectáculo de coraje y de audacia inteligente reivindica la humana normalidad. Un grupo de hombres animosos que enfrentan el peligro y triunfan, vuelta a vuelta, de la muerte en una justa deportiva, es ocasión para que los comunes recuerden que ni siquiera el más apocado y mínimo de los hombres aspira realmente a la seguridad, quiere verdaderamente una felicidad toda hecha de tranquilo disfrute de menudos placeres. Aunque se vuelva una y otra vez a la cotidianidad burguesa hasta la hora de la mala muerte, no se quiere ni se ama esa vida; no es eso lo que el último hombre había querido ser, ni es lo que su alma pudo soñar, despierta, de su futuro. Meditemos un instante acerca del espectáculo que ofrecen los pueblos y los hombres de nuestro Occidente de hoy, empeñados y afanados por el cuidado de la seguridad material de una existencia que se sabe necesariamente finita y precaria. ¿Puede haber, acaso, una escena más ridícula, más absurda y más lamentable como la que representan hombres empeñados en cuidar principalmente una vida que es de la muerte? No es razonable, ni siquiera práctico, gastar la vida en producir medios y recursos para conservar lo que se pierde, para acumular aquello que nos será quitado, para ostentar un poder que va a ser aniquilado y una riqueza que se convertirá en indigencia. ¡Y pensar que a esto le llaman visión realista y realismo político!
                                                 212 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI , El crimen de la guerra (1870), XI, 4. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
En rigor, el hombre económico o el homo faber es una miseria real, una precariedad ontológica, una mera abstracción y una imagen remota de la vida. Nada más ficticio; nada más fantástico, como este hombre del éxito, ocupado en llenar un tonel notoriamente agujereado. ¿No es una extravagancia pueril y grotesca declarar con Alberdi que “un hombre laborioso es el catecismo más edificante 213 ”? ¿No se puede ser, acaso, un ateo y un materialista empedernidos, al mismo tiempo, que un hábil y laborioso zapatero o un experto ingeniero electricista? El trabajo aplicado a una materia exterior para producir artefactos útiles permite desarrollar habilidades manuales o mecánicas, pero no mejora ni perfecciona de suyo las almas. No son las habilidades manuales o los conocimientos técnicos los que mejoran al alma; más bien son las virtudes propias del alma –la sabiduría, la justicia, la prudencia, la fortaleza– que dignifican y ennoblecen esas actividades y esos conocimientos, empleándolos para un fin elevado. En este mismo sentido, Sócrates condena toda retórica y toda política que no se propone principalmente el mejor ser de la multitud, es decir, que busca agradar sin mejorar al ciudadano 
SÓCRATES . - Del mismo modo procedes tu ahora, Callicles, exaltando a las personas que dieron bien de comer y de beber a los atenienses y satisficieron sus pasiones sirviéndoles cuanto apetecieron. Aquellos hicieron grande el Estado, dicen los atenienses; pero no ven que dicho engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor lleno de podredumbre; porque de una manera descabellada estos antiguos políticos han llenado a la ciudad de puertos, arsenales, murallas, impuestos y otras fruslerías semejantes sin unir a estas obras la moderación y la justicia 214 . 
No es que Pericles, Milcíades o Temístocles obraran mal por haberse empeñado en la prosperidad y enriquecimiento de Atenas; lo malo estuvo en no haber hecho todo eso en vista del Bien Común que es indivisible del mejor ser de los ciudadanos, del imperio de las reales virtudes civiles. El fin de la política, la única empresa propia de un buen gobernante, sostiene Sócrates, es llevar a los ciudadanos, bien fuera por la persuasión y hasta por la violencia, hacia lo que puede hacerlos mejores y más virtuosos. No es posible imperar realmente sobre las otras almas si no se tiene imperio sobre la propia, por más aparatoso y exteriormente abrumador que pueda resultar el peso de una autoridad pública.
                                                 213 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI , Bases y puntos de …, o. c., capítulo XV.  214 Gorgias ,  518 e – 519 a. 
La verdadera autoridad y real imperio político se afirma con el sometimiento del soberano al bien de los súbditos, con el renunciamiento al propio yo egoísta y la consagración a un gran deber, a una misión universal y trascendente, que despierte en las almas la vocación de la grandeza, la libre decisión de servir a la restauración o regeneración del hombre en la plenitud de su ser y de su decoro tal como aquella idea imperial de la política que declaró Carlos V ante la dieta de Worms, asumiendo toda la gravedad de la amenaza que para la unidad y la vida de la Cristiandad representaba Lutero, su propósito de “defender la cristiandad milenaria, empleando para ello, mis reinos, mis amigos; mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”. Y este ideal restaurador se convirtió en la política entera de la España de Carlos V y de Felipe II, así como en la suprema justificación de la conquista de América. Y nunca se vio en lugar alguno de la tierra como en la España de los siglos XVI y XVII, un florecimiento de la libertad tan pródigo en las más ricas y geniales personalidades, desde las formas más puras de la vida contemplativa hasta las más hazañosas empresas de la espada. Parece evidente, pues, que sólo cuando en un pueblo llega a ser casi unánime el libre renunciamiento al exclusivo yo y a la idea de vivir a gusto, principalmente en los que mandan, se rehabilita  la vida en su dimensión heroica y es la hora de la plena expansión de la individualidad y de la elevación del tipo humano a su más alta potencia. Así ocurrió en la hora primera de la Patria, en aquel tiempo sanmartiniano de la regeneración política de los pueblos hispánicos de América, cuando las legiones criollas asumían de nuevo el sentido de Cruzada, el carácter generoso de una empresa libertadora, siguiendo las banderas del caudillo. Entonces era la edad dorada de los héroes, de los caballeros de la Patria forjadores de una Argentina unida, poderosa, soberana y justa. Al Ejército de los Andes pueden dedicarse sin mengua los versos de Calderón a los Ejércitos Imperiales: 
Ese ejército que ves  vago al hielo y al calor  la República mejor  y más política es  del mundo, en que nadie espera que ser preferido pueda por la nobleza que hereda sino por la que él adquiera.          
 

LECCIÓN XXII 
La justicia, bien supremo de la conducta, es el fundamento mismo de la convivencia humana; tan cierto es que hasta quienes se asocian para delinquir, todavía tienen que ser justos entre ellos. Una banda de ladrones, por ejemplo, exige para mantenerse unida y llevar con eficiencia sus negocios ilícitos la instauración y el respeto de las reglas de la justicia en sus relaciones mutuas; tienen que ser justos en la distribución proporcional de los riesgos y de los beneficios. La obediencia estricta al jefe reconocido y acatado, la lealtad al camarada y la división de las tareas atendiendo a la competencia y méritos de cada uno, son otras tantas condiciones indispensables que debe llevar hasta una asociación para fines ilícitos. Es evidente que la injusticia provoca odios, rebeliones, traiciones y violencias infinitas; incluso entre criminales, haciendo imposible una tarea común o, al menos, comprometiendo su duración y eficacia. La justicia es un principio de orden y una fuerza de cohesión que mantiene en equilibrio un conjunto de partes bien distribuidas, cada una en su lugar y en la necesaria dependencia de las otras. Su imperio resalta en la adecuada concertación de las funciones particulares para el fin común y donde cada participante está en lo suyo y sin ajenas interferencias. Esto significa que la justicia es una especie de igualdad; pero la justicia que funda y sostiene la República no parece ser del tipo de la igualdad aritmética, como diez igual a diez; más bien, tiene el carácter de la igualdad proporcional que reconoce y confirma la diferencia y la jerarquía tanto como la obediencia y el mando. Antes de examinar qué especie de igualdad es la justicia, subrayemos esta nueva verificación de la tesis socrática con el testimonio irrecusable del homenaje a la justicia que le rinden inclusive los individuos asociados para cometer injusticias. No está demás repetir que hasta los mendaces e injustos prefieren la verdad y la justicia cuando de ellos se trata; así como el que vive engañando no desea ser engañado, tampoco el que obra injustamente quiere ser víctima de una injusticia. Tenemos necesidad de la justicia y la preferimos con toda el alma inteligente y libre, porque sólo en sociedad podemos existir como hombres, podemos satisfacer normalmente nuestras necesidades espirituales y materiales, es decir, alcanzamos la suficiencia de la vida. De ahí la necesidad de la justicia para la tarea de ser hombres que debemos hacer en común; para alcanzar una buena vida humana.  No insistiremos nunca demasiado en el tiempo democrático que nos toca vivir, sobre la antigua verdad de que el hombre se basta a sí mismo en el Estado y que, por lo tanto, el Estado es antes que el individuo, como enseñan Platón y Aristóteles. De tal manera que el self made man no es Robinsón, sino el ciudadano de una República regida por buenas leyes o leyes justas; el estado de naturaleza en el hombre es su estado civil y su libertad real y verdadera es indivisible de la justicia.
Así como el pensamiento sólo es libre en la verdad, la sola conducta libre es la conducta justa. El hombre libre es el varón justo y para vivir en la justicia tiene que tener imperio sobre su alma; lo mismo que la República libre es la que tiene imperio sobre sus actos. La soberanía de la República no es más que la reproducción externa, visible y ampliada de la soberanía que el alma del ciudadano tiene sobre sus pasiones e intereses individuales. Sócrates, el ciudadano ejemplar, sabe que la República se sostiene en el alma y que vive y muere de su vida y de su muerte en el alma del ciudadano. No es en la economía, ni en el trabajo, ni en la riqueza, ni en la población, ni en la civilización, ni en el progreso, ni en nada material donde la República tiene su punto de apoyo, sus cimientos y sus pilares principales; es el alma justa la que soporta todo el peso, toda la responsabilidad de la Patria Soberana. Por esto es que Sócrates condenado a muerte en nombre de la República, obliga a Critón a que reconozca como punto de partida de toda discusión política:  
SÓCRATES . – [...] no está permitido en ninguna circunstancia ser injusto ni devolver injusticia por injusticia, ni mal por mal 215 . 
No se trata solamente, como en el Gorgias , de que es preferible ser víctima de una injusticia antes que cometerla; sino que no es lícito en ningún caso responder a la injusticia con la injusticia ni al mal con el mal. Y Sócrates piensa en el trance de la condena inicua que le impone beber la cicuta, lo mismo que antes cuando se paseaba seguro y libre por las calles de Atenas y reanudaba cada día sus magistrales coloquios. 
SÓCRATES . – [...] Porque una desgracia me llega no puedo abandonar los principios que siempre he profesado. No me parecen haber cambiado con la situación y tengo por ellos, el mismo respeto y la misma veneración que antes; si no encontramos mejores, sabe que nada me conmoverá, aún cuando el pueblo para atemorizarme como a un niño, tuviera el poder de aniquilarme con mil cadenas, con mil muertes y con mil confiscaciones 216 .  
Lo más importante no es vivir sino vivir bien que es vivir según la justicia y la honestidad. Si hemos sellado consecuentemente, responsablemente, un compromiso justo debemos mantenerlo en cualesquiera circunstancias. La opinión de la multitud ignorante y apasionada no cuenta en absoluto en materia de justicia e injusticia, del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. El único juez es la verdad y es a la luz de ella que Sócrates va a considerar la
                                                 215 Critón , 49 e.  216 Critón , 46 c. 
proposición de huir de la cárcel y desterrarse de Atenas en lugar de cumplir con la injusta condena. Ha sido sentenciado a morir por el tribunal del pueblo pero en nombre de las Leyes de la Ciudad, en nombre de la justicia y de la República; sus jueces absolutamente incompetentes y sometidos al arbitrio de las pasiones del momento, han abusado de las Leyes para hacerlo morir, han rasgado sus vestiduras sagradas y han manchado sus Sitiales, pero son los jueces de la República y las Leyes hablan en sus palabras y mandan en sus dictámenes. De ahí que Sócrates se disponga a examinar si es justo o injusto huir de la cárcel a fin de salvar su vida, tal como le acaba de proponer su discípulo Critón. Si resulta justo no tendrá inconveniente en intentarlo; en caso contrario, sabrá esperar la muerte y sufrir todo lo que sea menester, antes que incurrir en una injusticia. ¿Fugarse no sería infligir un daño a la República? ¿Rehuir el cumplimiento de la sentencia no sería atentar en contra de las leyes que presiden la vida de la Ciudad? Claro está que Sócrates no ha participado en la sanción de las leyes que rigen la Ciudad desde generaciones; pero las ha reconocido siempre y ha aceptado su cuidado y amparo desde que tiene uso de razón. Más todavía, ha sellado un compromiso de obediencia y ahora, después de haber expuesto su vida en defensa de la República, ¿no tendría reparo alguno en herirla de muerte en su alma, despreciando sus sentencias y desacatando sus fallos? Las leyes de Atenas resumen la historia esencial de la Ciudad; son la tradición y sus antiguas costumbres; la Patria misma, su identidad a través del tiempo y de las circunstancias siempre diversas; su unidad en la multiplicidad de los egoísmos, de las pasiones y de los intereses particulares; el patrimonio común de la tarea sustancial realizada en común por las generaciones. Esas antiguas leyes son leyes justas, cuya legitimidad confirma una devoción secular y cuya justicia obra la comunidad de los vivos y de los muertos en la continuidad de la misma responsabilidad histórica y nacional. El reconocimiento y el respeto de las mismas leyes iguala a los individuos y a las generaciones que se someten lúcidamente a su imperio, pero no nivelan ni socializan, ni fijan una estatura media para todos; por el contrario, esa común devoción por la ley tradicional iguala manteniendo y confirmando la proporción de cada uno, desde el héroe hasta el más insignificante y oscuro de los individuos. La ley que preside realmente la vida de la República es un pensamiento antiguo, aunque haya surgido en este día de hoy porque una vez logrado es como si hubiera valido desde siempre, lo mismo que una ley física; sólo que las leyes morales pueden ser transgredidas por ignorancia, por debilidad o por voluntad perversa, en tanto que las leyes físicas se cumplen inexorablemente en las circunstancias requeridas. Claro está que son muchos los hombres de ciencia o los reformadores científicos –tipo Franklin o tipo Marx-, cuya opinión firme y decidida es que si el pueblo fuera colocado en las condiciones más favorables para su desarrollo y subsistencia, es decir en las circunstancias más propicias para vivir, quedaríamos deslumbrados por el resplandor de la justicia, de las disposiciones
benévolas y fraternas así como de la ternura y simpatía que veríamos brillar en las almas y en su comportamiento recíproco. Quiere decir, pues, que también en el mundo social y político, se cumpliría necesariamente la ley en las circunstancias requeridas. La verdad, por fortuna, es otra; la ley moral supone una libre obediencia y en las mejores condiciones puede ser transgredida tanto como ser acatada en las peores y más difíciles. La verdadera Ley de la República y de la Patria es, repetimos, un pensamiento antiguo, una razón de ser y de existir válida, objetiva, históricamente trascendente en la vida de un país. Obedeciendo esa ley instituida por un antepasado libre, lo acatamos y reverenciamos a él mismo en virtud de esa idea, de esa razón sin pasión que compromete la obediencia de generaciones.  Es que la ley de la ciudad antigua –cuyo sentido hemos perdido nosotros modernos-, es una razón vital, una verdad histórica, un principio político que se impone con evidencia análoga a la de los axiomas, con un peso objetivo semejante a un juicio matemático. “La ley, la verdadera ley, es la expresión de una voluntad tradicional, muy antigua, muy lejana, remota en el tiempo; es la obra, casi siempre, de un legislador que fue muy sabio y que tenía, sobre todo, el mérito de estar absolutamente libre de las pasiones de los hombres que vivieron cincuenta años después de él; y, además, ella ha sido respetada, después de su muerte, por quince generaciones sucesivas. Obedeciendo al legislador no se obedece más que a la ley y un pueblo es libre, por la simple razón de que no obedece a nadie, ni a un príncipe, ni a una aristocracia, ni a una mayoría, ni a sí mismo; sino simplemente a la sabiduría y a la tradición y a la inteligencia sin mezcla de pasiones [...]. 217 ”  Son leyes de esta naturaleza las que detienen a Sócrates, las que le recuerdan su deber de ciudadano, de hombre libre. La libertad es indivisible de la justicia y no podemos ser libres fuera o en contra de la justicia; eludir la muerte no sería reivindicar, en este caso, el derecho a la vida; sería destruir en su alma y en los demás en la medida de su influencia, a la República y a la Patria, sería violar un compromiso sagrado, una promesa de fidelidad inquebrantable; sería anonadar su libertad un una servidumbre irremediable, al temor de morir y a las pasiones instintivas. ¿Pero el derecho a la vida no es el primero y principal de los Derechos del Hombre? Y teniendo en cuenta que ha sido condenado injustamente ¿no sería un acto de justicia huir y conservar su vida en el extranjero? O en otros términos, ¿no sería justo de su parte evitar que la República y las leyes consumen una injusticia? Sócrates sabe que lo primero y principal no es vivir sino vivir bien, que el hombre no puede reivindicar como una libertad y un derecho, el arbitrio de vivir de cualquier modo, por ejemplo, en la degradación y en el abandono, aunque no interfiera ni moleste a un tercero. Sabe, en consecuencia, que la peor de las muertes sería hollar la justicia en su alma.                                                  217 ÉMILE FAGUET , Rousseau penseur , París, 1910, capítulo VIII, p. 354.
Y con esta disposición de ánimo se apresta a escuchar la prosopopeya de las leyes de la República.