Tolerancia e indiferencia - José Ramón López Crestar
Aclarando un concepto muy usado pero generalmente de
forma errónea, por malicia o por ignorancia.
“Por
la solidaridad, sé intolerante”. Este es el lema que divulgó hace algún tiempo
la Dirección General de Tráfico en su campaña de retorno del veraneo; y con
todo acierto. Porque tolerar que un amigo o familiar conduzca bebido es
consentir que arriesgue su vida y la de otros, porque tolerar que conduzca a
velocidad excesiva es permitir que se exponga tontamente a sufrir un grave mal
y a provocarlo a otros.
Y
es que ciertamente hay cosas y actitudes que no deben tolerarse: afirmación
que, con ser cierta, resulta chocante en una sociedad que parece haber hecho de
la tolerancia un valor absoluto.
Quizá
desde 1995, año que las Naciones Unidas, el Consejo de Europa y la UNESCO
proclamaron año internacional de la tolerancia, se enraizó en el pensamiento
general la idea de que todo ha de supeditarse a la tolerancia, entendiendo ésta
como un valor fundamental y absoluto.
Históricamente,
la ponderación de la tolerancia como valor, aunque con antecedentes en Locke,
arranca del fecundo, talentoso y pródigo en ideas de venenosa cosecha
François-Marie Arouet [Voltaire]. Éste publicó en 1763, ya con el seudónimo con
que el mundo le conoció, Voltaire, su Tratado sobre la tolerancia, en el que
mantuvo, como tesis principal, la necesidad de establecer la más amplia
tolerancia y libertad, como garantía de la concordia y la paz sociales, el
sentido de la humanidad y la erradicación de la violencia y la injusticia.
La
idea de la tolerancia, incluso en Voltaire, tiene una referencia religiosa: al
preguntarse éste -¿por qué no he de hacer yo a otros lo que no quisiera que me
hicieran a mí, si con ello salgo ganando?, acude a la idea de Dios remunerador,
que castigará todos los delitos, incluso los ocultos, después de la muerte.
Estamos, en su caso, desde luego, ante un deísmo moralizante, utilitario, ante
la religión concebida, no como verdad, sino como freno moral: si no se cuenta
con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por
ser la ley del más fuerte, la ley de la selva, dirá también Arouet.
En
la peculiar reflexión del que fue llamado apóstol de la tolerancia, no hay
verdadera tolerancia hacia el error, que exige buscar la verdad y reconocer el
yerro, sino un mero dejar estar, ante la supuesta imposibilidad de llegar a la
verdad. Habla de tolerancia, cuando lo que de veras predica es la indiferencia.
Locke
había formulado los límites de la tolerancia, al decir que el magistrado no
debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana, o a las buenas
costumbres necesarias para conservar la sociedad civil, mas este límite es
necesariamente insuficiente para quienes niegan que haya una verdad universal
sobre el hombre, para quienes ignoran qué es lo contrario o lo favorable a la
sociedad humana, qué ¡sean las buenas costumbres o en qué deba consistir la
conservación de la sociedad civil.
El
paso adelante lo da Voltaire, en la dirección de establecer, como único límite
para la tolerancia, la intolerancia, el fanatismo y todo lo que pueda conducir
a ello.
“Lo
único que no se puede tolerar es la intolerancia” dice el postulado volteriano,
de feliz e inmerecida fortuna, que se viene repitiendo hasta nuestros días.
Semejante aserto supone fundar la tolerancia en la tolerancia misma, en un
bucle lógicamente ilegítimo, en cuanto lo que se funda en sí mismo es absoluto
y, por consecuencia, debería carecer de límites.
No
estamos ante un juego de palabras inocente, sino ante un postulado que no
responde a la lógica, que goza de amplio consentimiento y que ha tenido en la
historia unas consecuencias desastrosas.
La
intolerancia para con los intolerantes llevó a Voltaire, en su mismo Tratado
sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante del Imperio Romano, que
mandaba a los cristianos a los leones porque violentaban el culto tradicional
y, con ello, eran ellos los intolerantes, como le llevó a aplaudir la expulsión
de los jesuitas de China, o la persecución –atroz, por cierto– de los
cristianos del Japón, o la discriminación de los católicos en
la
Inglaterra protestante.
Aquella
planta que Voltaire y sus émulos sembraron dio su fruto: las monstruosidades de
la Revolución Francesa, el saqueo y destrucción de los templos, la muerte o
deportación de cuarenta mil sacerdotes y religiosos, las violaciones de monjas,
el genocidio de los campesinos de la Vendée: aguas envenenadas, arrasamiento de
decenas de miles de viviendas, ciento veinte mil asesinados, todo ello en
nombre de la tolerancia y de la libertad.
Sin
embargo, la tolerancia constituye un valor, aunque relativo y supeditado.
En
la Biblia, el mismo Dios que dice —No tolero falsedad y solemnidad (Isaías,
1,13), o condena a quienes toleran a Jezabel (Apocalipsis, 2,20), dice que
bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufre
injustamente. (Pedro 2,19). Y es que la tolerancia es un valor enraizado, no en
la indiferencia, la despreocupación o la conveniencia social, sino en el amor a
Dios y, por éste, a los demás.
En
nombre de la tolerancia absoluta habría que permitir la esclavitud, en cuanto
hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos e incluso personas
dispuestas que, según sus convicciones, prefieren ese género de unión; o la
cliteroctomía, tan firmemente asentada como costumbre en algunas regiones de la
Tierra; o la tortura, eficaz, según algunos, en la guerra sin cuartel contra la
delincuencia. Y, sin embargo, todas esas conductas, desde la perspectiva de los
derechos humanos, son merecedoras de condena y repulsa enérgicas.
Conviene,
pues, distinguir entre tolerancia e indiferentismo, relativismo e
individualismo: tres actitudes éstas que cercan el valor de la tolerancia,
ahogándolo en la confusión.
Relativismo
es considerar que no hay nada inequívocamente bueno o
malo.
Escepticismo es negar que existan criterios firmes para distinguir lo bueno de
lo malo, lo verdadero de lo falso. E individualismo es suponer que nadie está
legitimado para intervenir en la vida de los demás.
Y
tanto el relativismo, como el indiferentismo, como el individualismo, llevan a
la dejadez y la pasividad ante el mal.
La
tolerancia, por el contrario, no se asienta en la indiferencia, sino en la
firmeza de principios de quien, por afirmar la libertad, se opone a la
exclusión indebida de lo que es diferente. Promover la tolerancia no es, pues,
animar a consentirlo todo, porque no todo se puede, ni se debe, permitir.
En
nombre de la libertad, con la diferencia legítima, tolerancia, y aun más, amor
a quien difiere. Y en nombre de la solidaridad, en nombre de la misma libertad,
intolerancia –no menos amorosa, pero exigente y radical intolerancia– para con
quienes afrentan la vida y la justicia.
¡Café! – Año 2 N°148 –
Buenos Aires – Febrero 2009
Nacionalismo Católico San Juan Bautista