Democracia y comunismo (1939) – Nicolás Berdiaeff
…Al mito democrático del pueblo soberano
creado por Rousseau, Marx opone el mito socialista del proletariado, de esta clase
redentora, llamada la voz pública a libertar y a salvar la humanidad.
Revestida, al parecer, de un carácter mitológico, o bien cual inconsciente
herencia de la antigua idea del Pueblo elegido de Dios, la doctrina marxista de
la lucha de clases corresponde, sin embargo, mejor a la realidad que la de Rousseau
sobre la voluntad general, infalible y soberana del pueblo en la democracia.
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Esta
infalibilidad Marx la transporta del pueblo soberano al proletariado; pero, en realidad
no existe ni en uno ni en otro; los dos son pecadores, como lo son igualmente
el Monarca y el Papa, que en política no pueden ser infalibles, En el pueblo de
forma democrática la lucha de clases existe indudablemente. La voluntad general
del pueblo es una ficción convencional. Existen, desde luego, intereses
nacionales, intereses de Estado, que trascienden de las clases y sin la
protección de los cuales ninguna sociedad podría subsistir. El poder de la
clase alta está, pues, llamado a proteger el mínimo de esos intereses. Pero una
democracia comprendida en toda la acepción de la palabra disfraza la lucha de
los partidos y se convierte a menudo en instrumento que permite a una clase
ejercer la tiranía sobre la otra. Crea entonces una máscara política... El
parlamento – que es de suponer expresa la voluntad general del pueblo – es, en
realidad, un ruedo en donde se desenvuelve la lucha de los partidos,
disimulando a su vez la lucha de clases. Por lo tanto, los intereses vitales de
las clases trabajadoras no pueden ser enunciados y están únicamente
salvaguardados en los sindicatos. La democracia ha tenido hasta ahora una
forma, pero no una realidad, y en esto la crítica del marxismo, y hasta del
comunismo, nos parece autorizada. La democracia confiere al hombre derechos
políticos, sin darle la posibilidad de beneficiarse de ellos, pues esta
posibilidad reside en lo social y económico, pero no en lo político.
En las democracias políticas los hombres se
quedan fácilmente sin trabajos; están expuestos a la miseria, a la indigencia.
Los derechos económicos del individuo no están garantizados, y los derechos
electorales no le sirven tampoco de apoyo. La igualdad política y jurídica está
íntimamente ligada a la desigualdad social y económica. Desaparecen los órdenes
sociales y todos los ciudadanos son iguales, y la división de la sociedad en
clases alcanza su máxima expresión. He ahí desmentido el mito de la igualdad
creada por la revolución. Francia nos ofrece a este respecto fenómenos típicos
que se pueden observar en su aspecto más puro. En la democracia, basada en el sufragio
universal y en el parlamentarismo, la nación se supedita al Estado, pero la sociedad
no. Ésta se ha dividido, y su organización, paralela a la del Estado, encuentra
en él mayores dificultades. Fue incontestablemente más fuerte en la Francia
pre-revolucionaria.
No es posible defenderse contra el Estado
democrático fundado sobre el mito del pueblo soberano. Las únicas
organizaciones sociales efectivas son, lo repito, los sindicatos obreros. Una democracia
pura sería social, industrial y económica; expresaría los interese y
necesidades efectivos de las varias formas del trabajo y de la creación. El
marxismo tiene razón, pero crea a su vez una nueva mitología proletaria que
substituye también las realidades por ficciones. Es otra nueva forma fanática
de infalibilidad, y ésta es inadmisible, pues la infalibilidad auténtica no
puede ser más que una luz espiritual e implica la transfiguración del hombre y
de la naturaleza.
Nicolás
Berdiaeff “EL cristianismo y la lucha de
clases” – Ed. Espasa Calpe – México – Bs. As. – 3° Edic. 1944. Págs. 27-29.
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