PENTECOSTÉS Y "NUEVO PENTECOSTÉS"
La efusión de gracias extraordinarias en Pentecostés (y a posteriori, con los prodigios obrados por los Apóstoles desde el inicio de su predicación) era necesaria para el triunfo de la Iglesia.
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El ánthropos psychikós -es decir, el muy
común de los mortales- no hubiera podido admitir el contenido arcano de
esa enseñanza a no ser por los milagros que acompañaban el insondable
anuncio. Un solo Dios en Tres Personas, el Hijo de Dios encarnado y
muerto para redimir al género humano, la resurrección universal (para no
hablar de las consecuencias morales de esta religión que proclamaba
dichosos a los perseguidos y calumniados y mandaba amar a los enemigos):
todo constituía un reto para la razón, y ésta podía tenerse tal vez por
agraviada, según consta, v.g., en las querellas que Celso o Porfirio le
movieron a la fe cristiana. Pues pese a las flaquezas de su voluntad,
el hombre goza de su razón como de un poder y, conociendo la eminencia
de la misma, se huelga en contar con ella para reconducirlo todo a ella.
La irrupción de un mensaje suprarracional impone una humillación
inicial a la que no se está dispuesto muy de grado: la aceptación de la
excentricidad del Logos divino respecto de la presunta centralidad del
logos humano. El anuncio del Evangelio requirió, pues, de señales, de
una ostensible prorrumpción de gracias gratis datae que
conmovieran la conciencia del hombre antiguo para impulsarlo a aceptar
un depósito de verdades invisibles que podían implicarle muy
probablemente la ulterior persecución e incluso la muerte: la pérdida,
en suma, de todo bien temporal.
La Iglesia triunfó por la sangre de sus mártires y se cumplió el prodigio de la conversión del más relevante imperio que la historia conozca, justo a tiempo para consagrar sus inmediatos despojos: los reinos surgidos a su sombra, informados en sus costumbres y en su legislación por el Evangelio. Con sus luces y sombras, los mil años de Edad Media serán el tiempo en que la enseñanza de la Iglesia ilumine todos los rincones de la vida personal y civil. Salvo contadas y peculiarísimas circunstancias en que Dios dispuso fortalecer a su Iglesia o corregir algún desvío con la acción de santos taumaturgos cuyos prodigios servirían para garantizar su misión, el Espíritu Santo obró en todo este período, como siempre, según los medios ordinarios: a través de la gracia habitual, suficiente a elevar a las almas a la santidad y a mantener la cohesión sobrenatural del Cuerpo Místico.
Roto aquel orden social impregnado por el Evangelio, llevamos al menos quinientos años de repliegue, con un asedio siempre creciente de la Iglesia por el mundo y una sociedad civil que reitera el grito del Viernes Santo: «no queremos que Éste reine sobre nosotros», habiendo devenido el grueso de las naciones otrora cristianas otros tantos territorios de misión. El testimonio del Evangelio ahora debe llevarse no sólo a hombres que profesan el non plus ultra de la razón, sino incluso a aquellos que -hijos y nietos de bautizados, cuando no incluso bautizados ellos mismos- creen saber lo suficiente sobre la doctrina cristiana como para tratarla con desdén. Y, para colmo y según las evidencias, Dios no entiende proveer los medios extraordinarios de persuasión con que dotó a los primeros cristianos para argüir más eficazmente al mundo -conforme a las prerrogativas del Paráclito- «en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio», lo que hace que ya casi nadie se convenza de la verdad del Evangelio: los prodigios -aunque engañosos- son ahora el recurso de la Segunda Bestia (Ap 13,13 ss., cfr. II Thess 2,9). Este panorama desolador, que hace del católico cabal poco menos que un paria (un excluido de la vida política, incapaz de influir positivamente en los destinos de la sociedad), se agrava con la apostasía de una enorme porción de los bautizados, muchos de los cuales conservan el alias de «cristianos» sin poseer la fe que otorga tal título. Entre distraídos y simuladores -o sencillamente entre adscritos a una nueva religión, la del Hombre- los viejos templos católicos y las añejas instituciones eclesiásticas han logrado mantener el mínimo de adeptos suficiente para que la disolución no se haga patente, para que el tránsito de la religión verdadera a una adulterada -que le parasita a aquélla sus estructuras temporales- pase del todo desapercibido.
En este contexto, hablar de "nuevo Pentecostés" (como lo hizo reiteradas
veces Juan Pablo II y lo siguió haciendo viciosamente el episcopado de
todas las latitudes, impulsado por un como reflejo condicionado de
optimismo) parece una broma cruel, a no ser que se quiera aludir de modo
elíptico a un inminente reino post-parusíaco, como según una
hermenéutica bastante disputada lo retrataría el capítulo xx del
Apocalipsis. Pero nunca se aclaró que era esta expectativa la que se
invocaba al hablar de "nuevo Pentecostés", lo que no impidió que la
figura gustara y se siguiera explotando como un tópico.
En realidad, lo específico de los hechos de Pentecostés no fue la acción santificante del Espíritu Santo -cosa verificada en toda la edad cristiana, e incluso antes, según consta por la Escritura en el episodio de la Visitación, o en la Presentación de Jesús en el Templo, donde, exceptuados obviamente el Señor y su Madre, los otros protagonistas de los hechos aparecen «llenos del Espíritu Santo» (Lc 1,21; 2, 25). Lo específico de Pentecostés es una acción sensible y aleccionadora de la Tercera Persona divina para edificación de la Iglesia y conquista espiritual de las naciones: de ahí la efusión inicial del don de lenguas. Ahora bien: ni la Escritura ni la Tradición nos autorizan a pensar que un tal suceso vaya a repetirse -antes se diría que sugieren lo contrario. Que, alcanzado el máximo de su expansión temporal -como el arbusto de la mostaza o la masa hinchada por la levadura-, tuviera que sobrevenir una retracción tal que justificara aquella pregunta retórica del Señor: «cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?», no menos que las advertencias sobre el enfriarse de la caridad en aquellos tiempos. Es la Pasión de la Iglesia y no su apogeo temporal lo que cabe esperar antes de la Venida justiciera del Señor.
El "nuevo Pentecostés" de los discursos, al exhibir un triunfalismo ramplón y sin el menor anclaje en la realidad (como ocurre con el utopismo de ciertos slogans de Cáritas S.A.: recuérdese, entre nosotros, aquel risible «pobreza cero»), termina siendo desarmante para aquellos creyentes que, debiendo disponerse a librar el combate a que la hora insta, se abandonan al canto de las sirenas. No nos atrevemos a juzgar las intenciones del acuñador de la fórmula ni de su múltiples desperdigadores: nos consta, en cambio, que esto del "nuevo Pentecostés" mana un fétido olor, de fraternidad universal en la nuda condición humana, sin nada que remita al destino último del hombre. Se diría, de hecho, que algunos parecen valerse sacrílegamente del término para aludir, en osada antífrasis, a la Gran Apostasía.
La Iglesia triunfó por la sangre de sus mártires y se cumplió el prodigio de la conversión del más relevante imperio que la historia conozca, justo a tiempo para consagrar sus inmediatos despojos: los reinos surgidos a su sombra, informados en sus costumbres y en su legislación por el Evangelio. Con sus luces y sombras, los mil años de Edad Media serán el tiempo en que la enseñanza de la Iglesia ilumine todos los rincones de la vida personal y civil. Salvo contadas y peculiarísimas circunstancias en que Dios dispuso fortalecer a su Iglesia o corregir algún desvío con la acción de santos taumaturgos cuyos prodigios servirían para garantizar su misión, el Espíritu Santo obró en todo este período, como siempre, según los medios ordinarios: a través de la gracia habitual, suficiente a elevar a las almas a la santidad y a mantener la cohesión sobrenatural del Cuerpo Místico.
Roto aquel orden social impregnado por el Evangelio, llevamos al menos quinientos años de repliegue, con un asedio siempre creciente de la Iglesia por el mundo y una sociedad civil que reitera el grito del Viernes Santo: «no queremos que Éste reine sobre nosotros», habiendo devenido el grueso de las naciones otrora cristianas otros tantos territorios de misión. El testimonio del Evangelio ahora debe llevarse no sólo a hombres que profesan el non plus ultra de la razón, sino incluso a aquellos que -hijos y nietos de bautizados, cuando no incluso bautizados ellos mismos- creen saber lo suficiente sobre la doctrina cristiana como para tratarla con desdén. Y, para colmo y según las evidencias, Dios no entiende proveer los medios extraordinarios de persuasión con que dotó a los primeros cristianos para argüir más eficazmente al mundo -conforme a las prerrogativas del Paráclito- «en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio», lo que hace que ya casi nadie se convenza de la verdad del Evangelio: los prodigios -aunque engañosos- son ahora el recurso de la Segunda Bestia (Ap 13,13 ss., cfr. II Thess 2,9). Este panorama desolador, que hace del católico cabal poco menos que un paria (un excluido de la vida política, incapaz de influir positivamente en los destinos de la sociedad), se agrava con la apostasía de una enorme porción de los bautizados, muchos de los cuales conservan el alias de «cristianos» sin poseer la fe que otorga tal título. Entre distraídos y simuladores -o sencillamente entre adscritos a una nueva religión, la del Hombre- los viejos templos católicos y las añejas instituciones eclesiásticas han logrado mantener el mínimo de adeptos suficiente para que la disolución no se haga patente, para que el tránsito de la religión verdadera a una adulterada -que le parasita a aquélla sus estructuras temporales- pase del todo desapercibido.
Típica imaginería del "nuevo Pentecostés" |
En realidad, lo específico de los hechos de Pentecostés no fue la acción santificante del Espíritu Santo -cosa verificada en toda la edad cristiana, e incluso antes, según consta por la Escritura en el episodio de la Visitación, o en la Presentación de Jesús en el Templo, donde, exceptuados obviamente el Señor y su Madre, los otros protagonistas de los hechos aparecen «llenos del Espíritu Santo» (Lc 1,21; 2, 25). Lo específico de Pentecostés es una acción sensible y aleccionadora de la Tercera Persona divina para edificación de la Iglesia y conquista espiritual de las naciones: de ahí la efusión inicial del don de lenguas. Ahora bien: ni la Escritura ni la Tradición nos autorizan a pensar que un tal suceso vaya a repetirse -antes se diría que sugieren lo contrario. Que, alcanzado el máximo de su expansión temporal -como el arbusto de la mostaza o la masa hinchada por la levadura-, tuviera que sobrevenir una retracción tal que justificara aquella pregunta retórica del Señor: «cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?», no menos que las advertencias sobre el enfriarse de la caridad en aquellos tiempos. Es la Pasión de la Iglesia y no su apogeo temporal lo que cabe esperar antes de la Venida justiciera del Señor.
El "nuevo Pentecostés" de los discursos, al exhibir un triunfalismo ramplón y sin el menor anclaje en la realidad (como ocurre con el utopismo de ciertos slogans de Cáritas S.A.: recuérdese, entre nosotros, aquel risible «pobreza cero»), termina siendo desarmante para aquellos creyentes que, debiendo disponerse a librar el combate a que la hora insta, se abandonan al canto de las sirenas. No nos atrevemos a juzgar las intenciones del acuñador de la fórmula ni de su múltiples desperdigadores: nos consta, en cambio, que esto del "nuevo Pentecostés" mana un fétido olor, de fraternidad universal en la nuda condición humana, sin nada que remita al destino último del hombre. Se diría, de hecho, que algunos parecen valerse sacrílegamente del término para aludir, en osada antífrasis, a la Gran Apostasía.