Prólogo con Casco - P. Leonardo Castellani
Prologo al libro "Las Canciones de Militis"
Nuestros padres llamaban Prólogo gateato —y mi patrono San Jerónimo fue quien lo inventó— al
que un autor escribía en defensa propia. Galeato
es demasiado latín para la Argentina. Si consiento en que este libro se publique,
el cual promete darme tantos disgustos como mala fama y poco dinero, es preciso
ponerle un prólogo con morrión, como puso San Jerónimo a su Periarchón. San
Jerónimo fue un dálmata formidable, de la raza del padre Sepich y mis abuelos
matemos: un leoncito hecho para vivir o en un palacio o en el desierto; que
cuando lo insultaban —lo sentía, pero después—, se olvidaba; pero cuando
insultaban a la Iglesia, ripostaba con una fuerza que no se paraba ni ante la
zafaduría. Buen escritor el hombre; sin duda el mayor estilista de la baja
latinidad, raye el que raye, aunque salgan a rayar Boecio y Agustín el Grande.
Éste fue el que se tradujo al latín toda la Biblia Vulgata. Vivió en tiempos
muy agitados.
Anoche soñé con el gran patrono de los traductores,
gran gloria de los friulanos, gran devoción de los españoles que se vinieron a
estas tierras, gran protector de Santa Fe y de Reconquista, gran penitente,
gran lingüista, gran lector de literatura. De verdad soñé con él. Una vez él
mismo soñó que un ángel del cielo lo molió a palos —y al levantarse estaba todo
roto— porque en vez de traducir la Biblia leía a Cicerón, a Catulo y a César.
Un Arcángel lo
azotóf.
Fue porque a César
leía;
fuego de Dios, ¡Que
sería
si leyera a
Gerchunof!
Anoche lo vi con semblante severo y una vara
en la mano. No me arrimé mucho. Me preguntó: —Ya que hemos pagado tus
trimestres en el colegio para que estudies filosofía ¿por qué no escribes un
libro de filosofía?
—Oh glorioso Santo —le respondí—, yo venía
de Europa hace diez años haciendo un libro de filosofía. Me lo había encargado
y planeado mi mejor profesor, Joseph Marechal. El plan era éste: “Lea durante quince años todos los grandes
filósofos en su lengua original, para lo cual tendría que perfeccionar su
griego y su alemán. Enseñe filosofía al mismo tiempo. Lea después durante tres años
los grandes etnólogos modernos, Frazer, el padre Schmidt, Levy-Bruhl…”
—¿Imbelloni, Jacovella, Canal Feijóo?
“—Todos
—me dijo—. Y después escriba El Punto de
Partida de la Moral sobre el mismo plano en que yo hice El punto de partida de la metafísica...
San Jerónimo asintió gravemente y me dijo:
—Eso era justamente lo que se quería allá
arriba. ¿Tú que has hecho?
—El griego y el alemán me olvidé lo poco
que sabía.
Yo
me vine de Europa meditando en el buque el texto de Empédocles.
—¿Cómo traduces “AyayKnc xñua”? —me
preguntó el Dálmata con malicia.
—Diels traduce “Einen Spruch des Schicksals” —le dije, también con malicia.
—|Vos! te pregunto.
—A mi entender Diels macanea. Yo traduzco
plétora.
—¡Bien! —dijo el Santo— ¿Y después?
—Cuando llegué a Buenos Aires, me hicieron
tomar 35 horas semanales de clase en un colegio nacional. . .
—¿Quiénes, te hicieron?
—La Vida. . . La Argentina. . . La Patria.
. . Los tiempos malos que vivimos. . , —le contesté vagamente.
—Es decir, tus pecados, en c! fondo.
—Eso es. Mis pecados y los pecados del Rey.
Me hicieron tomar 35 horas...
—¿35 horas de filosofía?
—No. Literatura, Historia, Apologética,
Italiano, Metodología y Castellano.
“—Qualis
artifex!. . —me dijo burlón.
“—Pereo!” —le contesté melancólicox.
—¿Qué pasó?
—Al fin del año me enfermé, de acuerdo a
aquel verso que dice:
Por no poder sufrir
el ser mediocre
y el delito de no
tener dos caras
al volver a mi tierra
color ocre
fui castigado con
torturas raras.
Me mandaron a una casa grande de la calle
Vieytes, en cuya puerta hay un gran letrero que dice: Aquí se aprende a defender la patria. Por lo menos, yo leí así; ahora
no está más. La cuestión es que yo dije:
¿Cómo
voy a defender la patria si no me defiendo a mí mismo? Empecé a defenderme a mí
mismo y a la Patria al mismo tiempo. El resultado ha sido quince libros de
periodismo.
—¿Qué es eso? —me dijo.
—Una cosa que de existir en tu tiempo vos
la hubieras hecho por pasatiempo y pasión. Creo que aun antes que existiera,
vos hiciste un poco, viejo. Es un oficio nuevo, parecido al de spazzacamini o sea deshollinador: que es
necesario que exista y alguno lo ha de tomar, pero es amargo y prosaico y no se
puede hacerlo sin ensuciarse un poco.
—¿Epístolas contra los herejes, en estilo
subido, que corran por todos los rincones y las lea la plebe fiel?
—Eso —le dije—. Es mi destino. Mi padre
hizo eso y lo asesinaron herejemente cuando yo tenía siete años.
Lo tengo en la sangre por desgracia, y puede
que me cueste la sangre. Pero mi padre tenía cuatro hijos y yo no tengo
ninguno. Yo nací para ser escritor empingorotado, entonado, solemne,
conceptuoso, serio. Yo nací
para
traducir la Vulgata en veinte años de trabajo al castellano criollo. Tuviera yo
un sueldo de tres mil pesos y pico como Culaciatti; tuviera al lado gente que
en vez de picotearme me defendiera; tuviera una patria tranquila y no en
inminente peligro;... y entonces veríamos. Pero por ahora, santito barbudo, vos
ya sabés el refrán: un empleado de doscientos pesos, cuando se muere, asciende.
Rióse con toda la barba el buen bárbaro, con
esos cachetes colorados que le pintó el Caravaggio —o quien sea el autor del
cuadro que tiene don Lautaro Durañona—; pero enseguida compuso otra vez la cara
severa, con esa barba blanca parecido a don Juancito Gollán; y dijo:
—Bien. Pero un sacerdote es siempre
sacerdote.
—Evidente.
—¿No podrías escribir en tono manso,
undoso, dulce y convencional, como cuadra a un sacerdote?
—¿Más o menos como el tono tuyo en la
Epístola 117?
—¡Yo no era sacerdote! —se apresuró el
Santo—. No me quise ordenar adrede. Yo tenía derecho a escribir como diácono.
¿Por qué no escribes tú como sacerdote?
—Muchas veces he escrito así, y sigo
escribiendo la mayor parte de lo que escribo. ¿No has leído Una santa
MAESTRITA?
—¿Pero por qué no siempre? ¿Por qué no
todo?
—A eso te respondo —le dije— con un caso de
un cura amigo mío, Olaizola, que fue párroco en el Chaco santafecino y acabó
secretario de monseñor Boneo, es decir, acabó curial, mala suerte. Solía andar
con un bastón de estoque. Lo denunciaron al obispo. El obispo lo llamó y le
dijo:
“—Está
muy mal eso. No condice con un clérigo.
“—Excelencia,
no es nada —respondióle él—. No hay
cuidado que yo mate a ruiáte- Yo ando con esta arma solamente a causa de los perros”.
“—Deje
el arma —le dijo el prelado — y si un
perro lo atropella, récele fuerte el Evangelio de San Juan, “In
principio erat Verbum”, que es
devoción probada contra los perros.
“—Está
bien —dijo el vasco—, eso ya lo hago.
Pero, excelencia, ¿y si hay algún perro que no entiende latín?”.
Aunque disimuló fuerte, otra vez lo hice reír
al barbudo. Pero como venía comisionado por lo visto para retarme, se comidió
más fiero que antes y me dijo:
—Sabiendo vos eso, sabiendo que hay gente
que no te quiere nada, sabiendo que con la verdad desnuda vas a lastimar a
muchos, sabiendo que estás indefenso, sabiendo que te han frito a disgustos
este año, ¿por qué no das por terminada tu misión y te vas a Montevideo a
bañarte en Playa Pocitos antes que te maten del todo?
—Eso me recuerda un caso. . .
—No quiero más cuentos.
—Uno solo. Don Juancito Gollán Zapata, un
paisano mío, estaba para morir. Vino el cura a darle los Santos Óleos —lindo
sacramento que ahora llaman no sé por qué, con el nombre pavoroso de
extremaunción—
y
le quería hacer rezar el Señor mío Jesucristo —linda oración hispana que ahora
han cambiado por otra que se llama el pésame.
Pero don Zapata no hacía más que rezar: “Señor
mío Jesucristo, ya sabemo que todito habemo de morir. Pero si allá arriba no
soy «muy muy» necesario, pero muy mucho...” El cura se escandalizó, porque don Juancito
tenía ya 87 años, y le dijo:
“—¡Don
Juan! ¿Está contento de morir?
“—Contento,
contento, no —dijo el viejo—. Resignado,
sí. Porque si Dios 'Nuestro Señor quisiera, aquí habría hombre todavía para
veinte años.
“—¿Y
para qué querés vivir más, viejo bichoco? — le dijo el cura severo.
“—Y...
padrecito... —dijo don Juan—, ¡para
ver en que p... termina todo esto!”.
—No
veo bien la aplicación —me dijo el Santo medio sonriyendo, medio amenazando.
—Ni falta que hace —le dije yo—. Yo me
entiendo.
Aquí se enojó el patrón; y medio se me quiso
arrimar con la vara, por lo cual yo reculé un paso.
—En tus escritos hay muchos defectos —me
dijo—.
Está bien que vos no los veas, porque son
hijos tuyos. ¿Pero los censores? ¿Qué están haciendo los censores? Es un
escándalo cómo pasan esas palabritas,
esos nombres propios, esos chistes gruesos, esas alusiones maliciosas, esa...
—Perdón —le dije— santo mío, la verdad ante
todo.
No
hay tal. Las alusiones las hace la malicia de la gente, no yo. Yo no conozco a
nadie, vivo cautivo en un desierto peor que el tuyo, in solitudine mentís, como tú dijiste. Escribo siempre desde el punto
de vista del planeta Sirio. Pero nunca falta un maligno o un flaco que si yo
escribo, por ejemplo, acerca de la metafísica de la joroba, se vaya a su vecino
que es jorobado, y no lo quiere mucho que digamos, y va y le dice: “Mire lo que
escribió aquí contra usted Militis Militún. ¡Dónde se ha visto!”. Y el otro,
que es suspicaz, enseguida se lo cree y dice: “Soy yo”. Y se pone furioso
conmigo. Reverendo Santo, yo no soy tan cobarde; cuando quiero aludir a uno, le
pongo todo el nombre entero.
—¡Pero el censor! —dijo el Santo con voz de
trueno—. ¡El censor!
—El censor a lo mejor le pasa como le pasó
a un cura de un pueblo de arriba. Tenía una cocinera que era una mujer garrida,
robusta y de pujanza. La gente, que nunca falta un calumniador, decía que la Quillotana,
que así se llamaba, estaba muy lejos de tener la edad canónica. El cura no les
hacía caso, porque era un cura tan cansado que se dormía como un tronco al
poner la oreja en la almohada, diciendo la oración de San Casiano: “Vivere non possum; et fornicare potero”
Incapaz de arruinar a nadie el pobre y menos a una huérfana y parienta. Pero la
gente, de eso ¿que sabía? Jamás los feligreses saben los cansancios del cura:
para murmurar de él creen que es de carne, para aprovecharse de él creen que es
de piedra. Un día un beatón de esos que se comen los santos puso un anónimo en
el pasquín del pueblo, a causa de que el cura no lo nombró presidente de los
Cayetanos, un anónimo en verso sobre la Quillotana y el cura, que no lo pongo
aquí solamente porque no me acuerdo, y, además, porque estoy hablando con un
Santo. El cura lo encontró un atardecer a la puerta de la Iglesia y le pegó una
pateadura jefe.
Sucedió que ese mismo día llegó el obispo,
que no pasaba visita hacía ocho años —no el de ahora, que es un gran tipo, le
estoy hablando de hace años— y el cura dijo: “Estoy perdido”. Se formó una comisión de damas y otra de
caballeros —caballeros es un decir, la gente de allá monta en muía— para ir a
alcahuetiarle al obispo los hechos del cura. El cura se encomendó a las ánimas
benditas. Era un obispo de esos que no escuchan razones.
Le reservó a su excelencia la mejor cama,
quiero decir la única; él se acostó en un ijar en el mismo cuarto; pero se
olvidó de ponerle mantas, que tampoco le sobraban. En aquella parte refresca
bárbaramente de noche, es una meseta. El cura se recordó a media noche y lo
siente al obispo déle vueltas en la cama muerto de frío. Tuvo una idea
luminosa.
“—Eminencia,
le dice, perdón, no me acordé que usted no está hecho al frío. ¡Qué bruto que
soy! Un momento eminencia, le vi a traer mi
quillotana!”.
Va el cura y trae una rica manta de vicuña,
que le habían regalado en Chile, se la puso al obispo, lo arrebujó como una
madre y no cesaba de decir: “Con esta quillotana ya verá como va a
dormir. Es mucha cosa esta quillotana”. Y repitiendo quillotana por arriba y quillotana por abajo, lo arrebozó a su
excelencia y se durmió de nuevo.
Al otro día cayeron las dos comisiones de
alcahuetes a ver al obispo y no sabían cómo empezar. Empezaron preguntándole
cómo estaba su ilustrísima y cómo había pasado la noche. El obispo le dijo:
“—Bien.
Muy bien. Al principio tuve mucho frío.Pero a eso de la medianoche se levantó
el señor cura, me trajo su quilltana,
me la puso en la cama, yo me conforté y me dormí como un santo de Dios”.
La comisión se quedó más seca que si le
hubiesen pegado un tiro. A una señorita se le escapó un gritito y la secretaria
de las Ineses se insultó, como dicen allá arriba, es decir, se desmayó. Todos
se miraron azorados. Al fin, el presidente de los Vicentinos le dio con el codo
a la presidenta de la Acción Católica y le dijo en voz alta y lindo tonito
salteño:
“—Vámono
señora, que aquí por lo visto el obispo y el cura ¡son de la mesma familia!”.
Apenas conté eso, se levantó San Jerónimo y
yo creí que me iba a pegar; pero el viejo se había agarrado la panza con las
manos y estaba a las carcajadas que parecía que iba a estallar como una traca.
—¡Qué bueno! ¡Qué bárbaro! —decía—. ¡Qué
animal!
¡Qué
bien! ¡Qué bestia! ¡Qué gracioso! ¡Qué salvaje!
¡Qué
exacto! ¡Lo mismo que en mi tiempo! Una parecida le hice yo al papa San Dámaso
I, que me costó dejar Roma y tener que irme a Palestina.
—Reverendísimo Santo —le dije— a mí me pasa
igual exactamente. Mi censor, que Dios lo bendiga y conserve mil años, y yo
¡somos de la misma familia! En realidad, lo mismo que el obispo y el cura, que
eran dos santos varones, pero santos humanos y no divinos.
San Jerónimo cesó de reír y me dijo:
—Está muy mal. Ese cura, por de pronto, era
un testarudo imprudente.
—Exacto —le dije—. Pero el pobre se dio
cuenta del peligro que había pasado, y al otro día despidió a la cocinera, que
quedó sin trabajo y mucho menos segura que antes. Y empezó a cocinarse solo.
Que es lo que me pasa a mí. Me tengo que cocinar solo, me tengo que curar solo,
me tengo que limpiar la alcoba, me tengo que llevar las aguas sucias en un gran
balde a una cuadra de distancia por un corredor lleno de seminaristas, que son
la gente más maleva que existe. ¡Y después pretenden que haga cosas nobles,
remilgadas, atildadas, superferolíticas, con olor a loción Cotí, y eso a razón
de 53 por año además de cuatro o cinco más oficios!
Apenas dije eso, blandió el Santo la vara y
me amagó un huascazo que si no me atajo con una pata — y me desperté todo
sudado- el tipo me saca un ojo.
Por qué lo hizo no lo sé. Los santos son
perfectamente incomprensibles en sus caminos. La historia es que la pata
derecha me quedó dolorida, y hay días que me duele a rabiar y tengo que ir a
clase en cuatro colectivos completos que ¡casi preferiría ir en cuatro patas!
Éste es, lector, mi prólogo con morrión, que
puedes tener por histórico si quieres; pero que en todo caso te certifico que
no dista ni un tranco de chimango de la pura verdad teológica.
Militis Militún.
Leonardo Castellani: “Las Canciones de
Militis” (1943)– Biblioteca Dictio – Págs.21-29
Nacionalismo Católico
San Juan Bautista