El gulag argentino
El gulag argentino
Por Horacio M. Lynch*
En la Argentina hay un grupo de detenidos en cárceles comunes, o en sus casas convertidas en prisión, que no tienen visibilidad. No están lejos, como en la Siberia de la Rusia soviética, pero, aun así, es como si no existieran. Salvando las distancias, este gulag se diferencia del soviético en que aquí quienes lo han creado no son los comisarios políticos de la Rusia comunista, sino los propios jueces de la Nación. Cuando se menciona en forma oficial a estos detenidos, se los llama genocidas. Son los detenidos por lesa humanidad o, simplemente, “lesa”. Se trata de personas mayores, y muchos de ellos ya han muerto en estas condiciones. Fueron apresados en procesos cuestionables, pero quien reclame garantías para ellos será acusado de protegerlos. De modo que son pocos los que se animan a hablar.
Ciertas organizaciones de derechos humanos impulsan estos procesos sin reparar en las irregularidades que se cometen. Del total de los detenidos, algunos han sido condenados, pero muchos se encuentran en proceso y representan un porcentaje muy superior al normal. La mayoría de ellos coexiste en cárceles con delincuentes comunes. Otros están enfermos y han convertido sus hogares en prisiones; aun sin el infierno de la cárcel, el otoño de sus vidas los encuentra sin libertad. La pregunta es inevitable: ¿quién les devolverá esos días de vida en caso de que sean desprocesados?
Resulta fácil apelar a los derechos humanos para proteger a una disidente de un país asiático. Pero muy difícil sostenerlos cuando se trata de criminales abyectos, violadores pederastas, torturadores, secuestradores de niños, enemigos o terroristas, o aun de espías como los que vemos en la película Puente de espías. Se olvida un principio angular de los derechos humanos: dar igualdad de trato y las mismas garantías aun a acusados de los más graves crímenes.
Lo preocupante es que en nuestro país, supuestamente para defender los derechos humanos, resulta lícito castigar a este grupo a riesgo de violar sus garantías. Como axioma, el ejemplo que damos al mundo desde la Argentina es que estas personas deben ser, efectivamente, escarmentadas, sojuzgadas y llevadas al límite del castigo.
Así como en los años de plomo se llegó a la conclusión -hoy vista como demencial- de combatir a la guerrilla terrorista con otra forma superior de terrorismo, ahora se acepta otra peculiar visión: para afirmar los derechos humanos en la Argentina pueden aceptarse ciertas violaciones de los derechos de los presuntos represores aun cuando, al hacerlo, se desconozcan las convenciones internacionales sobre la edad y la prisión preventiva, entre otras.
En la Argentina, el promedio de condenas a prisión efectiva es del 0,5%, mientras que el de los juicios de lesa humanidad es del 91%. ¿Qué es, entonces, lo que justifica esta inusual desigualdad en un mismo sistema judicial? ¿Cómo explicar que se llegó al resultado de incriminar a un bando y salvar al otro anulando leyes y una sentencia firme de la Corte Suprema? Cuando actúa la Justicia, el deber del Estado es ser neutral. Pero en los mal llamados casos de lesa humanidad, durante la administración kirchnerista el Estado hizo lo opuesto: se comprometió a no ser neutral y se empeñó en buscar condenas a cualquier costo.
Para “perseguir” a posibles represores, de manera deliberada o no, se desniveló brutalmente la balanza de la Justicia. Se destinaron todos los recursos del Estado a perseguirlos -infraestructura, oficinas, personal, abogados- mientras que los detenidos carecen de recursos para su defensa y no tienen libertad. ¿Cómo podrían equipararse, cómo reconstruir los hechos, cómo revisar causas diseminadas por todo el país, cómo convocar a testigos?
Tan graves como la doctrina que permitió estos juzgamientos sesgados son las pruebas, que en muchos casos no existen, que son parciales en otros y que en numerosas ocasiones fueron irregularmente obtenidas. El germen fue un “organismo pseudojudicial”, los llamados Juicios por la Verdad, que, con la valiosa misión de encontrar las tumbas de los desaparecidos, se reorientó a producir innumerables pruebas sin los mínimos recaudos legales. Estas piezas viciadas constituyeron luego la base de los procesos. Por ejemplo, la irregularidad de testigos que no pueden ser repreguntados. Lo que se prioriza, en verdad, es evitarle un hipotético riesgo a la libertad de los acusados. Hubo audiencias con banderas, insultos, bombos y pancartas. Recordemos que un abogado defensor salió sangrando de la sala de audiencias y en una ocasión hasta se hostigó a Alfonsín cuando declaraba como testigo.
Se ha desviado el poder del Estado en su expresión más prístina, como es la Justicia, para castigar a los del gulag. Éstos abusaron del poder del Estado para someter a la guerrilla sin reparar en los métodos, alentados por los “cantos de sirena” de una sociedad que reclamaba la paz a cualquier precio al tiempo que decía “por algo será”.
La aceptación social de este gulag tiene cierta semejanza y parecida irresponsabilidad si se considera el hecho de que hoy no se verifica aquella conmoción social que entonces sacudía el país. Atribuyo esta aceptación también a la experiencia de una “ingeniería social” que hizo posible que las actuales generaciones tuvieran una versión deformada de lo ocurrido en los años 70, tanto de la guerrilla como de su represión aplicando el terrorismo de Estado. Eso hace posible que quienes no vivieron aquellos hechos ni siquiera se planteen la posibilidad de que lo ocurrido no fue exactamente como se lo contaron. Muchos de los que lo vivieron prefieren aceptar la tesis oficial de la administración kirchnerista. En consecuencia, todo intento de que se respeten los derechos resulta políticamente incorrecto.
Descuento la buena fe en la mayoría de los casos. Pero en algunos hay mala fe y no vacilan en desviar al Poder Judicial para una venganza que tiene cierto grado de perverso virtuosismo. Con el argumento de recurrir al poder punitivo legal del Estado, se lo desvía para perseguir a unos y salvar a otros. Es una manera de cubrir a los “combatientes” de entonces con la aureola de martirio que certifican estas decisiones judiciales.
Afortunadamente, ya se escuchan algunas prestigiosas voces que reaccionan. En definitiva, lo que se pide es que la ley se cumpla para todos.
El derecho de gentes, las normas internacionales y los principios inmutables del derecho de las naciones civilizadas coinciden en que la justicia tiene que ser igual para todos. Que los derechos elementales deben ser respetados y que nadie es culpable hasta que una sentencia lo declare.
La igualdad de las partes en el proceso es otro principio rector, y debe procurar que el derecho de defensa esté nivelado. Las garantías en la producción de las pruebas, que tanto ha avanzado en el derecho penal con la teoría de la prueba venenosa, que descalifica aquellas obtenidas sin garantías, fueron brutalmente ignoradas en nuestro caso.
En la antigüedad se segregaba a los leprosos por asco y por pecadores, y escandalizaba que Francisco de Asís los besara. Los del gulag son los leprosos del siglo XXI. Esperemos que el Año de la Misericordia que proclamó nuestro Francisco lleve a imitar aquellas actitudes, en consonancia con su reciente mensaje en la cumbre contra la trata: “Y esta delicada conjunción entre la justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar para una reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa humanidad”.
Horacio M. Lynch