LAS CLASES SOCIALES
Por Horia Sima
A
unidad de la nación está permanentemente amenazada por una serie
de fuerzas de tendencia centrífuga: los partidos políticos, las
corrientes regionalistas y las clases sociales. De todas estas fuerzas susceptibles
de convertirse en un peligro para la existencia de la nación, cuando
se corrompen y degeneran, las mayores perturbaciones son provocadas por la lucha
de clases. La importancia que ha adquirido esta lucha en nuestros días
no se debe a la enorme masa obrera que apareció en cada nación
como consecuencia del proceso de industrialización del mundo entero,
sino especialmente al desplazamiento de su centro de gravedad. La lucha de clase
ya no se desarrolla hoy día dentro de las fronteras de un país,
sino que es explotada por un movimiento con carácter internacional, el
comunismo, cuya meta final. es la dominación de toda la tierra.
José
Antonio reconoce que la crítica hecha del liberalismo político
por el socialismo es justa. El Estado democrático no ampara al ciudadano
en el campo de la competencia económica. Este tipo de Estado se contenta
con proclamar la libertad del trabajo y de todas las relaciones económicas;
pero no se preocupa de la condición particular de cada ciudadano, de
su resistencia económica, del capital con el cual entra cada uno en esta
lucha. En un Estado demoliberal, el obrero se encuentra en iguales condiciones
de trabajo que una persona poseedora de una fortuna inmensa. De esta lucha desigual,
el obrero está condenado a salir permanentemente derrotado. En la teoría,
el obrero puede emplearse donde le parezca y en las condiciones que él
crea aceptables para sus propios intereses; pero en la práctica se convierte
en esclavo de aquellos que poseen el capital. El hambre, la falta de medios
económicos, le obligan a aceptar el primer empleo que se le ofrece.
La
libertad de que goza el obrero en el sistema económico capitalista es
ilusoria. En realidad, esta libertad no beneficia más que al capitalista.
El obrero no tiene recurso alguno para defenderse contra aquellos que poseen
los medios de producción. Una retribución justa para su trabajo
le está prohibida. Como subraya José Antonio: «El obrero
aislado, titular de todos los derechos en el papel, tiene que optar entre morirse
de hambre o aceptar las condiciones que le ofrezca el capitalista, por duras
que sean» (56). En esta lucha, el Estado demoliberal no interviene. Es
una cuestión que no entra dentro de sus atribuciones. El liberalismo
político ofrece al obrero derechos y libertades, pero lo abandona a la
explotación económica del capitalista.
El
capitalismo es responsable en las épocas de prosperidad de la proletarización
de la nación, y cuando está agotado por alguna crisis, los daños
los pagan siempre los obreros. Las fábricas cierran sus puertas, y millones
de hombres quedan sin trabajo. Los proletarios bajan así un peldaño
más en la escalera social: se convierten en parados.
La
justicia social se ha convertido en un imperativo de nuestros días. El
problema social no se puede ni ignorar ni falsificar. Existe una clase de hombres
que viven en la miseria, en la periferia de las grandes ciudades, y están
buscando una vida mejor.
Una
de las soluciones del problema es la indicada por el marxismo. Esta doctrina
sostiene que la emancipación económica de la clase obrera no se
puede efectuar más que en el plan internacional. La injusticia social
desaparecerá del mundo solamente por el esfuerzo común de todas
las clases explotadas, de todos los países. Los obreros deberían
unirse en un frente común contra un enemigo de clase, el único
y lo mismo en todos los países. Para tener éxito en su lucha,
ésta tiene que extenderse al mundo entero. El proletariado victorioso
edificará entonces, sobre las ruinas de los Estados actuales, el imperio
mundial de la justicia social, que el comunismo pretende representar de manera
exclusiva.
La
lucha de clase no es un fenómeno específico de nuestra época.
Aparece en el mundo junto con la Historia junto con la organización de
la sociedad política. La innovación que aporta el marxismo consiste
en sacar la lucha de clase del cuadro nacional y ponerla bajo un mando internacional.
Según su doctrina, los obreros del mundo entero estarían enlazados
los unos a los otros por intereses mucho más poderosos que aquellos que
les unen a sus países. El hecho de pertenecer a una clase sería
mucho más importante que el de pertenecer a una nación; el obrero
de una nación estaría mucho más cerca, política
y espiritualmente, al obrero de otra nación que a su propio connacional
de otro origen social. La Humanidad tendría una fisonomía distinta
de la que conocemos hasta ahora: en toda la extensión de la tierra estaría
constituida por una clase poseedora y la clase de los explotados. Las naciones
no serían más que variedades secundarias del género humano.
El
comunismo provoca una escisión artificial entre lo nacional y lo social.
Desplaza la clase social del cuadro de la nación y la trata como si fuera
un organismo mucho más importante que las naciones. Procede como si,
arrancando el corazón y los pulmones de un organismo biológico,
se pretendiese que toda la vida se resume en ellos y que pueden vivir aislados.
Bajo el pretexto de introducir un nuevo orden social, de hacer justicia a las
víctimas del capitalismo, se atenta a la integridad misma de las naciones.
El hombre es reducido al estado de un animal social. El ideal comunista es el
de una Humanidad amorfa, en la cual estaría apagado hasta el recuerdo
de una vida nacional.
Corneliu
Codreanu, José Antonio y todos los nacionalistas del mundo eligen otro
camino para solucionar el problema obrero. Ellos se oponen con todas sus energías
a esta solución abominable, obra de un cerebro demente o satánico.
Para realizar la justicia social no es imprescindible hacer volar al aire todas
las instituciones del pasado. El camino de las reivindicaciones obreras no pasa
obligatoriamente por encima del cadáver de la Patria. Es tan absurdo
-decíamos en otro trabajo- como si se pretendiese que prendiendo fuego
a una casa se arreglase una puerta o una ventana estropeada. La injusticia social
indica el mal funcionamiento del organismo nacional. Es suficiente restablecer
su buen funcionamiento para que la injusticia social desaparezca. La mejoría
del nivel de vida de la clase obrera se puede realizar perfectamente respetando
los límites nacionales. Nada nos obliga a sacrificar la Patria. Es absurdo
que, a causa de un grupo de individuos anárquicos e irresponsables que
detentan los medios de producción y rehusan hacer justicia al obrero,
aniquilemos los esfuerzos milenarios de un pueblo.
La
Patria está por encima de las reivindicaciones sociales. Ella representa
el sentido histórico de la existencia del hombre. Una revolución
social no puede venir desde fuera. Ella debe efectuarse sobre la plataforma
de la nación. Sólo la nación tiene el derecho de hacer
revoluciones. Cuando interviene una fuerza extranjera en una acción revolucionaria,
se atacan los derechos de la nación y se es infiel a la misma revolución;
y los que se sirven de dicha fuerza para destruir el orden interno no son más
que traidores de la Patria. Los partidos comunistas, que están a las
órdenes de una potencia extranjera, no son partidos nacionales. Por eso,
un Estado consciente de su misión sólo puede tratarlos como a
un ejército extranjero invasor del territorio nacional.
«No
permitimos a nadie -dice Corneliu Codreanu respecto a este asunto- que levante
sobre la tierra rumana otra bandera que la de nuestra historia nacional. Por
grande que sea la razón de la clase obrera, no le es lícito levantarse
por encima y contra las fronteras de nuestro país. No admitirá
nadie que por tu pan arrases y entregues en manos de una nación extranjera
de banqueros y usureros, todo lo que fue ahorrado por los esfuerzos dos veces
milenarios de una estirpe de trabajadores y de valientes. Tu justicia dentro
de la justicia de la estirpe. No se admite que para tu justicia destruyas la
justicia de tu nación» (57).
Comentando
la revolución de Asturias, del mes de octubre de 1934, José Antonio
subraya que su gravedad reside especialmente en la intervención de una
potencia extranjera. Los soldados que han ahogado aquella revolución
no han defendido el orden burgués, como afirmaban los partidos conservadores,
sino las permanencias de España, amenazadas por el marxismo. Admira el
valor de los mineros de Asturias y deplora al mismo tiempo que se han dejado
engañar por los agentes de la internacional comunista: «No empleéis
vuestro magnífico coraje en luchas estériles. Haced que os depare,
además de la justicia y el pan, una Patria digna de vuestros padres y
de vuestros hijos» (58).
La
lucha obrera para un porvenir mejor es legitima cuando se mantiene dentro del
cuadro nacional. Todo el que se asocia con una potencia extranjera -no importa
el motivo de su lucha- infringe la disciplina nacional y la reacción
de un Estado consciente de su misión es inevitable. Pero esta norma debe
regir para todas las clases sociales. La clase poseedora es igualmente antinacional
cuando invoca a la Patria, a la tradición, a la autoridad, al interés
nacional, sólo para defender su propio interés de clase, prolongando
un régimen social injusto. Atrincherándose al amparo de la autoridad
del Estado, en posiciones económicas privilegiadas, la clase adinerada
impulsa a las masas a caer en el pecado de rebelarse contra su propia Patria.
Esta clase tiene una gran responsabilidad en la orientación extranacional
de las fuerzas obreras. Cuando los dirigentes de un Estado hacen un llamamiento
a los sentimientos patrióticos del obrero para respetar el régimen
de solidaridad nacional, no se pueden sustraer ellos mismos de este deber. La
Patria no puede tener significados distintos según las diversas clases
de ciudadanos que la constituyen.
Corneliu
Codreanu condena aquella clase de obreros que en nombre de la justicia social
se levantan contra su propia Patria, pero con la misma vehemencia se dirige
también contra todos los que abusan del poder que detentan en el Estado
para mantener una organización económica injusta: «Pero
tampoco admitiremos que al amparo de las fórmulas tricolores -refiriéndose
a la bandera nacional- se instale una clase oligárquica y tiránica
a costa de los obreros de todas las categorías y les despelleje literalmente,
pregonando sin cesar los nombres de Patria -a la que no quiere-, de Dios -en
el que no cree-, de la Iglesia -en la que no entra nunca - y del Ejército
-al que envía a la guerra sin armas» (59).
José
Antonio niega a los partidos burguesesconservadores el derecho a erigirse en
defensores de los valores espirituales de la Patria cuando al amparo de grandes
palabras encubren intereses de clase: «Las derechas invocan. grandes cosas:
la patria, la tradición, la autoridad ... ; pero tampoco, son auténticamente
nacionales... Si las derechas, (donde todos estos privilegios militan) tuvieran
un verdadero sentido de la solidaridad nacional, a estas horas ya estarían
compartiendo, mediante el sacrificio de sus ventajas materiales, la dura vida
de todo el pueblo. Entonces sí que tendrían autoridad moral para
erigirse en defensores de los grandes valores espirituales. Pero mientras defienden
con uñas y dientes el interés de clase, su patriotismo suena a
palabrería; serán tan materialistas como los representantes del
marxismo» (60).
La
clase capitalista -especialmente los poseedores del gran capital financiero-
dañan también a la nación, de otra forma. Su tendencia
es desplazar el centro de gravedad de sus negocios fuera de las fronteras del
país. «El gran capitalismo es internacional -dice José Antonio-;
«cuando recibe un golpe en un país, cubre las pérdidas con
lo que en otros países gana» (61). Al no poseer una residencia
fija, el gran capital no puede tener apego a ninguna nación. El capital
financiero no tiene Patria. Emigra de un país a otro y crea constantemente
a su favor una red de intereses que se sobreponen a los intereses de los distintos
países. «Llega el momento -afirma Corneliu Codreanu- en el cual
los partidos políticos no representan más la nación, sino
los intereses de la finanza internacional (62). A semejanza del comunismo, el
gran capital rompe el cuadro de la nación, creando estructuras supranacionales
y antinacionales.
Advirtiendo
el doble peligro que representa para los intereses de la nación el gran
capital financiero, José Antonio preconiza una serie de reformas destinadas
a reintegrarlo al control del Estado nacional. Sus adversarios, pertenecientes
a los partidos burgueses-conservadores, lo atacan de una manera cobarde. Lo
acusan de tendencias bolcheviques. Corneliu Codreanu sufrió las mismas
invectivas por parte de los partidos políticos, porque pedía que
el país se asentase sobre una base socialeconómica más
justa (63).
José
Antonio da a sus calumniadores una réplica magistral. Primero se pregunta
¿qué es el bolchevismo? Es una actitud materialista frente a la
vida. En último análisis, el bolchevismo significa la materialización
de la vida, la extirpación en el alma de los pueblos de todo lo que representa
un residuo espiritual: Religión, Patria, Familia. El antibolchevismo
no puede ser más que la posición desde la cual se mira el mundo
bajo el signo de lo espiritual Bolchevique -concluye José Antonio- «lo
es todo el que aspira a lograr ventajas materiales para sí y para los
suyos, caiga lo que caiga; antibolchevique es el que está dispuesto a
privarse de goces materiales para sostener valores de calidad espiritual (64).
Los representantes del mundo capitalista, que encuentran su suprema satisfacción
en la acumulación de fortunas superfluas, son los partidarios de la interpretación
materialista del mundo y, como tales, los compañeros de los bolcheviques
y verdaderos bolcheviques. «Y con un bolcheviquismo de espantoso refinamiento:
el bolcheviquismo de los privilegiados» (65). El estado nacionalsindicalista
se apoyará sobre el trabajo y derrumbará el mito de oro que sofoca
a España y a los españoles.
Corneliu
Codreanu ostenta la misma reacción frente al bolcheviquismo disfrazado
bajo otras formas de materialismo: «No negamos, y no negaremos nunca,
la necesidad de la materia en el mundo, pero negamos y negaremos siempre su
derecho al dominio absoluto. Atacábamos, pues, a una mentalidad en la
cual el becerro de oro era considerado como el centro y el sentido de la vida.
La única fuerza moral, en los primeros tiempos de nuestra acción,
la hemos encontrado en nuestra fe, inquebrantable, en que solamente apoyándonos
en la armonía originaria de la vida -subordinación de la materia
al espíritu- venceremos las adversidades y llegaremos a la victoria en
contra de las fuerzas satánicas, coligadas para destrozarnos» (66).
La
tajante réplica de José Antonio no es una polémica baladí.
Se refiere a una situación real. El criterio recomendado por él
para diagnosticar la infección bolchevique dentro del organismo nacional
conserva su intacta validez en la actualidad. El mundo occidental se halla tan
intoxicado por el marxismo, que no se da cuenta que ha llegado a pensar en categorías
marxistas; no se da cuenta de que ha consentido que toda la lucha se desarrolle
en el plano ideológico del adversario. Al materialismo marxista no se
le opone hoy día una actitud espiritual, sino que se le contesta con
otra afirmación materialista de principios, con otra clase de materialismo.
Si
se hiciera una encuesta entre los hombres políticos del Occidente, preguntándoles
en qué residen las divergencias entre el Este y el Oeste, la mayoría
no dudaría en afirmar que en la base de aquéllas se halla la distinción
de estructura económica entre los dos bloques: la sociedad de tipo capitalista
se enfrenta con la sociedad de tipo comunista. Este juicio tiene sus orígenes
en la dialéctica materialista de la Historia. Quien afirma que la lucha
se da entre el capitalismo y el comunismo, acepta implícitamente la tesis
marxista, que explica todos los acontecimientos históricos por los cambios
que se efectúan en el sistema de producción de la sociedad. El
Occidente se distinguiría en su constitución política del
bloque comunista sólo porque la forma de producción es otra. Las
diferencias de orden político son provocadas por la infraestructura económica
distinta de estos países. No son las libertades humanas que se enfrentan
con la esclavitud, no es la Iglesia que se enfrenta con los que quieren arrancar
a Dios de las almas, no son los pueblos que se enfrentan con el imperialismo
soviético, sino que toda la lucha se reduce a un conflicto entre dos
sistemas económicos.
Nos
hallamos delante de una formidable operación de desvío ideológico
en favor del comunismo. Contentándose con la explicación servida
por el enemigo, el Occidente se expone a los más grandes peligros, porque
pierde de vista la parte esencial de la lucha en que se ha comprometido. Los
objetivos del comunismo son mucho más profundos que la implantación
de un nuevo orden económicosocial. La lucha entre los dos sistemas económicos
constituye sólo una faceta, una cortina de humo detrás de la cual
se ocultan intenciones mucho más terribles. Lo que realmente debe preocuparnos
en el comunismo es el impulso satánico de esta revolución. El
Estado soviético es una proyección total del mal en la Historia.
Nada de lo que hoy día forma los fundamentos de la vida humana quedaría
en pie, en la eventualidad de una victoria comunista total en el mundo. Todos
los valores multimilenarios que han asegurado hasta ahora el equilibrio en la
sociedad humana -la Religión, la Nación, la Propiedad, la Familia,
el Derecho, la Moral, la Persona humana-, todos están destinados a desaparecer
asesinados por los partidarios de la ideología marxista.
Los
verdaderos anticomunistas no se sitúan sobre una posición materialista,
no hacen el juego a los adversarios declarándose los defensores de un
sistema económico contra otro sistema económico. «Nosotros
somos también anticomunistas -dice José Antonio-, pero no porque
nos arredre la transformación de un orden económico en que hay
tantos desheredados, sino porque el comunismo es la negación del sentido
occidental, cristiano y español de la existencia» (67).
Corneliu
Codreanu también ve en el comunismo, ante todo, una calamidad de orden
moral y espiritual: «El triunfo del comunismo en Rumania significaría:
supresión de la Monarquía, disolución de la Familia, desaparición
de la propiedad privada y la pérdida de la libertad. Significaría
nuestro despojo de todo lo que forma el patrimonio moral de la Humanidad y,
al mismo tiempo, la pérdida de todos los bienes materiales» (68).
El
marxismo no es un sistema económico-social. Es la negación total
del hombre. Tiende a la extirpación del alma humana, de los más
profundos y sacros vestigios de espiritualidad y de vida libre. José
Antonio ha presentado en expresiones estremecedoras la vida de infierno que
prepara el comunismo a la Humanidad: «Si la revolución socialista
no fuera otra cosa que la implantación de un nuevo orden en lo económico,
no nos asustaríamos. Lo que pasa es que la revolución socialista
es algo mucho más profundo. Es el triunfo de un sentido materialista
de la vida y de la Historia; es la sustitución violenta de la Religión
por la irreligiosidad; la sustitución de la Patria por la clase cerrada
y rencorosa; la agrupación de los hombres por clases, y no la agrupación
de los hombres de todas las clases dentro de la Patria común a todos
ellos; es la sustitución de la libertad individual por la sujeción
férrea a un Estado que no sólo regula nuestro trabajo, como un
hormiguero, sino que regula también, implacablemente, nuestro descanso.
Es todo esto. Es la venida impetuosa de un orden destructor de la civilización
occidental y cristiana; es la señal de clausura de una civilización
que nosotros, educados en sus valores esenciales, nos resistimos a dar por caducada»
(69).
Para
evitar la caída de la nación bajo el dominio del comunismo, no
es suficiente proclamarse uno anticomunista, aunque quisiéramos comprender
bajo esta denominación lo que es justo que se entienda: la lucha por
la defensa de la civilización cristiana. Frente a una creencia, a una
mística, que ha logrado convertirse en el polo de atracción de
las masas obreras, no se puede oponer una negación. El ideal comunista
sólo puede ser combatido con éxito oponiéndole otro ideal,
otra creencia, otra mística que sobrepuje en intensidad a la mística
comunista. Sólo un movimiento político dotado con una fuerza de
atracción superior a la agitación comunista puede reintegrar a
los obreros en el seno de la Patria. Todo el problema de la lucha anticomunista
en un país libre se reduce en el fondo a lo siguiente: encontrar una
fórmula política dinámica que arranque a los obreros del
ambiente marxista y les convierta en militantes de la nación. «La
única solución -afirma José Antonio- es que estas fuerzas
proletarias pierdan su orientación internacional o extranacional y se
conviertan en una fuerza nacional que se sienta solidaria de los destinos nacionales»
(70).
Los
antiguos partidos políticos no tienen fuerza para reintegrar a las masas
obreras en la nación, porque ellos mismos defienden intereses de clase.
Mediante este egoísmo de clase alimentan los conflictos sociales y provocan
la deserción de los obreros del frente nacional. Al asalto marxista,
ellos no pueden oponer otra cosa que una actitud de inmovilidad política,
funesta no sólo para los partidos, sino para la nación entera.
No son capaces de una movilización de las energías nacionales
contra el comunismo, porque no están iluminados por una gran fe. Les
falta el ímpetu y la generosidad. Sólo los movimientos nacionales
pueden oponer a la aspiración revolucionaria del comunismo otra aspiración
revolucionaria capaz de llenar la grieta operada en el edificio de la nación.
Sólo ellos pueden realizar la síntesis entre lo social y lo nacional,
porque sólo ellos se dirigen al país desde el centro de interés
de la nación entera. Un movimiento no representa intereses subalternos;
no une su destino a una clase o a un grupo de individuos; abraza los intereses
de todas las clases sociales.
Los
dos fundadores tratan el problema obrero desde un punto de vista superior a
la lucha de clases. Para ellos lo social no es más que un aspecto de
lo nacional. La separación entre las dos nociones es artificial. Siendo
las clases sociales subdivisiones de la nación, las dificultades de convivencia
entre ellas se eliminan buscando la solución en función de las
necesidades del organismo entero. La lucha de clases modifica completamente
su carácter si se enfoca desde la perspectiva de la nación. La
nación no tiene ningún interés en que una parte de sus
miembros vivan en la miseria, ya que -dice Corneliu Codreanu- «la nación
encuentra apoyo igual entre los ricos y los pobres» (71). La elevación
del nivel de vida de la población no es sólo una cuestión
de justicia social. Es una cuestión nacional. Sólo cuando se salva
a las masas de la miseria y de la ignorancia, el genio de un pueblo se puede
desarrollar en su plenitud. Su base de creación se ensancha abarcando
también las filas anónimas de la población.
El
interés de la nación es que desaparezca la plaga de los sufrimientos
materiales. La pobreza constituye un peso muerto en la lucha diaria que sostiene
la nación para realizar su destino. Una nación azotada siempre
por el hambre y por faltas materiales es una nación encadenada. No se
puede emancipar de las necesidades cotidianas para consagrar sus energías
a la cultura y a la historia. La justicia social es un derecho del individuo,
derivado de la mera pertenencia a una comunidad política. Las aspiraciones
de los obreros se integran en la aspiración total de la Patria. «El
bienestar de cada uno -dice José Antonio- de los que integran el pueblo
no es interés individual, sino interés colectivo, que la comunidad
ha de asumir como suyo hasta el fondo, decisivamente. Ningún interés
particular justo es ajeno al interés de la comunidad» (72).
José
Antonio y Corneliu Codreanu piden que sea sobrepasada la lucha de clases en
nombre de una realidad que abarca los intereses de todos. Tanto la clase obrera
como la clase adinerada son culpables ante la nación, porque los unos
como los otros tienen la tendencia a subordinar la nación a sus intereses
de clase. Pero la nación tiene sus fines propios, independientes de los
fines individuales, independientes de los fines de partido y de los fines de
las clases que la constituyen.
Todas
estas categorías sociales deben dar primacía a los intereses de
la nación, que, a su vez, les tomará a todos bajo su protección.
Ella cuida de los intereses de todos como si se tratara de sus propios intereses.
Debe cesar la rivalidad entre el patrono y el obrero para dejar sitio a su cooperación
en el conjunto de la producción nacional. De la absurda lucha entre el
patrono y el obrero no puede aprovecharse más que el comunismo. Los patronos
serán desposeídos de sus bienes y los obreros serán despojados
de su libertad para ser rebajados a esclavos del capitalismo de Estado, tal
como ha ocurrido en todos los países que han caído bajo la dominación
comunista.
¿Cómo
pueden ser convencidas las clases sociales para que renuncien a sus egoísmos
y se integren en la comunidad nacional? La tarea no es fácil. Sus intereses
representan algo vivo, concreto, palpable, mientras que la nación representa
algo muy lejano, una imagen vaga, que sale fuera de las preocupaciones comunes
de la vida. El impulso para la confraternidad sólo puede venir cuando
se actualiza el destino histórico de la nación Sólo cuando
se proyecta sobre la pantalla de la conciencia nacional una gran misión
histórica, las clases se desprenden de su egoísmo, y tanto el
rico como el pobre están dispuestos a hacer sacrificios por la Patria.
Al impulso destructivo del marxismo hay que oponer el impulso creador de la
nación. Para atraerse a las masas populares hay que infundirles el sentido
nacional de la existencia bajo una forma accesible a su comprensión y
a su imaginación. Sólo la visión del destino nacional puede
salvar la integridad de la Patria. A las masas se les debe insuflar el gusto
de las grandes realizaciones históricas. Entonces serán fieles
a la Patria, entonces olvidarán sus sufrimientos y serán capaces
de sacrificios ilimitados. Las masas no exigen lo imposible de sus dirigentes.
Sólo piden que su esfuerzo tenga un sentido, que sea realizado en provecho
de la comunidad nacional.
Lo
social y lo nacional no pueden fusionarse más que bajo el techo de la
Patria espiritual. La aspiración total de la nación debe convertirse
en la aspiración de la clase obrera. Solamente por el empeño de
la nación entera en una empresa colectiva se puede superar la lucha de
clases. «Contra la anti-España roja sólo una gran empresa
nacional puede vigorizarnos y unirnos. Una empresa nacional de todos los españoles.
Si no la hallamos -que sí la hallaremos, nosotros ya sabemos cuál
es-, nos veremos todos perdidos» (73). «No cabe convivencia fecunda,
sino a la sombra de una política... que sirva únicamente al destino
integrador y supremo de España» (74).
Supongamos
ahora que mediante un feliz conjunto de circunstancias lográramos organizar
una base humana de existencia para el pueblo entero. Esta conquista de orden
económico y social no defiende a una nación del peligro de su
desintegración. La justicia social no crea automáticamente buenos
ciudadanos y buenos patriotas. El motivo es bien conocido y se relaciona con
la psicología del hombre. Las necesidades materiales del hombre tienden
a aumentar infinitamente. Nunca se dará por satisfecho con lo que posee.
Siempre verá injusticias cuando compare su situación material
con la de las personas mejor situadas que él. En vano buscaremos la paz
social sólo en la satisfacción de las necesidades materiales,
por generosa que sea la actitud de la nación hacia el individuo. Para
que la justicia social no se transforme en una fuente continua de descontentos,
debe ser realizada con vistas a un fin más alto: La armonía total
en el seno de una nación «no puede surgir sino de la comunidad
de ideales», dice Corneliu Codreanu (77).
La
pasión de poseer se aplaca y el alma se serena cuando la vida del hombre
está anclada en una realidad que pueda disminuir el interés por
los bienes materiales. José Antonio sintetiza esta posición en
la siguiente proposición: «Por eso la Falange no quiere ni la Patria
con hambre ni la hartura sin Patria: quiere inseparable la Patria, el pan y
la justicia» (78).
Es
un grave error creer que el obrero sólo tiene por aspiración la
de ser bien retribuido. No se le puede integrar en el Estado ni se le puede
conquistar para la nación, por excelentes que sean las condiciones materiales
que se le ofrezcan. Esto no basta para satisfacer sus aspiraciones. En Francia,
en Italia, en otros países, los obreros gozan de un alto nivel de vida.
Viven como pequeños burgueses; tienen unos salarios superiores a los
funcionarios del Estado y, sin embargo, su adhesión al partido comunista
continúa siendo elevada. ¿Cómo se explica este fenómeno?
Ahora no es la miseria la que empuja a los obreros hacia el comunismo. ¿Qué
es entonces? ¿Qué les determina a perpetuar su enemistad hacia
la nación?
El
obrero quiere algo más que un trozo de pan. Quiere salir de la categoría
de paria de la sociedad y ser considerado como un ciudadano igual a los demás
ciudadanos. Quiere convertirse en un miembro respetado de la comunidad política
y en esta calidad, que se le resuelva también la cuestión de su
existencia material. La falta de consideración con que es tratado por
las demás clases sociales le hiere más profundamente que la falta
de un pan mejor.
Para
el obrero, el Estado representa un instrumento de represión social, que
defiende los intereses de la clase explotadora. El obrero quiere que el Estado
se convierta en una casa abierta para todos, en la cual pueda ser recibido con
su parte de responsabilidad, de derechos y de beneficios. «Hay que tratar
la cuestión profundamente y con toda sinceridad -dice José Antonio-
para que la obra total del Estado sea también obra de la clase proletaria.
Lo que no se puede hacer es tener a la clase proletaria fuera del poder»
(79).
Corneliu
Codreanu pide que el obrero sea elevado a la dignidad de ciudadano: «El
Movimiento Legionario dará a los obreros algo más que un programa,
algo más que un pan más blanco, algo más que una cama mejor.
Dará a los obreros el derecho de sentirse dueños de su país,
igual que los demás rumanos. El obrero andará con paso de amo,
no de esclavo, en las calles llenas de luces y de lujo, donde hoy no se atreve
a alzar su mirada. Por primera vez sentirá el gozo, el orgullo de ser
amo, de ser el amo de su país» (80).