Justificaciones que insultan.
Justificaciones que insultan.
La corrupción es un fenómeno social que no merece contemplación
alguna. Cuando la sociedad siente que se la ha engañado, robándole no
solo sus recursos económicos sino también sus ilusiones, no precisa
justificadores seriales que ensayen explicaciones insólitas que agravian
a todos.
Es imprescindible que los aberrantes hechos del presente no solo sirvan
para el debate coyuntural, sino que sean el puntapié inicial para
revisar el fondo de la cuestión e implementar los cambios que eviten que
sucesos de este tipo se puedan repetir cíclicamente y con tanta
frecuencia.
Esta vez lo que horroriza tiene que ver con lo ordinario y lo burdo, con
lo grotesco y esa ausencia de barreras inhibitorias de los
protagonistas. El descaro absoluto, la falta total de pudor, la
desaparición del mínimo aceptable de decoro es lo que, en todo caso,
impresiona e impacta.
Ese dirigente político, que haciendo uso de su depravada mentalidad,
apela al patético recurso argumental de minimizar la importancia de lo
acontecido, aduciendo que otros actores inducen al corrupto en cuestión
desde posiciones diferentes, ofende a la sociedad e insulta su
inteligencia.
Cuando un "mercachifle" ofrece dinero a cambio de favores comete un
delito pero además abusa de la gente en provecho propio. Nadie
sensatamente puede defender esa postura. Pero ponerlo en un pie de
igualdad con el funcionario que fue colocado allí por quien ha sido
electo por la sociedad para administrar lo de todos, es un tremendo
error conceptual.
Los que ocupan un lugar en el gobierno, llegan ahí de la mano de
elecciones populares, en las que los partidos políticos ofrecen a la
sociedad propuestas y también personas que las representarán para
generar un círculo virtuoso que impactará en sus vidas de un modo
favorable.
Por el contrario, ese ciudadano que algunos definen equivocadamente como
"empresario", no es más que un mero "traficante de privilegios",
alguien que no ofrece servicios para satisfacer a la sociedad, sino que
comercia amparado en la existencia de oscuras normativas que le permiten
obtener un cuestionable provecho personal.
Ese deshonesto personaje de esta historia es un simple "ratero", un
delincuente común, que jamás ha sido seleccionado por la sociedad
directamente, ni tampoco de un modo indirecto. Es un bandido, un pillo,
pero que no representa a nadie. Por eso no está en la misma situación
que el funcionario que le ha posibilitado construir su pérfido negocio.
No es relevante, desde un punto de vista ético, establecer categorías de
culpabilidad, porque no importa demasiado en qué lugar de esa escala se
coloca a cada malandrín, sino su inobjetable lugar en ese proceso
diseñado para consumar el perjuicio final.
Pero tampoco se debe aceptar tan mansamente esa suerte de pretexto
argumental que cierto sector de la política intenta utilizar para
minimizar sus propias culpas, que claramente existen por acción o por
omisión.
Si las más altas esferas forman parte de ese perverso plan de saqueo
sistemático al Estado, resultan especialmente repudiables no solo por su
nefasto cinismo, sino también por su inocultable actitud delictual.
Pero aun si no fueran cómplices directos de semejante estafa social,
tendrían responsabilidades por su evidente negligencia, su indisimulable
inoperancia y esa manifiesta incapacidad para conducir un gobierno.
No es saludable detenerse frente a la anécdota. Hay que evitar que la
vergüenza convierta a esto que ha ocurrido otra vez, como en tantas
otras oportunidades, en solo un eslabón más de una interminable cadena.
Para eso es preciso comprender la naturaleza de la corrupción. No es un
accidente, ni un hecho fortuito que brota porque un par de inmorales se
ponen de acuerdo. Es un suceso que se concreta gracias a la potestad que
tienen los gobiernos de decidir discrecionalmente sobre la vida de la
gente.
Si esa facultad no estuviera habilitada no habría margen por donde
pasar, y estos indecentes no tendrían la chance de llevarlo a cabo. El
problema no es la moralidad de las personas, sino la permeabilidad de un
sistema que genera hendijas por donde filtrarse con comodidad, a
espaldas de todos.
Si no se quiere seguir transitando este humillante camino no alcanza con
reclamar más controles, ni tampoco con mejorar el proceso de selección
de los que tendrán la tarea de conducir. La labor implica destruir los
pilares de un esquema intrínsecamente corrupto que viene asociado al
poder que cualquier gobierno dispone para tomar decisiones inconsultas.
Es tiempo de mirarse en el espejo, y de asumir la parte que le toca en
suerte a cada uno. Mucho de lo que ocurre tiene que ver con decisiones
erróneas, pero también con ciertas visiones sobre los asuntos públicos
que conforman una gran fantasía alejada de la verdad. La presencia de
paradigmas distorsionados hace que muchos supongan que las cosas son
como deberían ser y no como realmente son. Por eso insisten y se
repiten.
A estas alturas ya no se trata de juzgar a los corruptos por el volumen
de sus fechorías, sino por lo que hacen a diario. Eso implica
independizar la magnitud de lo hecho de sus respectivos actos
delictivos. No es significativo clasificar a los ladrones por la
dimensión de lo apropiado. Importa, en todo caso, establecer con
claridad quiénes son finalmente los malhechores.
El país tiene una enorme oportunidad entre sus manos. La puede dejar
escurrir entre sus dedos nuevamente como en tantas otras ocasiones en el
pasado, o puede tomar "el toro por las astas" y enfocarse en el núcleo
del problema, para que eso no suceda nunca más, o al menos para que si
ocurre no aparezcan otra vez estas justificaciones que insultan.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com