domingo, 15 de enero de 2017

7.1. El aborto en la antigüedad pagana y judeocristiana

7.1. El aborto en la antigüedad pagana y judeocristiana

 
La moralidad del aborto no fue una cuestión que preocupara a la sociedad pagana, tanto griega como romana, pues su práctica fue amplia y frecuentemente admitida, a pesar de algunas corrientes de pensamiento. Los filósofos y juristas de la Antigüedad se preocuparon más que por la naturaleza del embrión humano, por las consecuencias políticas del infanticidio para la salvaguardia de la ciudad. Los pensadores judíos y cristianos prefirieron, mejor que integrar la problemática filosófica en sus razonamientos teológicos, apoyarse en la enseñanza de la Escritura, reveladora del origen de la naturaleza humana, creada por Dios y que ha recibido de Él su principio de vida, su dignidad de ser humano.

a) Exposición de los recién nacidos y aborto en el mundo pagano.

Está muy atestiguada la costumbre de la exposición de los recién nacidos en la sociedad antigua sin plantear ninguna dificultad en los planos éticos o moral. El Derecho romano otorga al padre de familia la facultad de abandonar a un niño después de su nacimiento por motivos que pueden ser de orden social y económico, por ejemplo, la imposibilidad de asumir su educación, o incluso religiosos cuando se le considera maldito o una amenaza para la paz social. 


En esta materia de la exposición sólo cuenta el criterio del padre que tiene un derecho soberano de vida y de muerte sobre el niño que va a nacer o que ya ha nacido. Los tribunales reconocen al padre igualmente el derecho de acudir a la justicia y obtener una reparación del perjuicio que pudiera haber sufrido en el caso en que se hubiera destruido la vida del niño, o puesta en peligro, sin su consentimiento. Más allá de las disposiciones específicas de la ley a favor del padre o de la madre abandonada por su marido, merece la pena destacar que el hecho en sí mismo no merece ninguna consideración ética. 
El problema se plantea sobre todo desde el punto de vista demográfico y social, pues la Ciudad puede perder influencia por los efectos de la disminución de la población.
La práctica del aborto, a pesar del riesgo que suponía para la mujer, estuvo probablemente muy extendida en la Antigüedad pagana. Esta hipótesis concuerda con el uso general de la exposición de los recién nacidos que acabamos de recordar. El feto carece de un estatuto jurídico, a pesar de que algunos códigos, como el de Solón en el siglo IV, recordados y comentados tardíamente por juristas y médicos romanos como Galeno (siglo II), se muestren hostiles al aborto y prohíban la muerte del feto antes de su maduración. Si exceptuamos algunas escuelas de medicina, como la de Hipócrates (hacia el 460-350 a.C.), que en su Juramento prohíbe taxativamente el aborto – “No introduciré en ninguna mujer un pesario abortivo” –, el recurso al aborto no plantea casi ningún problema moral, incluso él mismo anima a imponerlo como obligatorio cuando es útil para el bien superior de la Ciudad, una de cuyas misiones es la de regular las condiciones del matrimonio y la procreación: “En cuanto a los niños que hay que exponer o dejar crecer, que exista una ley que prohíba dejar crecer a ningún niño deforme; […] es necesario fijar un límite de procreación al número de niños; y si a pesar de estas reglas, se concibe algún niño fuera de estas normas, se debe, antes de que tenga sensibilidad y vida, practicar al aborto”.
Los específico de los riesgos es que las consideraciones políticas sobre el feto arrancan de la reflexión sobre el momento de su animación, es decir, sobre el instante en que el cuerpo recibe el alma humana. Platón (427-348 a.C.) distingue dos partes en el alma: la mortal y la inmortal: “En esta residen el conocimiento y el pensamiento”. El hombre tiene dos orígenes, el humano y el divino, es decir, su cuerpo procede de la naturaleza y su alma del mundo de las ideas. La animación es el resultante de la unión del cuerpo orgánico, producto de la reproducción sexual, y el alma divina caída del cielo en un cuerpo que guarda relación con la vida anterior del sujeto, según el principio platónico de la metempsicosis.
Aristóteles (384-322) se aparta de su maestro y sitúa el problema de la animación en una perspectiva puramente biológica y filosófica. El alma no es una realidad separada del cuerpo, sino que una y otro – materia y forma – son dos facetas distintas de una única sustancia. Según un principio de estricta proporción entre estos elementos, el embrión recibe sucesivamente un alma vegetativa (vegetal), sensitiva (animal) y espiritual (humana). Las consecuencias éticas de esta animación por etapas, con la que nos vamos a encontrar en diferentes épocas, son evidentemente importantes. Por eso en el Estagirita no se modifica la apreciación moral del control de los nacimientos, puesto que el embrión no ha recibido “la vida y la sensibilidad” que se da en diferentes etapas según el sexo del que va a nacer.
En Grecia siempre se consideró al individuo, sea nacido o no, subordinado al bien de la Ciudad. La pequeña extensión de las ciudades obligaba a un severo control de la natalidad para no desestabilizar el equilibrio de sus posibilidades financieras. Ningún derecho, ni siquiera el derecho a la vida, está por encima del interés del Estado. Sin embargo, a contracorriente de las tesis de Platón y Aristóteles pero por motivos semejantes, los estoicos tomaron postura contra el aborto, como un atentado al bien común. No se trataba de defender el carácter personal del embrión, al que por otra parte se le considera como una parte de su madre, sino sobre todo el bien de la Ciudad, pues se considera el aborto como un acto de impiedad contra los dioses.
En Roma, numerosas huellas atestiguan la práctica corriente, pero regulada, del aborto. Plutarco (siglo 1 a.C.), oponiéndose resueltamente al infanticidio, se remite a un relato sobre el fundador de Roma para denunciar la ofensa que se le hace al marido cuando una mujer aborta sin su consentimiento. En este juicio sobre el aborto de lo que se está tratando es de la autoridad del padre (patria potestas) que se ejerce sobre todos los componentes del hogar (mujeres, esclavos, hijos). Esta autoridad se extiende a los recién nacidos y a los fetos. La ley de las doce tablas (hacia el 450 a.C.) autoriza al padre a exponer a las niñas y a los recién nacidos con malformaciones. El mismo código prevé sanciones sociales y políticas para los maridos que ordenan o permiten abortar sin verdadera razón a sus esposas.
Al final de la República (145-130 a.C.), el ambiente político y social está muy debilitado. Divorcios, adulterios y abortos se multiplican hasta la llegada de la época imperial, que supone al principio de una abierta oposición hacia una práctica que está acelerando la disminución de la población y el declive del Estado. Cicerón (106-143), en nombre de la injusticia para con el padre, los derechos de la familia, de la raza humana y del Estado, apela a la pena de muerte para quienes recurran al aborto deliberado. Dos siglos más tarde, los edictos imperiales de Septimio Severo y de Caracalla intentan frenar esta plaga prohibiendo el aborto a las mujeres casadas. Hay que reforzar la familia y los derechos del Estado contra la poderosa autoridad paterna, oponiéndose al celibato, a la contracepción y al infanticidio, favorecido por los progresos de la ginecología.
La condena filosófica del aborto proviene ahora de los estoicos, porque el ser humano debe vivir según la naturaleza y la voluntad divina. En una serie de cinco Discursos sobre el sexo, el matrimonio y la familia, Musonius Rufus, uno de sus representantes, señala los dos fines principales del matrimonio de acuerdo con la naturaleza: crear un lazo de amor entre marido y mujer y transmitir la vida. Es conveniente que se formen familias numerosas y oponerse al infanticidio. Ésta es una ofensa a los dioses y a la naturaleza, pero no al niño, puesto que, para los estoicos, la vida no comienza más que con el nacimiento. El embrión no es por tanto un ser humano, menos aún una persona, sujeto de derechos. Esta idea, como la de toda la Antigüedad pagana en la que la Ciudad es el primer bien que hay que defender, impide reconocer una dignidad intrínseca al niño, incluso después de su nacimiento. Hay que encontrar la expresión y la defensa de esta dignidad en otra tradición que tiene como fuente la Revelación judeocristiana.

b) El mundo judío: una excepción en la práctica generalizada del aborto.
Fuera del castigo que se impone al hombre que, riñendo con otro, en la pelea causara el aborto a una mujer (Ex 21, 22-23), y la prohibición del sacrificio de los niños: “No darás a tus hijos para sacrificarlos a Moloc ni profanarás el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor” (Lev 18, 21), en toda la Escritura no encontramos ninguna condena explícita del aborto ni del infanticidio. Lo que sí aparece es la expresión de un respeto evidente a la vida humana en su comienzo, lo que de hecho excluye el aborto y la exposición de los niños.
Esta misma evidencia atraviesa toda la tradición judía, confirmada en el Talmud, un libro que reúne la opinión de los rabinos a través de los siglos. El Talmud contiene numerosas discusiones a propósito de preservativos y abortos provocados por problemas médicos. Se trata de un conjunto de textos, todos alrededor de la misma idea: los judíos tienen la obligación de llenar la tierra para ser testigos de la presencia divina. La vida humana es santa por estar creada por Dios. El hombre debe, por tanto, respetarla bajo todas sus formas y en todas sus etapas. La común aceptación de estos principios generales no impide que en su comentario y traducción de la Sagrada Escritura se formaran dos grandes corrientes al tratarse del feto y de su muerte: la palestinense y la alejandrina.
La discusión se centra sobre todo en el comentario de Ex 21, 22-23, en el que se habla de una mujer que pierde su feto accidentalmente al verse envuelta en una pelea entre dos hombres. Según la traducción de los Sesenta, influenciada por la cultura griega, se distinguen dos situaciones según el desarrollo del embrión: si el aborto se produce cuando todavía el embrión no tiene forma (ekeikomismenon), el atentado contra la naturaleza no será castigado sino con una pena pecuniaria: el hombre culpable deberá pagar una multa (v.22). Por el contrario, si el feto está ya formado, se le aplicará al culpable la ley del talión – “ojo por ojo, diente por diente” […] vida por vida” –, porque es un ser humano al que se ha asesinado: el culpable deberá ser castigado con la muerte (v.23).
En esa distinción encontramos la persistente huella de las teorías embriológicas de Aristóteles. Numerosos Padres de la Iglesia harán suyas estas teorías, manteniendo la tesis de que el embrión en un primer momento no es un ser humano, sino solamente el término de un cierto grado de desarrollo. El perjuicio afecta, por tanto, al que sufre el feto y no directamente a la mujer. Al judaísmo de Alejandría no le interesa en absoluto, a diferencia de cómo ocurre en el Derecho romano, los derechos del padre, pero sí los del hijo. La reflexión se orienta precisamente a la dimensión moral de un acto que se opone radicalmente a la ley divina de no matar. Se establece una relación entre aborto y su calificación de crimen, algo que ocupará un lugar central en la futura postura cristiana. Se trata de la inmoralidad del acto que consiste en matar a un niño todavía no nacido, y no de las cuestiones legales o técnicas sobre el feto.
Otros documentos como los escritos de Flavio Josefa, un historiador judío contemporáneo de Cristo, la Mishnad (conjunto de textos recopilados en el siglo II d.C.), el Talmud (siglo V), atestiguan las diferentes tradiciones teológicas que se habían reunido en el seno de las escuelas palestinenses al abordar la cuestión del aborto. Estos textos se preguntan sobre el feto, su estatuto religioso y legal, las situaciones accidentales o deliberadas en las que acaba con el feto. Hay que distinguir en el debate dos opiniones, igual que en el mundo pagano, sobre la delicada cuestión del momento de la animación del embrión, pero aquí partiendo de la Escritura, y más concretamente de los dos primeros capítulos del Génesis. ¿En qué momento el embrión recibe el alma humana? ¿En el momento de su concepción, durante su desarrollo o cuando nace? La mayoría de los rabinos piensan que la animación del embrión, sea varón o hembra, ocurre a los cuarenta días de la formación del feto. El problema se extiende a otras cuestiones teológicas como son su inmortalidad, o incluso la impureza de la mujer en un aborto involuntario. En este caso la preocupación es exclusivamente cultual: para que se juzgue el nacimiento como válido, y por tanto seguido de purificación, el feto debe estar lo suficientemente formado.
Una corriente mayoritaria se apoya en la traducción hebrea del Éxodo (21, 22-23), que difiere claramente de la de los Sesenta: “Si dos hombres al reñir caen sobre una mujer encinta y ésta sufre un aborto pero sin más daños, el culpable pagará la indemnización impuesta por el dueño de la mujer […] Pero si hay otro daño tú pagarás vida por vida”. La opinión de Flavio Josefa es que el daño del que aquí se habla no es el del feto, sino el de la mujer, su marido y la sociedad. El feto no es una persona distinta de la madre, sino una parte de su cuerpo. Por eso se permiten algunos abortos o incluso se les considera obligatorios cuando al vida de la madre corre peligro, a no ser que esté ya fuera del seno materno la mitad del cuerpo o la cabeza (Oholoth 7,6). Desde el momento en que el feto no tiene existencia legal como ser vivo independiente, carece de derechos: “Un niño de un día hereda y transmite […] pero no un embrión”, dice el Talmud de Babilonia (Hullin 58ª).
Por el contrario, a contracorriente de la cultura helenistica de la que los judíos de Palestina son conscientes que se separan en este punto, al condena del aborto es absolutamente clara al prohibir la interrupción deliberada del embarazo sin motivos graves: “La ley ordena criar a todo niño y prohíbe abortar a las mujeres […]; a una mujer que aborta se le considera como infanticida, porque destruye un alma y no acrecienta el pueblo”, afirma Flavio Josefa. Los dos argumentos, como antes se dijo, son el reconocimiento de la obra del Creador en el embrión, es decir, la actividad de la presencia divina, y la propagación numérica del pueblo judío que no puede ser amputada de ninguno de sus futuros miembros. Se trata de una reprobación moral que no por eso otorga estatuto jurídico alguno al embrión.
Una escuela minoritaria, siempre en Palestina, pero más próxima a la postura alejandrina, encara la cuestión de manera diferente. Incluso admitiendo el aborto por razones terapéuticas, según ella, el feto es legalmente una persona a la que es necesario reconocer derechos jurídicos. El que todavía no ha nacido posee una vida espiritual, la razón y la facultad de alabar a Dios. Un feto que muere en el seno de su madre es una persona muerta, de manera que vuelve impura a su madre como también la casa en la que fue concebido y en la que ha muerto (Yebamoth 7,4). Así interpretan el versículo del Génesis 9,6: “Otro hombre derramará la sangre [que está en el interior del hombre] de quien derrama sangre humana”. Por la expresión “en el interior del hombre” hay que entender al feto en el seno de su madre, concebido como una persona. Quien mate al feto, si no es judío, debe sufrir la pena de muerte.
Los judíos no se plantearon realmente el problema del aborto más que cuando entraron en contacto más estrecho con el mundo pagano. La Biblia no plantea, por decirlo así, la cuestión. Esta práctica, tanto la tradición alejandrina como la palestinense, la consideran abominable, pues va contra el respeto debido a la vida que Dios da. La opinión sobre el estatuto legal del feto no es, sin embargo, uniforme, pues depende de los ambientes culturales con los que las escuelas conviven. Unas se fijan en el daño que sufre el feto en función de su grado de desarrollo, las otras se interesan por el perjuicio a la madre y a la sociedad. La discusión versa sobre el aborto accidental o terapéutico, pero no sobre la posibilidad de un aborto deliberado, a no ser en caso de peligro para la madre. Siempre establecen la distinción entre aborto accidental y aborto terapéutico. Aun con esta diversidad de percepción, en el judaísmo se tiende a la severidad del castigo en el aborto accidental. El gran respeto de los judíos por la vida del niño, signo de la bendición de Dios, incluso del no nacido, es una herencia que la teología de los primeros siglos cristianos va a asumir ampliamente.

c) El testimonio del cristianismo primitivo: los Padres apostólicos.

Igual que ocurre en el Antiguo Testamento, los Evangelios o las Cartas tampoco abordan directamente la cuestión moral del aborto, o, en términos más técnicos, del estatuto del embrión humano. La actitud de acogida al niño no es sin embargo ajena a la enseñanza de Cristo. Disposiciones del corazón, como las de los niños, se proponen a los discípulos como el camino ejemplar para entrar en el reino de los cielos (Mt 19,14). En la herencia bíblica y filosófica se encuentran los fermentos del debate patrístico, los argumentos de los que se va a alimentar la importante reflexión teológica sobre el origen del alma, el momento de la animación, o incluso la transmisión del pecado original.
Del examen de los textos bíblicos se deducen algunas ideas sustanciosas. En primer lugar, un elemento de antropología sobre el que los Padres de la Iglesia fundamentan su concepción del hombre: el ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,26-27). El segundo relato de la creación nos dice, de forma metafórica, el modo como el Señor, tras haber formado el cuerpo del hombre, introduce en él un soplo de vida: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2,7). Numerosos pasajes de los libros proféticos insisten, en segundo lugar, en lo temprano de la llamada de Dios a los hombres que él ha escogido: “Desde el seno de su madre” (Is 44,2; Jer 1,5). Cuando aún no son más que unos embriones; Dios los ha elegido profetas suyos, lo que significa que son seres habitados, aun antes de su nacimiento, por un alma espiritual propiamente humana. los Libros de la Sabiduría son testimonio de un Dios creador, que forma los cuerpos humanos como el artista su obra: “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre […] Tus ojos veían mi embrión” (Sal 138, 13), de un Dios que crea las almas y las infunde en el hombre (2 Mac 7, 22-23; Sab 15-11). Según esta perspectiva, claramente heredada de esta literatura profética y sapiencial, nos encontramos en el evangelista Lucas la manifestación precoz de Juan bautista. Por eso el Precursor reacciona, desde el seno materno, ante la presencia del Salvador en la visita que la Virgen María, encinta de Jesús, hace a su prima Isabel: “Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno” (Lc 1, 44).
Estos elementos de la Escritura preceden y encuadran la reflexión de los Padres de la Iglesia y el rechazo del aborto en las comunidades cristianas primitivas, enfrentadas a las prácticas del mundo pagano. La condena de la exposición de los recién nacidos arrojados a las fieras salvajes o el aborto, aparece manifestada claramente en los primeros grandes textos de la literatura cristiana. Los Padres apostólicos, es decir, la primera generación de obispos y teólogos que habían escuchado directamente la predicación de los apóstoles, toman posición en el nivel ético frente a usos que juzgan, con toda evidencia, contrarios al deber cristiano del respeto a la vida, especialmente en su forma más vulnerable, en sus comienzos.
La Didajé o Doctrina de los doce apóstoles es un texto fundamental para conocer los primeros tiempos de la vida de la Iglesia. Esta obra de doctrinas morales y de prescripciones eclesiales data del siglo I. De forma un tanto incoherente, organiza la vida litúrgica y disciplinar de la Iglesia naciente. La doctrina de las “dos vías”, que obliga a escoger entre la vía de la vida y la de la muerte (Dt 30, 15-20), sustenta la reflexión moral por la que se condena el aborto bajo dos aspectos: “No matarás con veneno; no matarás de ninguna manera a los niños abortando, o después de su nacimiento” (Didaje 2,2). Se rechaza así directamente la doble práctica pagana del aborto y de la exposición de los recién nacidos por el siguiente motivo: “Ignoran la obra del Creador; asesinos de niños hacen abortar la obra de Dios, rechazando el indigente y acabando con el oprimido” (Didajé 5, 2). Los asesinos de niños, al destruir la obra de Dios, caminan por tanto por la vía de la muerte. Olvidan su condición de criaturas y se convierten en dueños de la vida y de la muerte de otros. En esto radica el mal del que habla la Didajé: el aborto es la manifestación de la sublevación del hombre contra el reinado de Dios sobre su creación. El Dios que da la vida es el único que puede quitarla.
La misma enseñanza, con parecida formulación, recoge la Carta de Bernabé de principios del siglo II: “No harás morir al niño en el seno de su madre; no le harás morir al nacer” (19,5). El texto va dirigido a todos los que participan en un aborto: los miembros de la familia, los médicos y las comadronas, a todos “los que no reconociendo a su Creador matan a los niños; por el aborto hacen perecer a las criaturas de Dios” (20,2). Los mismo afirman otros Padres apostólicos, como San Ignacio de Antioquia cuando, camino de su martirio, alienta a las comunidades que ha dejado, o el autor de la Carta a Diogneto, al exhortar con toda energía a los cristianos a no conformarse con las costumbres paganas, a no abandonar a los niños, a respetar incondicionalmente la vida que Dios da y el orden de la creación. Aún no se plantea la cuestión del estatuto y el provenir de los embriones abortados.

d) Los padres apologistas (siglos II y III)

En cuanto las primeras comunidades cristianas toman claramente postura contra la inmoralidad de algunas costumbres paganas, se ven obligadas a defenderse de las graves críticas que se les dirigen. Los Padres apologistas tienen así que responder a las acusaciones de canibalismo, incesto y ateísmo de las que las autoridades romanas les acusan. Fundándose en el respeto debido a la vida del feto, Atenágoras refuta, hacia el año 177, el rumor que nace de la incomprensión de la eucaristía y según el cual los cristianos practicarían el asesinato ritual y el canibalismo. ¿Si se excluye totalmente el aborto de un embrión en gestación, cómo iba a ser moral matar a un niño ya nacido? “Para nosotros – dice el apologista griego - , quienes recurren a medios abortivos cometen un asesinato del que tendrán que responder ante Dios. ¿Cómo entonces íbamos a cometer nosotros mismos estos crímenes? No puede considerarse a la vez al feto como un ser vivo del que Dios cuida y matarlo una vez que ha visto la luz del día”. Tres elementos fundamentan la postura cristiana frente al niño que va a nacer: la consideración del aborto como un asesinato, el culpable o el cómplice tendrá que rendir cuentas a Dios, el feto es un ser vivo del que Dios se cuida.
La defensa del cristianismo encuentra en Tertuliano (hacia el 160 – 225) una primera figura, el teólogo latino más destacado antes de San Agustín. En su tratado de apologética, Tertuliano se centra en al defensa de las prácticas cristianas cultuales y morales. Él pone las bases fundamentales de la reflexión filosófica y teológica fundamental sobre el estatuto y la naturaleza del embrión humano. Tertuliano considera al feto como un ser humano total, una persona en desarrollo, y no simplemente como una parte de su madre aunque depende a de ella para vivir y crecer. El fundamento de la postura cristiana que prohíbe el aborto, incluso el terapéutico, proviene directamente del mandamiento divino que ordena no matar, respetar toda vida humana: “No matarás” (Éx 20, 13).
Frente a la postura estóica para la que la vida comienza con el nacimiento, Tertuliano afirma que impedir el nacimiento de un niño no es otra cosa que un asesinato “más rápido”. En este mismo tratado De anima, de manera conmovedora, el teólogo recurre no a los filósofos o a la ley romana para definir el embrión, sino al testimonio de las madres:

“En esta materia, dice, el mejor enseñante, juez testigo es el sexo al que afecta directamente el nacimiento. Recurro a ti, madre que estás encinta o que ya has tenido hijos; ¡que se callen las mujeres estériles y los hombres!; queremos conocer la verdad de la naturaleza de la mujer; examinamos la realidad de tales dolores. Dinos, ¿es que no sientes ningún movimiento de vida en el feto? ¿Es que no tiemblan tus entrañas, es que no se mueve tu costado, tu vientre no palpita cuando la masa que tú llevas cambia de postura? ¿Es que estos movimientos no son una fuente de alegría y de seguridad de que l niño en tu interior está vivo y goza de buena salud? ¿Y si disminuye su actividad, no te llenas inmediatamente de inquietud?”

Junto a este reconocimiento práctico y muy concreto de la humanidad del feto, Tertuliano se interesa por cuestiones más especulativas respecto a la animación del embrión, particularmente en cuanto al origen del alma y al modo de cómo ésta “se apodera” del embrión. Elabora para ello la tesis, no aceptada por la Iglesia, del “traduccionismo corporalista”. Según Tertuliano, el alma humana es un cuerpo que transmiten los vectores sexuales. Está, por tanto, presente en el embrión desde su concepción. El trasfondo teológico del que depende esta tesis no aceptada está dirigido a alejar a Dios de toda responsabilidad en la transmisión del pecado original, que pasaría, por consiguiente, de generación en generación, a través del engendramiento de los cuerpos animados. Dios no intervendría en la creación del alma, que pasa así a ser un principio material fuera del obrar divino. Ese principio se transmite, lo mismo que el cuerpo, en el acto de la procreación. La animación inmediata del embrión hace de él, sin embargo, un ser humano absolutamente digno de todo respeto.
La condena del aborto se refuerza con la amenaza de un castigo divino para quienes hayan destruido al hijo en su seno. Algunos escritos apócrifos, textos tardíos atribuidos a los apóstoles y no incluidos en el canon de las Escrituras, estigmatizan a estas mujeres que “serán engullidas hasta el cuello y condenadas a un terrible castigo. Son las que abortan y destruyen la obra que el Señor había formado. Frente a ellas, habrá un lugar donde se sentarán sus hijos, a los que impidieron vivir”. La supuesta atribución a autores apostólicos añade influencia a estas cartas. El castigo del que se habla es el de la condenación eterna.

e) La elaboración de la disciplina cristiana respecto al aborto.
A mediados del siglo III, tanto en las Iglesias de Occidente como en las de Oriente, se califica, con toda claridad, el infanticidio y el aborto como formas de homicidio. No desentona Clemente de Alejandría (hacia el 150-215) cuando afirma en “El pedagogo” que “las mujeres que recurren al aborto matan en ellas no solamente al embrión sino también todo sentimiento humano” (II, 96). La práctica del aborto no parece que, bajo la influencia del mundo pagano, esté ausente de las comunidades cristianas, puesto que las homilías de Orígenes, de Hipólito Romano o de Cipriano de Cartago ponen en guardia seriamente contra aquellos “falsos cristianos” que recurren al aborto. Se plantea la cuestión disciplinaria para quienes han cometido este crimen o han colaborado en él. Los teólogos más importantes alzan su voz reclamando penas severísimas, porque además es necesario alertar a la comunidad cristiana y preservarla de las costumbres paganas que puedan contaminarla.
En el primer Concilio de Elvira, en España (hacia 306) se condena, pro primera vez de forma oficial den la Iglesia, a los cristianos que recurren al aborto. En él se prescriben las penas para castigar los pecados más graves que van desde unos años de penitencia a la exclusión definitiva de la comunión eclesial. El canon 63 decreta: “Si una mujer está encinta y, tras haber cometido adulterio en el ausencia de su marido, intenta destruir al niño, es conveniente apartarla de la comunión hasta su muerte, porque ha cometido un doble crimen”. Esta pena, de enorme gravedad, castiga el adulterio y el infanticidio. El castigo afecta sólo a la mujer y no a quienes eventualmente han ordenado o colaborado en el acto. En el 314, el Concilio de Ancira, reunido en Asia Menor, sin cambiar para nada la gravedad del juicio moral sobre el aborto, ablanda la sanción penal y la reemplaza por diez años de penitencia (canon 21), pero extiende la pena también a las mujeres que solamente lo hayan intentado. Dos aspectos están ausentes de la reflexión conciliar: la Iglesia no distingue entre feto formado o no formado; y no hace responsables a quienes eventualmente obligan a la mujer a abortar o a quienes participan en la ejecución del acto.
Algunos teólogos, como el capadocio San Basilio de Cesarea (hacia el 330-380), acompañan la sanción canónica con una argumentación moral cuyo centro es el valor sagrado de toda vida humana. El aborto es un crimen además de un pecado; quienes colaboran se convierten en cómplices. A pesar de eso, la gracia de Dios puede suscitar en el corazón del pecador un arrepentimiento sincero que le abra al perdón. Por eso no debe considerarse el aborto como un pecado imperdonable. En Occidente, San Ambrosio de Milán, en su catequesis sobre la creación, condena a “las mujeres de toda especie” que no alimentan a sus propios hijos o los abandonan. Estigmatiza a las ricas que practican el aborto “para no dividir su herencia entre muchos, [y así] rechazan la progenitura presente ya en el seno materno. Al utilizar pócimas criminales, expulsan el fruto de sus entrañas […] De esta forma se les quita la vida incluso antes de habérsela dado” San Ambrosio de Milán. San Jerónimo (342-420) reitera el rechazo moral de las prácticas abortivas a las que, con frecuencia, se añaden otros pecados como el adulterio y el “suicidio” cuando la madre muere (cf. Carta 22, 13). Reintroduce también la distinción entre feto formado y no formado, y concede solamente el estatuto de persona al embrión en un cierto estadio de desarrollo.
Entre los Padres de la Iglesia será la postura de San Agustín en su reflexión moral sobre el aborto la que perdurará por más tiempo en Occidente. Esta postura hay que inscribirla en el polémico contexto de los grandes debates sobre el origen de la vida, la transmisión del pecado original y la resurrección de los muertos. El obispo de Hipona se pregunta: ¿Prexiste el alma? ¿Proviene de los padres lo mismo que el cuerpo, y por tanto, cargada con el pecado original? ¿Está creada y la infunde Dios en el momento de la concepción, o se infunde en un instante concreto del desarrollo fetal? ¿Qué ocurre con los embriones humanos abortados? ¿Participan de la resurrección de los muertos, dogma proclamado en Nicea? A estas cuestiones, múltiples y complejas, Agustín da diferentes respuestas, pero el teólogo sigue manteniendo la antigua distinción entre feto formado y no formado y las consecuencias morales que de ello se deducen. La destrucción del feto formado es un asesinato, mientras que la del feto no formado, aunque inmoral y merecedora de castigo, no lo es. La utilización de drogas anticonceptivas y esterilizantes le merecen la misma condena que la de las sustancias abortivas:

“A veces la lúbrica crueldad, […] recurre a medios extravagantes como la bebida de pócimas para garantizar la esterilidad; o más todavía, si esto falla, se recurre a otros métodos antes del nacimiento para destruir el fruto de la concepción de tal manera que se condena al germen a morir antes de recibir la vida; y si la vida está avanzada en el interior del útero, se la destruye antes de que nazca”.

Contracepción, esterilización y aborto tienen en común el oponerse a los fines de la sexualidad y del matrimonio.
Más allá de distinciones biológicas y de hipótesis teológicas, la convicción profunda de Agustín, como la de los Padres de la Iglesia, es que toda vida humana es “obra propia de Dios” y que a él retorna tras la muerte. Al hablar de la creación de cada hombre, “a imagen y semejanza de Dios”, los Padres ponen los fundamentos de una antropología cuyo centro es la afirmación de una igualdad ontológica entre todos los seres humanos. Dado que la inteligencia es incapaz de descubrir en qué momento preciso el feto recibe el alma humana, San Agustín vuelve a centrar su atención en el problema moral, e insiste, sobre todo, en el valor de toda la vida, actual o potencial, y orienta su reflexión, fundamentalmente, hacia una teología de los fines últimos que apunta directamente al dogma de la resurrección de los cuerpos.