7.2. La Iglesia y el aborto en las épocas medieval y moderna
El estudio de la Edad Media cristiana debe mucho a estas obras de carácter jurídico y disciplinar que son los Penitenciales. A través de ellos es posible seguir la evolución de la perspectiva cristiana sobre el aborto hasta la renovación teológica del siglo XIII.
a) La calificación del aborto y la penitencia medieval
La pena pública de diez años de excomunión que decretó el Concilio de Ancira contra las personas que abortasen, se admitió de manera general en las Iglesias situadas alrededor del Mediterráneo. El período de exclusión se acompañaba de un proceso gradual de reconciliación que había de terminar, etapa tras etapa, en la admisión del penitente a la mesa de la eucaristía. Aunque el pecador arrepentido pudiera esperar su reintegración eclesial, no por eso las penas dejaban de ser extremadamente severas en casos como el del aborto. Estas penas comprendían la prohibición de acceder a cargos públicos, pertenecer al estado clerical o incluso casarse. Faltar a una de estas restricciones equivalía a volver a caer en el pecado.
En la Europa septentrional en
vías de cristianización, se imponía otra tradición, la de la penitencia
privada. Crecida alrededor de los monasterios, buscaba unos principios
que animaran la espiritualidad y la disciplina de los monjes, como el
examen de conciencia o la confesión al abad. Más que la exclusión
pública de la eucaristía, la penitencia privada prefería, por un tiempo
determinado, el ayuno y la abstinencia. Era una penitencia tarifada – a
cada pecado correspondía una penitencia determinada – y reiterada, lo
que abría el acceso a la penitencia sacramental y a la eucaristía, tan
frecuente como necesaria. Se tienen en cuenta las circunstancias que
rodean el pecado, el interior del pecador, su capacidad para cumplir la
penitencia que se le ha impuesto, cuyo cumplimiento es anterior a la
absolución.
El penitencial conocido como Canones hibernenses (hacia el 675) se inspira en un sínodo irlandés y trata del aborto en los cánones del 6 al 8. Se impone una pena de tres años y medio de ayuno a pan y agua por la destrucción de una semilla de vida en el útero materno - ¿un feto no formado? -, y siete años y medio si lo que se destruye es ya un cuerpo y un alma. A las sanciones canónicas se le pueden añadir penas civiles (fuertes multas), que tienen en cuenta el grado de desarrollo del feto (“líquido”, corporal o animado) y por tanto del momento en el que se presume la animación. Lo que se deduce de estos documentos es la vaguedad de los conocimientos biológicos de sus autores, pero también una interpretación psicológica más afinada de la responsabilidad de la mujer, a la que se considera agente y víctima del aborto.
En el Penitencial de Finnian, que utilizó San Columbano, s etrata del pecado del aborto bajo el título de “maleficio” como un pecado que comete otro – no la embarazada -, y en el que se mezclan elementos de brujería. El caso concreto del que se habla es el de una mujer que provoca, mediante “maleficios” la muerte del feto de otra mujer. Algunos penitenciales, como el de Canterbury (668-690), influenciados por la tradición oriental, clasifican el aborto entre los pecados cometidos por los esposos. Se establece también una distinción muy clara entre el aborto provocado antes o después de los cuarentas días de la concepción. La animación del feto, que se pensaba era a los cuarenta días, cambia radicalmente la calificación del acto y la gravedad de las penas prescritas. Algunas circunstancias, como la situación social y económica de la mujer, son elementos que se tienen en cuenta a la hora de imponer la penitencia.
Los Penitenciales, inspirados en los anteriores modelos irlandeses o ingleses, se extienden por el continente a partir del siglo VII. Por lo general no conservan la distinción entre feto animado o inanimado y prescriben una penitencia de tres años y medio.
Esta penitencia entra en conflicto con la penitencia canónica, muy debilitada ya con la caída del Imperio romano de Occidente, pero que había vuelto a introducirse con la reforma carolingia a través de las “Colecciones” de los juristas. Se llega a un compromiso que afecta también a la práctica del aborto con la distinción entre la penitencia pública para los recados públicos y la penitencia privada para los pecados privados. El Libri synodales (hacia el 906) estipula en el Libro II, canon 89, que cualquiera que, por lujuria o de manera premeditada, impidiera a un hombre o a una mujer concebir un niño, deberá ser considerado como asesino. La importancia del texto, que da la sensación de referirse preferentemente a la esterilización, se extenderá al aborto, considerándolo clarísimamente como un homicidio, sin tener en cuenta el momento de la animación.
El retorno a las fuentes patrísticas y conciliares que acompaña la reforma gregoriana del siglo XI, intenta purificar las colecciones canónicas medievales de todas las interpolaciones que se han ido deslizando en ellas a través de los siglos. Yves de Chartres sostiene la opinión de que el aborto no constituye un homicidio hasta la “infusión” del alma humana en el cuerpo. Algunos canonistas, como Graciano y luego el papa Inocencio III (1160-1216), reservan la culpa de homicidio al aborto tardío. Hasta finales del siglo XII la controversia más fuerte versa sobre la calificación del aborto. La confusión no queda disipada con las diferentes distinciones que se proponen: homicidio intencional, actual, accidental, deliberado. Aunque siempre se considera el aborto como un pecado grave, el verdadero problema es el de saber si se trata formalmente de un homicidio.
b) La discusión teológica sobre la animación del embrión.
Al llegar la teología escolástica surge de nuevo la pregunta ¿en qué momento se infunde el alma en el embrión? En términos técnicos se trata de saber en qué momento del tiempo que transcurre entre la concepción y el nacimiento se crea el alma y se une al cuerpo. La palabra “alma” como noción filosófica, equivale al principio de vida que da el ser a al materia, es decir, lo que le permite existir como viviente y, cuando se trata de un ser humano, lo que hace capaz de alimentarse, crecer, sentir o conocer. Dos tesis se enfrentan en el tema de la animación. La primera se inclina por la unión inmediata del principio material (el cuerpo) y el principio espiritual (el alma) en el mismo momento de la concepción. La contraria, la tesis de la animación mediata, plantea que es necesario un plazo entre el momento en el que se forma el proceso vital y el instante en que el cuerpo se convierte en apto para recibir el alma intelectiva, es decir, el alma propiamente humana.
La idea de un retraso en la animación – el alma racional no se introduce en el embrión humano sino tras un cierto grado de desarrollo de éste – la retomó Pedro Lombardo, que en el Libro de las sentencias, comentado por todos los grandes autores del siglo siguiente, afirma sin ningún equívoco la doctrina de la creación del alma por Dios. La discusión de los maestros escolásticos recibe una notable renovación con el descubrimiento de las obras filosóficas y científicas de Aristóteles por parte de San Alberto Magno. San Buenaventura se adhiere también a la tesis mayoritaria según la cual el embrión va adquiriendo cada vez una forma más perfecta hasta estar lo suficientemente estructurado como para recibir el alma racional.
El ejemplo de Santo Tomás de Aquino (1224-1274), la autoridad sin dudad más citada cuando se trata de apoyar la tesis de la animación mediata, resulta interesante a la hora de situar la delicada articulación en los planos ontológicos y morales. En el nivel filosófico, Santo Tomás mantiene el principio de la unicidad de la forma (una sola alma) y adopta el esquema aristotélico de una sucesión de almas cuya forma superior contienen las virtudes de las formas inferiores:
“El alma vegetativa, sensitiva y racional, no forman en el hombre más que una misma y sola alma […] Se distinguen las unas de las otras por los crecientes grados de perfección […] El alma racional contiene en su perfección toda la realidad del alma sensitiva de los animales y del alma vegetativa de las plantas […] El embrión no tiene al principio más que un alma sensitiva; esta desaparece y le sucede un alma más perfecta que es ala vez sensitiva y racional”.
¿Basta esta tesis de la sucesión de las almas para legitimar el aborto? ¿La postura de la animación mediata no sitúa a quienes la defienden en oposición con la tradición unánime de la Iglesia, al no conceder el mismo estatuto ético al embrión en sus diferentes etapas de desarrollo?
Santo Tomás responde negativamente. Las prácticas abortivas, tanto antes como después de los cuarenta días, momento en el que se supone que ocurre la animación, son inmorales. En primer lugar, porque se trata de un ser humano plenamente constituido. Luego, porque es un acto contra natura, en la medida en que se destruye el dinamismo en el proceso del embrión y se opone al principio de finalidad inscrito en el resultado de la concepción. Si el embrión antes de su animación no es todavía realmente un ser humano, tiene la tendencia a recibir un alma racional.
En el corazón del proceso de la generación está presente la acción de Dios que da al embrión su alma espiritual. Merece, por tanto, un respeto absoluto en todas las etapas de su desarrollo, incluso cuando el producto de la concepción no es aún plenamente humano. Antes de la animación está ya presente la solicitud divina sobre el embrión aunque directamente no esté tocado por la gracia. ¿Debilita esta última postura, que está de acuerdo con la disciplina de la Iglesia, la posición ética de respeto incondicional a toda la vida humana desde su concepción? Nosotros pensamos que no, pues esta preparación del alma espiritual obliga a tratar al embrión por lo que realmente es: un individuo humano que desde sí mismo, en virtud de su desarrollo, está clamando por la intervención de Dios.
El penitencial conocido como Canones hibernenses (hacia el 675) se inspira en un sínodo irlandés y trata del aborto en los cánones del 6 al 8. Se impone una pena de tres años y medio de ayuno a pan y agua por la destrucción de una semilla de vida en el útero materno - ¿un feto no formado? -, y siete años y medio si lo que se destruye es ya un cuerpo y un alma. A las sanciones canónicas se le pueden añadir penas civiles (fuertes multas), que tienen en cuenta el grado de desarrollo del feto (“líquido”, corporal o animado) y por tanto del momento en el que se presume la animación. Lo que se deduce de estos documentos es la vaguedad de los conocimientos biológicos de sus autores, pero también una interpretación psicológica más afinada de la responsabilidad de la mujer, a la que se considera agente y víctima del aborto.
En el Penitencial de Finnian, que utilizó San Columbano, s etrata del pecado del aborto bajo el título de “maleficio” como un pecado que comete otro – no la embarazada -, y en el que se mezclan elementos de brujería. El caso concreto del que se habla es el de una mujer que provoca, mediante “maleficios” la muerte del feto de otra mujer. Algunos penitenciales, como el de Canterbury (668-690), influenciados por la tradición oriental, clasifican el aborto entre los pecados cometidos por los esposos. Se establece también una distinción muy clara entre el aborto provocado antes o después de los cuarentas días de la concepción. La animación del feto, que se pensaba era a los cuarenta días, cambia radicalmente la calificación del acto y la gravedad de las penas prescritas. Algunas circunstancias, como la situación social y económica de la mujer, son elementos que se tienen en cuenta a la hora de imponer la penitencia.
Los Penitenciales, inspirados en los anteriores modelos irlandeses o ingleses, se extienden por el continente a partir del siglo VII. Por lo general no conservan la distinción entre feto animado o inanimado y prescriben una penitencia de tres años y medio.
Esta penitencia entra en conflicto con la penitencia canónica, muy debilitada ya con la caída del Imperio romano de Occidente, pero que había vuelto a introducirse con la reforma carolingia a través de las “Colecciones” de los juristas. Se llega a un compromiso que afecta también a la práctica del aborto con la distinción entre la penitencia pública para los recados públicos y la penitencia privada para los pecados privados. El Libri synodales (hacia el 906) estipula en el Libro II, canon 89, que cualquiera que, por lujuria o de manera premeditada, impidiera a un hombre o a una mujer concebir un niño, deberá ser considerado como asesino. La importancia del texto, que da la sensación de referirse preferentemente a la esterilización, se extenderá al aborto, considerándolo clarísimamente como un homicidio, sin tener en cuenta el momento de la animación.
El retorno a las fuentes patrísticas y conciliares que acompaña la reforma gregoriana del siglo XI, intenta purificar las colecciones canónicas medievales de todas las interpolaciones que se han ido deslizando en ellas a través de los siglos. Yves de Chartres sostiene la opinión de que el aborto no constituye un homicidio hasta la “infusión” del alma humana en el cuerpo. Algunos canonistas, como Graciano y luego el papa Inocencio III (1160-1216), reservan la culpa de homicidio al aborto tardío. Hasta finales del siglo XII la controversia más fuerte versa sobre la calificación del aborto. La confusión no queda disipada con las diferentes distinciones que se proponen: homicidio intencional, actual, accidental, deliberado. Aunque siempre se considera el aborto como un pecado grave, el verdadero problema es el de saber si se trata formalmente de un homicidio.
b) La discusión teológica sobre la animación del embrión.
Al llegar la teología escolástica surge de nuevo la pregunta ¿en qué momento se infunde el alma en el embrión? En términos técnicos se trata de saber en qué momento del tiempo que transcurre entre la concepción y el nacimiento se crea el alma y se une al cuerpo. La palabra “alma” como noción filosófica, equivale al principio de vida que da el ser a al materia, es decir, lo que le permite existir como viviente y, cuando se trata de un ser humano, lo que hace capaz de alimentarse, crecer, sentir o conocer. Dos tesis se enfrentan en el tema de la animación. La primera se inclina por la unión inmediata del principio material (el cuerpo) y el principio espiritual (el alma) en el mismo momento de la concepción. La contraria, la tesis de la animación mediata, plantea que es necesario un plazo entre el momento en el que se forma el proceso vital y el instante en que el cuerpo se convierte en apto para recibir el alma intelectiva, es decir, el alma propiamente humana.
La idea de un retraso en la animación – el alma racional no se introduce en el embrión humano sino tras un cierto grado de desarrollo de éste – la retomó Pedro Lombardo, que en el Libro de las sentencias, comentado por todos los grandes autores del siglo siguiente, afirma sin ningún equívoco la doctrina de la creación del alma por Dios. La discusión de los maestros escolásticos recibe una notable renovación con el descubrimiento de las obras filosóficas y científicas de Aristóteles por parte de San Alberto Magno. San Buenaventura se adhiere también a la tesis mayoritaria según la cual el embrión va adquiriendo cada vez una forma más perfecta hasta estar lo suficientemente estructurado como para recibir el alma racional.
El ejemplo de Santo Tomás de Aquino (1224-1274), la autoridad sin dudad más citada cuando se trata de apoyar la tesis de la animación mediata, resulta interesante a la hora de situar la delicada articulación en los planos ontológicos y morales. En el nivel filosófico, Santo Tomás mantiene el principio de la unicidad de la forma (una sola alma) y adopta el esquema aristotélico de una sucesión de almas cuya forma superior contienen las virtudes de las formas inferiores:
“El alma vegetativa, sensitiva y racional, no forman en el hombre más que una misma y sola alma […] Se distinguen las unas de las otras por los crecientes grados de perfección […] El alma racional contiene en su perfección toda la realidad del alma sensitiva de los animales y del alma vegetativa de las plantas […] El embrión no tiene al principio más que un alma sensitiva; esta desaparece y le sucede un alma más perfecta que es ala vez sensitiva y racional”.
¿Basta esta tesis de la sucesión de las almas para legitimar el aborto? ¿La postura de la animación mediata no sitúa a quienes la defienden en oposición con la tradición unánime de la Iglesia, al no conceder el mismo estatuto ético al embrión en sus diferentes etapas de desarrollo?
Santo Tomás responde negativamente. Las prácticas abortivas, tanto antes como después de los cuarenta días, momento en el que se supone que ocurre la animación, son inmorales. En primer lugar, porque se trata de un ser humano plenamente constituido. Luego, porque es un acto contra natura, en la medida en que se destruye el dinamismo en el proceso del embrión y se opone al principio de finalidad inscrito en el resultado de la concepción. Si el embrión antes de su animación no es todavía realmente un ser humano, tiene la tendencia a recibir un alma racional.
En el corazón del proceso de la generación está presente la acción de Dios que da al embrión su alma espiritual. Merece, por tanto, un respeto absoluto en todas las etapas de su desarrollo, incluso cuando el producto de la concepción no es aún plenamente humano. Antes de la animación está ya presente la solicitud divina sobre el embrión aunque directamente no esté tocado por la gracia. ¿Debilita esta última postura, que está de acuerdo con la disciplina de la Iglesia, la posición ética de respeto incondicional a toda la vida humana desde su concepción? Nosotros pensamos que no, pues esta preparación del alma espiritual obliga a tratar al embrión por lo que realmente es: un individuo humano que desde sí mismo, en virtud de su desarrollo, está clamando por la intervención de Dios.
c) El aborto ante la conciencia cristiana (del siglo XV al XVIII)
La indudable aportación del pensamiento medieval es el haber sabido integrar en una síntesis unificadora los diferentes niveles de racionalidad – científico, filosófico y teológico – que entran en juego en el debate teológico del aborto. En el Renacimiento, el redescubrimiento del Derecho romano y el legalismo predominante en la moral condujeron a la Iglesia a recordar sus medidas disciplinarias por encima de las consideraciones sobre el momento de la animación. Uno de los debates más virulentos fue el de la moralidad del aborto terapéutico cuando corría peligro al vida de la madre por causa del hijo que llevaba dentro, y en el que un tratamiento, necesario para salvar la vida de la madre, podía amenazar la del hijo. ¿Qué hacer si el tratamiento sólo iba a beneficiar a la madre, o al feto, o a ambos pero con un riesgo imprevisible? Los moralistas se pusieron manos a la obra para dar respuesta a cada caso concreto. Algunos, como el jesuita español Tomás Sánchez (1550-1610), admiten que se puede abortar, si el feto está aún inanimado, para salvar la vida de la madre enferma, puesto que no se trata más que de “la ablación parcial de las vísceras maternas”, pero exclusivamente en este caso. Otros autores distinguen entre “medicina sanativa” y “medicina mortífera” en el caso del aborto de un feto inanimado, cuando un tratamiento puede causar la muerte de éste.
La distinción doctrinal entre feto animado y feto inanimado es la summa divisio de la reflexión moral, y el principio que orienta las prescripciones de la ley civil. Sixto V, sin embargo, no tienen en cuenta esta distinción cuando en su bula Effraenatam (1588) castiga con pena de excomunión a todos los que recurran al aborto, tanto si se trata de un feto animado como inanimado. Pero tres años más tarde, el Magisterio pontificio vuelve a introducir esta distinción. Posteriormente, Inocencio XI, por un decreto del Santo Oficio de 2 de marzo de 1679, confirma la doctrina del Catecismo Romano. De esta manera quedan condenados dos proposiciones relativas al aborto:
“Está permitido recurrir al aborto antes de la animación del feto para evitar el deshonor o la muerte a una joven embarazada[…]; Parece probable que todo feto (mientras se encuentra en el seno materno) carece de alma racional que solamente adquiere al nacer; por eso es necesario afirmar que en ningún aborto puede hablarse de homicidio”.
En consecuencia, cualquiera que sea el desarrollo del feto, el aborto es ilícito incluso para salvar la vida de la madre.
La discusión se centra sobre le castigo adecuado para el crimen del aborto de un feto animado. Los juristas civiles defienden la pena de muerte recurriendo a las prescripciones de la ley romana. La Iglesia, por su parte, intenta oponerse a la licencia moral que acompaña el redescubrimiento de la cultura griega y romana. En este sentido, castiga con excomunión a todos los que interfieran el proceso natural de la procreación, tanto por esterilización como por aborto. Esta pena se limitó en un principio al aborto del feto formado, antes de extenderse a toda forma deliberada de interrupción del embarazo. A finales del XVII, la teoría aristotélica de la animación tardía se reemplazó por la de la animación inmediata. El desarrollo embrionario de un nuevo ser humano que comienza en el momento de la concepción exige la presencia del alma espiritual.
d) La postura del magisterio en la época contemporánea.
En su disciplina, el Magisterio católico actual mantiene una posición de firmeza ante el recurso al aborto y ha prescindido definitivamente de la distinción entre feto animado e inanimado (bula Apostolicae Sedis del papa Pío IX en 1869). Los culpables de un aborto voluntario incurren en excomunión latae sententiae, es decir, “por el mismo hecho”, si el aborto se ha producido. El Código de Derecho Canónigo, promulgado en 1917, introdujo en el Deercho de la Iglesia esta disposición (canon 2350). El nuevo Código de Derecho de 1983, en el canon 1398, sanciona con la pena más grave “a quienes intentan el aborto si éste se lleva a efecto”. Esta pena se extiende a las personas sin cuya cooperación no sería posible la interrupción del embarazo. Dicha interrupción debe ser el resultado de la intervención libre del hombre y ser buscada directamente. El Código admite la posibilidad de circunstancias atenuantes que pueden reducir la pena, sin por eso modificar el juicio sobre la gravedad del acto (canon 1324).
Las intervenciones del Magisterio pontificio prosiguen de forma regular al ritmo de los avances médicos y la evolución de las legislaciones. En línea rigurosa con la tradición, en la encíclica Casti connubi (1930), el papa Pío XI se hace eco de “las indicaciones médicas, sociales o eugenésicas”, que intentan justificar la interrupción del embarazo apelando al estado de necesidad. El Papa se pregunta: “¿Hay causa alguna que baste a justificar de alguna manera el asesinato directo de un inocente?. Pío XII (1939-1958) habló muchas veces del aborto, sobre todo en un discurso ante la asociación de médicos italianos en noviembre de 1944. En él excluye de forma categórica toda interrupción voluntaria del embarazo, ya sea esta interrupción buscada directamente y fruto de una intervención directa, o incluso indirectamente como fruto de otra intervención.
¿De dónde nace la santidad y la inviolabilidad de la vida del hombre? El papa Juan XXIII encuentra el carácter sagrado de la vida humana en su mismo origen “que requiere la acción creadora de Dios”. De la misma forma, el Concilio Vaticano II se enfrenta a esta cuestión, calificando además el aborto y el infanticidio de “crímenes abominables” (GS 51). El pontificado de Pablo VI coincide con el período en el que se votan leyes que, sin establecer directamente el derecho al aborto, autorizan su práctica en condiciones cada vez más amplias. Una declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 18 de noviembre de 1974, argumentando sobre adelantos de las ciencias biomédicas, sintetiza la enseñanza constante de la Iglesia en su defensa de la vida humana del no nacido: “El primer derecho de la persona es el derecho a la vida. La persona tiene otros muchos derechos y algunos muy preciosos, pero éste es el fundamental, base de todos los demás […] No pertenece a la sociedad o a la autoridad pública reconocer este derecho a unos y quitárselo a otros”. Se trata de establecer firmemente el derecho absoluto e incondicional a la vida, un derecho primero y principio de los demás derechos del hombre reconocidos en las declaraciones internacionales.
La Iglesia pide también una actuación que podría llamarse “principio de precaución” ante el fruto de la concepción humana. Sin definirse sobre el preciso momento de la animación y la cualidad personal o humana del embrión, el simple riesgo de cometer un asesinato debe llevar a respetar a éste incondicionalmente. Se mantienen así el criterio ético fundamental ante toda vida humana intrauterina, que queda formulado de esta forma por la Congregación para la Doctrina de la Fe:
“El
ser humano debe ser tratado y respetado como una persona desde el
momento de su concepción, y por tanto, desde ese momento se le deben
reconocer los derechos de la persona y, en primer lugar, el derecho
inviolable a la vida de todo ser humano”.
El papa Juan pablo II, a pesar de la creciente incomprensión de la opinión pública, ha querido ser también el defensor inflexible de la vida humana naciente. En la encíclica Evangelium vital (25 – 3- 1995), vuelve a afirmar “la inviolabilidad absoluta de una vida humana inocente (como) una verdad moral explícitamente enseñada en las Sagradas Escrituras, constantemente mantenida en la Tradición de la Iglesia y unánimemente propuesta por el Magisterio”. De ahí la condena pontificia del aborto voluntario que es:
“[…] el asesinato deliberado y directo, cualquiera que sea la manera de llevarlo a cabo, de un ser humano en la fase inicial de su existencia situada entre la concepción y el nacimiento. La gravedad moral del aborto se muestra en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, más en concreto, si se consideran las circunstancias específicas que así lo califican. Lo que se suprime es un ser humano que comienza a vivir, es decir, un ser que es absolutamente el más inocente que imaginarse pueda: al que nunca se le podrá considerar como un agresor, y menos todavía, como un agresor injusto” (EV 58).
Esta enseñanza, fundada en el triple pilar de la Escritura, al Tradición y el Magisterio, es ciertamente inaudible para muchos de nuestro contemporáneos. La Iglesia, sin embargo, se sienta llamada a manifestar aquí su cualidad profética. No puede renunciar a ser un “signo de contradicción” para nuestras sociedades occidentales, en las que los valores esenciales de la humanidad, en este caso el valor de toda vida humana desde su concepción, se encuentran amenazados.