domingo, 15 de enero de 2017

7.3. El desafío ético del aborto: Ciencia y conciencia

 

7.3. El desafío ético del aborto: Ciencia y conciencia

 
El constante elevado número de abortos – más de 160.000 declarados cada año en Francia, según el INEd (Institut Nacional d´Etudes Demographiques) desde 1975 – obliga a repensar la cuestión del estatuto del embrión humano ante la ciencia, el Derecho y la ética. ¿Cuál es la definición científica del embrión? ¿Los descubrimientos de la biología contemporánea nos permiten mantener la reflexión filosófica del carácter humano de la vida embrionaria? ¿Cómo responder, en fin, a los desafíos éticos nacidos del dominio de la vida del hombre por el hombre?

a) Pensar hoy en el embrión

En el siglo VI, Boecio propuso la siguiente definición de la persona humana: “Una sustancia individual de naturaleza racional”. Esta definición, técnica y antigua, repetida en todas las épocas, no carece de interés si se le confronta con los datos actuales de las ciencias biológicas y genéticas. ¿Responde el embrión humano a los criterios de la definición filosófica? ¿Qué consecuencias éticas se derivarían de ello?


El ser humano en proceso, y en los diferentes estadios de la embriogénesis, puede ser estudiado como un organismo individual. La embriología moderna nos ha permitido conocer el momento preciso de la concepción del embrión, identificándolo en la fusión de los vectores sexuales, macho y hembra. Entre el embrión y el adulto del que éste procede no existe más que un solo organismo vivo, diferente del espermatozoide y el óvulo que lo engendran. Este organismo es distinto de la madre que lo lleva, incluso aunque recibe de ella todo lo necesario para su supervivencia – oxígeno, sangre y… amor -. Se desarrolla a partir de sí mismo, del principio vital que le es propio.
Además, la genética garantiza la especificidad somática humana del embrión una vez que se ha realizado la fusión de los gametos. Desde la fecundación, la información genética contenida en el genoma determina la pertenencia de un ser a una especie determinada. Otorga a cada individuo su carné de identidad genética, único – salvo en el caso de los gemelos – e inimitable – fuera de la clonación -. Por tanto, el embrión humano, con sus veintitrés pares de cromosomas dispuestos según su orden propio, posee un genoma estrictamente análogo al de un ser humano adulto. Luego el embrión es un ser humano vivo que pertenece, en cuanto adulto futuro, a la especie humana.
El embrión es en verdad biológicamente humano desde su concepción. ¿Puede, por tanto, reconocérsele la individualidad de su ser cuando la experiencia de la generalidad nos demuestra que el cigoto es capaz de dividirse hasta el día catorce? Si retomamos la definición clásica del individuo, éste es “un ser organizado, vivo con una existencia propia y que no puede dividirse sin quedar destruido”. Pero los biólogos añadirán: “si es capaz de dividirse, de esta división resultarán muchos individuos de la misma especie”. Esta definición nos permite superar la mayor dificultad de la generalidad que acabamos de proponer. Hacia el final del día catorce, cada una d elas células del embrión comienza su especialización y el embrión ya no puede dividirse. Queda definitivamente constituido como una entidad única, organizada y autónoma. Por tanto, debe considerarse que la individualidad no es equivalente en sentido estricto a la indivisibilidad. La individualidad biológica específica de un ser vivo es el resultante de la unicidad y de la especificidad de su cuerpo, y no de la imposibilidad de división. En el plano filosófico, la individualidad se define como lo que en sí mismo existe como un ser singular. Luego al existir por sí mismo, el embrión posee las cualidades del individuo, es decir, la capacidad real de tener una existencia propia, lo que queda demostrado experimentalmente en las fecundaciones in Vitro. La posibilidad de una división del zigoto no pone en tela de juicio la individualidad de cada uno de los embriones.
La última etapa de la reflexión versa sobre la calificación del embrión humano en tanto que persona. A la biología no le corresponde el dar o quitar a un ser vivo esta cualidad personal. Hay que descubrir ésta a partir de la experiencia común y la reflexión filosófica que entiende la persona humana en su doble realidad de ser corporal y espiritual. La contribución del biólogo consiste en describir un proceso vital único, sin discontinuidad ni ruptura, que comienza con la fecundación del óvulo y acaba con la muerte del ser vivo. De esta observación se concluye que el ser vivo adulto y el embrionario son semejantes orgánica y genéticamente. Y si se admite la humanidad y la personalidad del ser vivo adulto, ya tenemos ahí un signo serio para conocer lo mismo al ser vivo en su más simple expresión, pero ya completa, que es el embrión.
La cuestión filosófica de la personalidad sigue siendo compleja, pues no se puede demostrar experimentalmente en qué momento del desarrollo del organismo vivo se da la infusión del principio espiritual humano. Sólo una aproximación metafísica parece capaz de aprehender en parte el misterio del ser, e invitar a un amplio respeto por la vida humana. la pregunta ética tiene que reemplazar inevitablemente a la investigación científica. El reconocimiento de la dignidad personal del embrión no puede estar supeditado al solo desarrollo del sistema nervioso, o al ejercicio posible o actual de las facultades humanas, o incluso a la aceptación de la nueva vida por el círculo que la rodea. Con cada etapa de su desarrollo, el embrión acrecienta las potencialidades que posee desde el origen hasta llegar a ser un ser autónomo, consciente, capaz de elecciones morales. El feto de dos meses, el niño de ocho años, el adulto de cuarenta o el anciano, sin tener las mismas aptitudes físicas o intelectuales, son todos personas de la especie humana, dignas del más grande de los respetos.

b) Dignidad humana y protección jurídica

Los datos científicos no son neutrales al tratar de hacer un juicio del estatuto ético del embrión. Genética y biológicamente ha quedado demostrado que la individualización del cigoto hace de él un nuevo ser humano desde la concepción: el embrión no se hace humano e el curso de su desarrollo, sino que es un ser humano que se desarrolla. No recibe su “forma” humana por un acto exterior de reconocimiento de su padres o de la sociedad. Querer conferir el estatuto de humanidad y la dignidad que ésta conlleva en un momento cualquiera del desarrollo embrionario, es pecar objetivamente de arbitrariedad. O el embrión posee, en todas las fases de su desarrollo, una dignidad integral, o el ser humano no la posee nunca. Como dice la Comisión Teológica de la Conferencia de Obispos suiza:

“Es siempre el mismo y único ser humano al que como embrión, feto o recién nacido hay que proteger […] Es necesario considerar el conjunto de la vida de un ser humano como una continuidad puesta enteramente bajo el signo de la dignidad humana que tiene su fundamento teológico en la creación del hombre y la mujer “a imagen de Dios” (Gen 1, 26)”.
Desde el momento de la fusión de los gametos, el embrión goza plenamente de la naturaleza humana y, para el cristiano, está comprometido en una relación de alianza con el Creador (Sal 139, 13-15). Posee, por tanto, una dignidad intrínseca independiente de los reconocimientos humanos, dignidad que corresponde a todo ser humano. La del embrión es inmediatamente fuente de derechos, en concreto de ese derecho primero y fundamental, superior por sí mismo a toda legislación, que es el derecho a la vida y a la integridad física. Quedan excluidas, por tanto, las diferentes formas de discriminación, y toda utilización del fruto de la procreación humana. La summa divisio del derecho se establece, con toda justicia, entre las cosas y las personas. Las primeras pueden ser vendidas, cambiadas, destruidas; de las segundas, por su propia naturaleza, no se puede disponer de ellas. Nunca es moralmente lícito donar un embrión, venderlo o utilizarlo para experimentos, o destruirlo.
Las consecuencias políticas de este principio jurídico son de gran importancia. A los Estados incumbe declarar en sus Constituciones el deber de asegurar la protección integral del ser humano, de manera especial en los estadios de vida en la que éste es más vulnerable. No es la menor de las paradojas en las democracias liberales la de que al tiempo que promueven el carácter inalienable de los derechos de las personas, excluyan de ellos al ser humano que comienza su existencia. El respeto absoluto a la dignidad de la persona humana debería ser el criterio decisivo que inspirara todas las normas jurídicas. La perspectiva ética que radica en este principio absoluto debe encontrar una aplicación concreta en el Derecho positivo, porque no puede haber un “más” o un “menos” en el reconocimiento de la dignidad de la persona. Si no se le concede al hombre esta dignidad en cada etapa de su desarrollo, o se le retira en uno de estos momentos, entonces se encuentra totalmente despojado de ella.
La despenalización de la interrupción del embarazo normalmente limitada – de las 10 a las 22 primeras semanas -, o más raramente, la afirmación del derecho absoluto al aborto, ha sido un hecho en la evolución jurídica, casi general, en las democracias liberales desde hace una treintena de años. Tomando en cuenta el conflicto de valores unido a la complejidad de situaciones, estas disposiciones legales autorizan el aborto e circunstancias más o menos objetivas, como el peligro para la salud de la madre o la carga económica excesiva que representaría para la familia un nuevo nacimiento… Se incluye también la cuestión del aborto en la opinión general que habla del derecho de la mujer a la autodeterminación, a la libre disposición de su cuerpo, a su total desarrollo personal. Estos derechos, que son también consecuencia de la dignidad de la persona, están, como todo derecho humano, limitados si atentan contra los derechos del otro. Hay, por tanto, que hablar de derechos relativos subordinados a salvaguardar los derechos naturales del hombre, y el primero y fundamental de estos derechos es el derecho a la vida.
El juicio del teólogo G. Cottier delimita el marco histórico y ético en el que nos encontramos: “El formidable empuje a favor del aborto, ampliamente legalizado y éticamente justificado, tal como se da hoy en los países industrializados […] es un hecho de civilización y, bajo este título, es sin dudad, sintomático de algo más profundo”. ¿Pero hay algo “más profundo” que la conciencia que nos enfrenta, al hablar del embrión humano, con el enigma de nuestro propio origen en el que se opera el insondable encuentro entre el alma y el cuerpo, entre el hombre y Dios?
Hablar de “un hecho de civilización”, si se trata de aceptar o rechazar el aborto, explica la importancia especial que la Iglesia concede a la protección de la vida no nacida. Nuestra mirada sobre el embrión define de alguna manera nuestra mirada sobre el hombre, sobre todos los hombres o, mejor todavía, sobre la humanidad de cada hombre. ¿Cómo se puede estar de acuerdo en respetar el enfermo, al anciano, al impedido si no se reconoce la dignidad de una humanidad que está brotando en el secreto de un cuerpo que lo incuba? ¿Cómo no ver que el comportamiento de la sociedad con el embrión, quizá el eslabón más débil de la cadena humana, puede ser el signo revelador de su comportamiento con toda la humanidad?
La Iglesia y la sexualidad. Jean Louis Brugués, Guy Bedouelle y Philippe Becqart.