La Vida Contemplativa y la Evangelización de América (5 de 5)
A
lo largo de estas reflexiones hemos procurado indagar acerca del aporte
a la obra evangelizadora de América hecho por las órdenes
contemplativas y las consecuencias culturales y espirituales derivadas
de la escasa presencia monacal en América.
Sin embargo no quisiéramos concluir estas líneas sin plantear que
podríamos extraer algunas conclusiones para nuestra cultura actual.
Una tarea para hoy
Sin embargo, podría pensarse en este tema como una tarea pendiente[1]. Volver al espíritu del lejano monacato. Como dice Disandro:
la victoria sobre el hombre barroco de la Contra-reforma y el
discernimiento de que el desierto Hispano-americano no se vence
conservando las ruinas barrocas, sino afirmando y concretando el mismo
principio fundacional de donde nació Europa: la unión de la tierra y el
espíritu en la vida contemplativa (…). Debemos sustituir el hombre
barroco de la Contra-reforma, por un hombre que emerja de la vida
contemplativa, arraigada en el desierto de Hispano-América[2].
O siguiendo al Padre Petit pensar que “la situación histórica actual
de la Argentina llama al monaquismo, como la tierra roturada llama a la
semilla”. Pensamiento que explica punto por punto:
1º) El hombre tiene necesidad natural de compenetrarse con la tierra
si quiere transformar en acto su potencialidad racional de cosmos y, de
esta manera, convertirse en hombre-realidad. Todo lo antiguo extrajo de
allí los tesoros inmanentes de sus culturas y sabiduría; en el monje
perdura dicha honestidad y rectitud de orden. El argentino, en cambio,
ha reducido la tierra a una categoría económica. Según él la ciudad es
para vivir, el campo para producir. Paga cara tal actitud: se vacía
aceleradamente y progresa de día en día la inconsistencia de su
espíritu. La ciudad lo absorbe abultando y enredando su natural
indigencia.
2º) Después de intensa experiencia y observación me atrevo a afirmar a
Vuestra Paternidad que la única predicación, o poco menos, eficaz, será
en adelante el silencio, la disciplina y el ejemplo del monje. Parece
paradojal, pero es así. Nuestro pobre pueblo está harto de palabras;
yacen ellas gastadas y ya no significan nada. Muchedumbres de periódicos
y radios mienten día y noche a sus anchas, un Clero que ha velado la
Palabra con un exceso de opiniones individuales, la ha desvirtuado.
Cuando un Sacerdote habla, ese hecho sólo significa una opinión más con
la cual, libremente, se puede simpatizar o no. No hay mayor llamamiento
hacia la Verdad para estas gentes heridas de muerte por el aturdimiento
que ya es sistemático e inmenso fragor en su derredor, que el bálsamo
del silencio. La Presencia que puebla el sagrado silencio, es la única
noticia del Cristo, distinta al mundo que padecen; callar y vivirlo es
lo único que puede predicarlo. La ceñida figura del monje que tan
sencillamente ha retornado a lo esencial, a todo lo verídico de Dios y
del hombre, es el Amén de la eternidad que se ha hecho visible en la
perfecta ofrenda; es el signo distinto a la baraúnda de signos agresivos
y muertos que envuelven al hombre de hoy. Las almas lo aguardan con
instinto que brota del Bautismo, el cual sabe buscar oscuramente el
antídoto de los males que intentan destruirlo. No dudemos que esta
predicación es la única que, en nuestros días, puede lograr conversiones
radicales al Cristianismo.
3º) La Abadía y el Monasterio realizan la verdadera evangelización
del campo. Se intenta proveer a tal necesidad con misiones anuales de
quince días. Si pensamos en la labor paciente de años que es menester
para conducir un alma hacia el verdadero Cristianismo, ese socorro
instituido como normal por la concepción burocrática del Sacerdocio,
resulta una burla. Sólo el Monacato que imita la laboriosidad del Padre
celestial, capaz de convertir los días, por la adoración y el trabajo,
en epifanías inconfundibles, puede transformar profundamente dichas
regiones. La Historia de Europa no deja lugar a dudas.
4º) Es necesario arraigar a nuestro pueblo en nuestros campos,
sierras y florestas ubérrimas. Los que se han erigido en sus conductores
los atraen hacia las ciudades para poderlos dominar de manera
incondicional. Allí, en esos amontonamientos de hombres, sin sentido ni
norte, llevan una vida en apariencia fácil y libre; en realidad baja,
despojada cada día más de los auténticos valores, no sólo divinos sino
también humanos. Para medir el mal que se está haciendo a nuestro pueblo
-pueblo de buena índole e ingenuo- sería necesario mencionar el origen
telúrico de todas las grandes culturas, pero la extensión de la carta no
lo permite. Lo cierto es que la vida monástica no debe renunciar a su
poder fundacional: ella tiene aptitud para iniciar culturas integrales
por su sentido sacral de la tierra, del trabajo y las artesanías (Aquí
apelo nuevamente a la historia de Europa).
En conclusión, sin negar el aporte histórico de la España tridentina,
de la vida contemplativa de la época, de Santa Teresa y sus Carmelos,
como de otras órdenes contemplativas, tal vez sea hora de pensar en un
redescubrimiento de la Patria y de América sobre estas bases
fundacionales del monacato. Esto probablemente sólo sea posible
reconstruyendo pequeños pueblos, pequeñas comunidades fundadas, como
otrora, al amparo de la Abadía.
Prof. Andrea Greco de Álvarez
Referencias Bibliográficas
Belloc, H., 2011, Las Grandes Herejías, Buenos Aires.
Bruno, C., sdb, 1992, Las Órdenes Religiosas en la evangelización de las Indias, Rosario.
Caponnetto, A., 1994, ‘A modo de epílogo’, en: Petit de Murat, M. J., Una Sabiduría de los tiempos; Respuestas de la filosofía de la historia para el mundo contemporáneo, Buenos Aires.
Caponnetto, A., 2012, Los críticos del revisionismo histórico, t. III, La Plata.
León XIII, 1892, Quarto abeunte saeculo; Carta a los Arzobispos y Obispos de España, de Italia y de América sobre Cristóbal Colón, Roma.
Castellani Conte-Pomi, L., 1963, El Evangelio de Jesucristo, Buenos Aires.
Currier, C. W., 1890, Carmel in America: a centennial history of the Discalced Carmelites in the United States, Baltimore.
Disandro, C. A., 1960, Argentina bolchevique, La Plata.
Linage Conde, A., 1983, ‘El monacato en la América virreinal’, en: Quinto Centenario, Madrid, Universidad Complutense, vol. 5, 1983, p. 65-96.
P. Silverio de Santa Teresa, O.C.D., 1935, Procesos de beatificación y canonización de Santa Teresa de Jesús, Burgos.
Petit de Murat, M. J., O. P., 1960, Carta a un trapense, La Plata.
Pólit Laso, M., 1905,La familia de Santa Teresa en América y la primera carmelita americana, Friburgo de Brisgovia.
Sánchez Herrero, J., 2010, Fundación y desarrollo de la Orden de los Jerónimos, 1360-1561, Sevilla.
Sanmartín Fenolleras, N.,2013, El despertar de la señorita Prim, Madrid.
Teresa de Jesús,1915, Relaciones Espirituales, Burgos.
Teresa de Jesús, 1952,Las Fundaciones, Buenos Aires.
Zubillaga, F., 1995,Historia de la Iglesia en la América Española desde el descubrimiento hasta el siglo XIX, t. I, Madrid.
[1]Probablemente este anhelo sea la causa del éxito que ha tenido la reciente novela de Sanmartín Fenolleras, 2013,
p. 4. La autora nos pinta al pueblo “protagonista” de la ficción de
este modo: “San Ireneo de Arnois parecía un lugar anclado en el pasado.
Rodeadas de jardines repletos de rosas, las antiguas casas de piedra se
alzaban orgullosas en torno a un puñado de calles que desembocaban en
una bulliciosa plaza. Allí reinaban pequeños establecimientos y
comercios que compraban y vendían con el ritmo regular de un corazón
sano. Los alrededores del pueblo estaban salpicados de minúsculas
granjas y talleres que aprovisionaban de bienes las tiendas del lugar.
Era una sociedad reducida. En la villa residía un laborioso grupo de
agricultores, artesanos, comerciantes y profesionales, un recogido y
selecto círculo de académicos y la sobria comunidad monacal de la abadía
de San Ireneo. Aquellas vidas entrelazadas formaban todo un universo.
(…) aquel misterio de prosperidad era fruto de la tenacidad de un hombre
joven y de la sabiduría de un viejo monje. (…) San Ireneo de Arnois
era, en realidad, una floreciente colonia de exiliados del mundo moderno
en busca de una vida sencilla y rural”.
[2]Disandro, 1960, p. 41, 25.