viernes, 3 de agosto de 2018

Contra la familia



Contra la familia


Con la cuestión de la legalización del aborto el oficialismo y la oposición están haciendo lo mismo que hicieron ocho años atrás con el matrimonio homosexual. Montarse sobre un tema agitado por minorías intensas manipuladas por poderes extranacionales para distraer, para ganar popularidad y para mostrarse como acompañantes complacientes en la “conquista de derechos”. 
 Al igual que entonces, se trata de una mentira monumental, reforzada por la dictadura progresista que controla los medios y la cátedra, que encubre un ataque directo contra el tejido profundo de la sociedad argentina, apuntado a desorientarla, a debilitarla, a quebrarla en ese bastión último en su línea de defensa que es la familia. Los homosexuales tenían garantizados todos los derechos a través de la ley de Unión Civil, a la que sólo bastaba con agregarle el de la herencia. 


Pero la gran batalla del neocolectivismo progresista no era por los derechos, era por la palabra. En el mundo del relato al que se nos va introduciendo poco a poco las palabras importan más que la realidad. Hacer uso de la palabra “matrimonio” no les da a las uniones homosexuales ningún derecho adicional, pero despoja de identidad a las uniones heterosexuales formalizadas como un programa de vida centrado en la constitución de una familia y en la crianza de los hijos. Lo mismo pasa ahora con la legalización del aborto: se la plantea como un problema de salud pública, como un derecho de las mujeres, y otras argumentaciones igualmente falsas. La práctica del aborto clandestino no es un problema de salud pública, o en todo caso es ínsignificante en comparación con otros problemas de salud pública que son causa de muerte o incapacidad entre las mujeres, ni tampoco agrega ni reconoce ningún derecho, como no sea el de matar. La sociedad ya reconoce el derecho de las mujeres a no quedar embarazadas, y todas las mujeres tienen a su disposición instrumentos sencillos y económicos para evitar el embarazo; en una sociedad hipererotizada como la actual, difícilmente haya mujeres que ignoren esos procedimientos; en todos los hospitales públicos se brinda asesoramiento y hasta se ofrecen recursos gratuitos para evitar embarazos. Es posible afirmar que, con todas las salvedades del caso, el embarazo no deseado en la Argentina es fruto de la irresponsabilidad de la mujer y de su pareja, no un problema social. Pero, como ocurrió con el matrimonio homosexual, el propósito aquí tampoco es proteger ni asegurar derechos, sino debilitar, quebrar, destruir, en este caso la noción misma de maternidad, corazón de la familia y tan íntimamente ligada a la femineidad que se confunde con ella. Como el matrimonio homosexual, la cuestión del aborto es algo que afecta la entretela misma de la sociedad y si seriamente se pensaba que la sociedad debía decidir sobre una u otra, en los dos casos debió llamarse a una consulta popular. Sus promotores no lo plantearon, porque sabían que por esa vía se aseguraban el rechazo, y los políticos no lo plantearon porque, venales, oportunistas e ignorantes como son, prefirieron dejarse mecer por el halago de los medios y subirse a la ola con la esperanza de renovar sus mandatos y seguir gozando de privilegios. Acá no se trata de derechos, sino de otra batalla en una guerra cultural más amplia contra los cimientos de la cultura occidental, a la que pertenecemos. El progresismo le tiene declarada la guerra a la familia desde que Ronald Laing 1 y David Cooper 2 la pusieran en la mira de su plan de batalla. La sociedad argentina está siendo atacada, y los políticos y los medios son cómplices de ese ataque, quinta columnas de un enemigo que los desborda en habilidad y astucia. –S.G.