Contra la familia
Con la cuestión de la legalización del aborto el oficialismo y la
oposición están haciendo lo mismo que hicieron ocho años atrás con el
matrimonio homosexual. Montarse sobre un tema agitado por minorías
intensas manipuladas por poderes extranacionales para distraer, para
ganar popularidad y para mostrarse como acompañantes complacientes en la
“conquista de derechos”.
Al igual que entonces, se trata de una mentira
monumental, reforzada por la dictadura progresista que controla los
medios y la cátedra, que encubre un ataque directo contra el tejido
profundo de la sociedad argentina, apuntado a desorientarla, a
debilitarla, a quebrarla en ese bastión último en su línea de defensa
que es la familia. Los homosexuales tenían garantizados todos los
derechos a través de la ley de Unión Civil, a la que sólo bastaba con
agregarle el de la herencia.
Pero la gran batalla del neocolectivismo
progresista no era por los derechos, era por la palabra. En el mundo del
relato al que se nos va introduciendo poco a poco las palabras importan
más que la realidad. Hacer uso de la palabra “matrimonio” no les da a
las uniones homosexuales ningún derecho adicional, pero despoja de
identidad a las uniones heterosexuales formalizadas como un programa de
vida centrado en la constitución de una familia y en la crianza de los
hijos. Lo mismo pasa ahora con la legalización del aborto: se la plantea
como un problema de salud pública, como un derecho de las mujeres, y
otras argumentaciones igualmente falsas. La práctica del aborto
clandestino no es un problema de salud pública, o en todo caso es
ínsignificante en comparación con otros problemas de salud pública que
son causa de muerte o incapacidad entre las mujeres, ni tampoco agrega
ni reconoce ningún derecho, como no sea el de matar. La sociedad ya
reconoce el derecho de las mujeres a no quedar embarazadas, y todas las
mujeres tienen a su disposición instrumentos sencillos y económicos para
evitar el embarazo; en una sociedad hipererotizada como la actual,
difícilmente haya mujeres que ignoren esos procedimientos; en todos los
hospitales públicos se brinda asesoramiento y hasta se ofrecen recursos
gratuitos para evitar embarazos. Es posible afirmar que, con todas las
salvedades del caso, el embarazo no deseado en la Argentina es fruto de
la irresponsabilidad de la mujer y de su pareja, no un problema social.
Pero, como ocurrió con el matrimonio homosexual, el propósito aquí
tampoco es proteger ni asegurar derechos, sino debilitar, quebrar,
destruir, en este caso la noción misma de maternidad, corazón de la
familia y tan íntimamente ligada a la femineidad que se confunde con
ella. Como el matrimonio homosexual, la cuestión del aborto es algo que
afecta la entretela misma de la sociedad y si seriamente se pensaba que
la sociedad debía decidir sobre una u otra, en los dos casos debió
llamarse a una consulta popular. Sus promotores no lo plantearon, porque
sabían que por esa vía se aseguraban el rechazo, y los políticos no lo
plantearon porque, venales, oportunistas e ignorantes como son,
prefirieron dejarse mecer por el halago de los medios y subirse a la ola
con la esperanza de renovar sus mandatos y seguir gozando de
privilegios. Acá no se trata de derechos, sino de otra batalla en una
guerra cultural más amplia contra los cimientos de la cultura
occidental, a la que pertenecemos. El progresismo le tiene declarada la
guerra a la familia desde que Ronald Laing 1 y David Cooper 2
la pusieran en la mira de su plan de batalla. La sociedad argentina
está siendo atacada, y los políticos y los medios son cómplices de ese
ataque, quinta columnas de un enemigo que los desborda en habilidad y
astucia. –S.G.