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INVASIÓN INGLESA DE 1806
(01) Los ingleses ante Buenos Aires (18 al 26 de junio de 1806).
(02) El desembarco (25 de junio).
(03) Combate de Quilmes (26 de junio).
(04) “Acción” de Gálvez (27 de junio).
(05) La rendición (27 de junio).
Los ingleses ante Buenos Aires (18 al 26 de junio).
El 18 de junio se reciben las primeras informaciones de encontrarse buques enemigos en las cercanías de la isla de Flores. Sobremonte no toma otra medida que una relación de los capitanes de milicias sobre el estado de caballos y monturas. Pasan seis días de nerviosa expectativa; el 24 a las cuatro y media de la tarde se avistan navíos de guerra frente a Quilmes; al anochecer, el comandante de Ensenada, capitán de navío Santiago Liniers, entrevé unos buques “alterosos y de poco guinda” que le parecen mercantes holandeses.
Esa noche el virrey celebraba una fiesta familiar epilogada con una función en la Casa de Comedias (la representación de “El sí de las niñas”, de Moratín, ha quedado clásica). Allí le entregan nuevos pliegos de Liniers rectificando que los buques no eran mercantes holandeses sino navíos de guerra ingleses, pues acaban de dispararle unos cañonazos que habría replicado con sus baterías costeras.
Eran las 9 de la noche. Sobremonte se retira a la Fortaleza. Convoca a las milicias urbanas para la mañana siguiente en los cuarteles del Fijo y de Dragones, desocupados por estar los cuerpos en Montevideo. Sube a la azotea de la Fortaleza para “hacer señales a los buques corsarios a fin de que se cobijaran” (esta actitud hizo creer que estuviese en connivencia con los atacantes), ordena que el subinspector de Milicias y Tropas Regladas, Pedro Arze, con las “más aparentes” milicias cubriese el puesto de Quilmes, mientras el teniente-coronel de blandengues, Manuel Gutiérrez, con doscientos de los suyos iría a proteger a Ensenada. Y se va a dormir.
Al amanecer del 25 las milicias de infantería se aglomeran en La Ranchería, cuartel del Fijo, y las de caballería en Las Catalinas, asiento de los dragones: son mil trescientos hombres en cada cuartel, fuerza ponderable si tuviese instrucción y armas. Hacia las nueve de la mañana se presenta la escuadra inglesa, que había cambiado tiros la noche anterior en Ensenada, a la vista de la ciudad y en formación de guerra: en la Fortaleza disparan tres cañonazos en señal de alarma, lo que congrega en la plaza a considerable gente – calculada en mil quinientos entre hombres, viejos y niños – que vivan al rey y piden armas para “defender la Patria” (la patria era la ciudad en la terminología de la época). Sobremonte se muestra en los balcones, y los arenga. Por primera y única vez en su vida es aclamado; dice que “están tomadas todas las providencias”, y los invita a retirarse “a almorzar, que él vigilaría” con su catalejo.
(02) El desembarco (25 de junio).
(03) Combate de Quilmes (26 de junio).
(04) “Acción” de Gálvez (27 de junio).
(05) La rendición (27 de junio).
Los ingleses ante Buenos Aires (18 al 26 de junio).
El 18 de junio se reciben las primeras informaciones de encontrarse buques enemigos en las cercanías de la isla de Flores. Sobremonte no toma otra medida que una relación de los capitanes de milicias sobre el estado de caballos y monturas. Pasan seis días de nerviosa expectativa; el 24 a las cuatro y media de la tarde se avistan navíos de guerra frente a Quilmes; al anochecer, el comandante de Ensenada, capitán de navío Santiago Liniers, entrevé unos buques “alterosos y de poco guinda” que le parecen mercantes holandeses.
Esa noche el virrey celebraba una fiesta familiar epilogada con una función en la Casa de Comedias (la representación de “El sí de las niñas”, de Moratín, ha quedado clásica). Allí le entregan nuevos pliegos de Liniers rectificando que los buques no eran mercantes holandeses sino navíos de guerra ingleses, pues acaban de dispararle unos cañonazos que habría replicado con sus baterías costeras.
Eran las 9 de la noche. Sobremonte se retira a la Fortaleza. Convoca a las milicias urbanas para la mañana siguiente en los cuarteles del Fijo y de Dragones, desocupados por estar los cuerpos en Montevideo. Sube a la azotea de la Fortaleza para “hacer señales a los buques corsarios a fin de que se cobijaran” (esta actitud hizo creer que estuviese en connivencia con los atacantes), ordena que el subinspector de Milicias y Tropas Regladas, Pedro Arze, con las “más aparentes” milicias cubriese el puesto de Quilmes, mientras el teniente-coronel de blandengues, Manuel Gutiérrez, con doscientos de los suyos iría a proteger a Ensenada. Y se va a dormir.
Al amanecer del 25 las milicias de infantería se aglomeran en La Ranchería, cuartel del Fijo, y las de caballería en Las Catalinas, asiento de los dragones: son mil trescientos hombres en cada cuartel, fuerza ponderable si tuviese instrucción y armas. Hacia las nueve de la mañana se presenta la escuadra inglesa, que había cambiado tiros la noche anterior en Ensenada, a la vista de la ciudad y en formación de guerra: en la Fortaleza disparan tres cañonazos en señal de alarma, lo que congrega en la plaza a considerable gente – calculada en mil quinientos entre hombres, viejos y niños – que vivan al rey y piden armas para “defender la Patria” (la patria era la ciudad en la terminología de la época). Sobremonte se muestra en los balcones, y los arenga. Por primera y única vez en su vida es aclamado; dice que “están tomadas todas las providencias”, y los invita a retirarse “a almorzar, que él vigilaría” con su catalejo.
Desembarco de los ingleses en las playas de Quilmes.
27 de junio de 1806
27 de junio de 1806
El desembarco (25 de junio).
A las 11 de la mañana del 25 los ingleses, después de recorrer la costa
en busca del mejor lugar, empiezan el desembarco en Quilmes. Son veinte
botes que van y vienen con soldados uniformados de rojo, cañones,
caballos, arreos, pólvora, que depositan trabajosamente en la playa bajo
una llovizna fría; un bañado los separa de la barranca. Desde allí un
sargento de artillería española con cinco hombres y una de las piezas
encargadas de las señales dispara el cañonazo de alarma, conforme a lo
convenido, y permanece firme. Tal vez los ingleses creen que hay más
tropas ocultas en los espinillos, pues se quedan en la playa, calados y
ateridos. Hasta el anochecer dura el desembarco de los 1.635 hombres,
con sus implementos.
Arze llega a mediodía a Quilmes con 400 milicianos elegidos entre los
más dispuestos y mejor montados, a los que ha agregado cien blandengues,
dos cañoncitos de a 4 y un obús de a 6. Toma posición en las barrancas
junto al sargento del cañón y no hace nada, nada, en toda la tarde.
Mirar, nada más. Los milicianos y blandengues desean cargarse al grupo
de ateridos ingleses, que se va engrosando cada vez más, pero el
subinspector sólo quiere obrar sobre seguro. Manda pedir refuerzos; y
mientras vienen, seguirá esperando.
Llega la noticia del desembarco a Buenos Aires. Sobremonte manda tocar
generala a las dos y media de la tarde, y la multitud vuelve a
congregarse en la plaza; los milicianos reclaman armas, pero el virrey
no se atreve a armar a las milicias, dirá más tarde el cabildo en su
informe. Se limita a distribuirlas, desarmadas, en compañías al mando de
algunos oficiales veteranos. Sólo más tarde les dará una carabina con
cuatro tiros a los de caballería.
“Se tocó la alarma general – dirá Belgrano en su Autobiografía – y
conducido del honor volé a la Fortaleza, punto de reunión: allí no
había orden ni concierto en cosa alguna como debía suceder en grupos de
hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación alguna. Allí
se formaron las compañías y yo fui agregado a una de ellas, avergonzado
de ignorar hasta los rudimentos más triviales de la milicia”.
Sobremonte ordena que la caballería vaya al puente de Gálvez (hoy puente
Pueyrredón) donde atraviesa el Riachuelo el camino del sur: son 129
hombres de a caballo, la mitad mal armados. El resto de las milicias
debe concentrarse en sus cuarteles, a la espera de armas y órdenes. El
virrey revista los 129 del puente, a quienes agrega un tren volante de
artillería; luego vuelve a la Fortaleza a disponer se saquen los
caudales para el interior, conforme a lo previsto, con una escolta de
cien blandengues. Como ha cumplido su deber, se va otra vez a dormir.
Combate de Quilmes (26 de junio).
Todo parece una comedia. Los ingleses completan el desembarco al
anochecer del 25, pero se quedan en la playa, entre el río y el bañado,
empapados por la lluvia. Arze, como fascinado, no se mueve en toda la
noche, no obstante que la lluvia hubiese favorecido el ataque. Al
amanecer del 26, los ingleses inician lentamente el avance por la tosca
húmeda y anegada: cruzan el bañado con el agua por las rodillas
arrastrando los cañones. Arze se limita a mirarlos desde su altura. Los
invasores se despliegan en orden de combate ante la posición de Arze
(“la más bella posible” dirá uno de ellos), y solamente entonces el
caballeroso subinspector rompe e1 fuego con los dos cañoncitos y el
obús; los ingleses responden con sus schrapnell.
Al oír los disparos, Sobremonte sube con su edecán a la azotea de la
Fortaleza. Mira con un catalejo: “los ingleses saldrán bien
escarmentados”, asegura satisfecho. No habría tal: estallan los
schrcpnell entre los milicianos en el momento de llegar algunos
refuerzos que vienen desde el puente de Gálvez: las tropas de Arze y las
recién llegadas quedan envueltas por el humo de la metralla y el
sub-inspector sólo atina a ordenar retirada. Es una huída general, y
Arze, que no será de los más lerdos, amonesta a los reclutas: “¡Yo
ordené tocar retirada, y no desordenada fuga!”, para lamentarse a
grandes voces: “¡Qué dirán las mujeres de Buenos Aires!”. Eso es el
“combate de Quilmes”.
Sobremonte no alcanza a distinguir con su catalejo el alcance del
escarmiento. Algo pasa, pero la distancia, neblina y el humo de los
cañones le impiden saber qué es. Deja la Fortaleza, va al puente de
Gálvez, vuelve, torna nuevamente al puente; nadie sabe nada. Empiezan a
llegar los fugitivos; el trémulo subinspector da verbalmente el parte de
la derrota: “eran entre cuatro o cinco mil” los enemigos “bien
disciplinados y aguerridos”; por eso debió dejarles el campo con los
cañoncitos y el obús. “Antes de la oración – asegura a gritos – los
tendremos en el puente". A Sobremonte no se le ocurre nada ante el
peligro: ni cavar trincheras, ni distribuir a las milicias los 400.000
tiros del parque, que más tarde caerán en poder de los ingleses, ni
preparar el Fuerte con sus 35 cañones de a 24. Sólo atina a destruir el
puente y poner las embarcaciones amarradas en el Riachuelo en la orilla
izquierda, “así los enemigos no pueden usarlas”.
Después, padre y marido ejemplar, piensa en los suyos. Vuelve a la
Fortaleza, hace aprontar un carruaje, que con la correspondiente escolta
llevará a su esposa, hijas y futuro yerno a la seguridad de la quinta
de Monte Castro (Floresta), donde se les habría de reunir el cabeza de
familia “una vez agotadas las medidas que requiere el honor”. Se le ha
ocurrido una idea: hacer del Fuerte, con sus 35 cañones de a 24 y su
sólida construcción de ladrillo, un baluarte. Allí ordenará replegarse a
los milicianos del puente, mientras él escribirá al gobernador Ruiz
Huidobro, de Montevideo, para que le mande a Monte Castro, con premura,
las tropas veteranas acantonadas en la Banda Oriental. Cuando lleguen
aplastará a Beresford entre ellas y la Fortaleza. Ordena al coronel José
Pérez Brito quedarse en la Fortaleza con “el mando de la ciudad",
mientras él operaría desde el exterior.
En ese momento se le acercan los oidores a preguntar noticias y qué
deben hacer. Les informa la delegación del mando militar “y el político
quedará en las manos V. Mercedes, que se encerrarán aquí (la Fortaleza)
para hacer una rigurosa defensa”. Los oidores se miran: ¿el marqués
estará en sus cabales? “No dejamos de extrañar – dirán después de la
Reconquista – que el virrey... hubiese tratado que el Tribunal se
encerrase en el Fuerte para objetos tan extraños a su profesión y
conocimientos”.
Brito, alarmado, pregunta: “¿Qué defensa podré hacer yo en el Fuerte?”;
¡Que caigan abajo sus cimientos! responde heroico Sobremonte; “¿Y qué
víveres hay para ello?”; “Pues, cuando no haya más remedio podrán hacer
VV. (Brito y los oidores) una capitulación honrosa”. Y tomando la
puerta: “Señores, las circunstancias apremian”.
No había cobardía en Sobremonte; no la tuvo en toda su carrera, y no se
le despierta ahora. Sólo está mareado: él sirve para obedecer pero no
atina lo que debe mandarse. A las siete de la noche va nuevamente al
puente de Gálvez, que ha sido volado. Echados cuerpo a tierra, en la
ribera junto al Riachuelo, están los milicianos de la plaza, a quienes
se les ha repartido algunos fusiles pero mezquinado las municiones (los
ingleses se incautarán de los 400.000 tiros sin usar). Unos artilleros
tienen cañoncitos de a 2. No hay más oficial superior que el asustado
Arze, que no deja de infundir ánimo: “¡son muchísimos, y aguerridos los
ingleses!”. Sobremonte ordena a los milicianos que deben “replegarse a
la Fortaleza”; como nadie se mueve repite la orden a su edecán, que la
trasmite en voz fueite. Se levantan protestas: “¿Cómo se entiende eso de
retirarse cuando no se sabe de qué color es el uniforme del enemigo?”
se oye a algunos. “Nadie levante la voz – ordena el edecán –. Pena de la
vida a quien no obedezca al señor Virrey”.
“Acción” de Gálvez (27 de junio).
En ese momento – las ocho de la noche – llegan a la otra orilla las
primeras avanzadas inglesas, recibidas con fuego de fusilería por los
milicianos; los cañones – manejados por veteranos – quedan mudos.
Beresford detiene el avance hasta salir el sol, para ver el obstáculo
que se interpone. Sobremonte, al tiempo de volver a su carruaje, ordena
seguirle a los veteranos y reitera a las milicias la orden de replegarse
a la Fortaleza. Hay un momento de esperanza: el virrey irá seguramente
al paso Chico a cruzar el Riachuelo y tomar a los ingleses por
retaguardia. No hay tal: ha terminado la jornada y el virrey se repliega
a dormir a la quinta de Doma en San Telmo.
Al amanecer del 27 ocurre la “acción” del puente de Gálvez. No dura una
hora: algunos marineros ingleses han cruzado el Riachuelo a nado y
traído las embarcaciones a la orilla derecha; los schrapnell caen sobre
los milicianos que se retiran en confusión. Con las barcas los ingleses
tienden rápidamente un puente y cruzan el río. Sobremonte desde la
azotea del Hospital en lo alto de San Telmo sigue “la acción” con su
catalejo. De allí se irá a Monte Grande con su escolta de veteranos,
mientras las milicias entran a la ciudad a cumplir la orden de
“replegarse a la Fortaleza”.
“Todos disgustados – escribe un testigo – tomamos la calle del bajo
(Defensa) dirigiéndonos a la Real Fortaleza confusos y llenos de
vergüenza, sin osar levantar la vista, y muchos llorando de pena,
dejando en esa forma el paso franco a un enemigo débil”.
La rendición (27 de junio de 1806).
Los milicianos entran en la Fortaleza. Pérez Brito consulta con los
oidores al saber la “acción” de Gálvez. Hay que rendirse, para evitar
sufrimientos a la ciudad; por supuesto deben cumplirse formalidades,
redactar una capitulación con “todos los honores”, etc., firmada por el
virrey. Pero ir al Monte de Castro es correr el riesgo de toparse con
los ingleses “que ya se vienen”. Deliberan toda la mañana los oidores
con Pérez Brito y algunos vecinos; nadie sabe los trámites de una
rendición. Mientras tratan de informarse, mandan un parlamentario al
general inglés a pedirle “detenga su marcha hasta tener listos los
preparativos de la capitulación”. El enviado se encuentra en el camino
con un oficial inglés, Ensigh Gordon, que viene en nombre de Beresford;
lo acompaña a la Fortaleza y gentilmente le sirve de intérprete. ¿Cómo
se hace una rendición? Afortunadamente Juan Larrea trae de su casa un
libro de arte militar con un modelo de capitulación. Las formalidades
han quedado salvadas: Pérez Brito copia la “capitulación” acomodándola a
las circunstancias – no olvida poner lo de “todos los honores” –, la
firma en nombre de la “Junta de Guerra”; Gordon la llevará a Beresford.
Es la una y media de la tarde.
Una hora después vuelve Gordon con el documento tan trabajosamente
logrado: Beresford no quiere recibirlo “porque no es hora de
capitulaciones”. Él, como vencedor, impondrá las condiciones de la
rendición; pero sólo después de entregarle “los caudales del Rey y
cualquier otro que hubiese de la Real Hacienda”, haciendo responsable a
la “junta de guerra” si hubiesen sido ocultados. Se miran los oficiosos
capitulados: “¿Dónde están los caudales?'’. Alguien se comide a ir al
Monte de Castro a pedirlos al virrey. Y ¿los “honores de guerra”?: Los
concede el oficial inglés : los milicianos que están en el Fuerte, con
la “junta de guerra” a la cabeza, podrán salir con banderas desplegadas y
redoblar de tambores a depositar sus armas a los pies del vencedor.
A las tres de la tarde los primeros ingleses entran por la calle Defensa
a la plaza Mayor. Tras cruzar bajo el arco de la Recoba, a manera de
arco de triunfo, forman alineados en la plaza. A las cuatro, Beresford
llega a la Fortaleza. Con disgusto, los oidores y Pérez Brito han debido
pasarse sin la salida “con honores” y la entrega de las armas, porque
los milicianos han roto sus fusiles y se han ido sin ceremonias por la
puerta trasera, llamada “de socorro”.
El Uno Grande - Banda Tambor de Tacuarí - RI.1 "Patricios"
Dirigida por Subof My 2do Mtro de "Bda.Patricios Vuelta de Obligado", Luciano E. Medina
Fuentes:
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar
Ver también:
- Robo durante las invasiones inglesas.
- Reconquista: Capitulación de un general desgraciado.
- Batalla naval ganada por al caballería
- "Los ingleses de los ingleses"
- Las 12 invasiones inglesas.
- Homenaje al bicentenario de la reconquista
- MALVINAS
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Ver más "batallas y combates" en el indice: BATALLAS
Leonardo CastagninoHistoria