domingo, 17 de noviembre de 2019

Bolivia. ¿Golpe de Estado o legítima resistencia a una tiranía?






Bolivia. ¿Golpe de Estado o legítima resistencia a una tiranía? Por Mario Caponnetto

Los dramáticos sucesos de la hermana nación boliviana, que se suman a las convulsiones que por estos días sacuden a varios países de Sudamérica, debieran llamar a una serena y profunda reflexión acerca de las causas y del sentido de tales acontecimientos. Lejos de ello sólo hemos visto y oído, salvo escasas excepciones,  una interminable serie de opiniones y comentarios frutos del ofuscamiento ideológico o del oportunismo político.
El debate sobre la situación de Bolivia se ha centrado exclusivamente sobre un punto: si ha habido o no un golpe de Estado. Las izquierdas, en general, junto con algunos sectores progresistas y liberales, se empeñan en afirmar que en Bolivia se ha consumado un golpe de Estado con un solo fin: condenar a priori y en absoluto el movimiento insurreccional sin ninguna clase de matizaciones. De otra parte, algunos se han apresurado a convalidar la insurrección sin tener en cuenta ni hechos ni circunstancias que aconsejan, cuanto menos, una elemental cautela.


Este debate sobre si golpe sí o golpe no, responde a un criterio dominado por el ideologismo democrático que hoy rige, casi por completo, el pensamiento político e impide un juicio ponderado y objetivo sobre los acontecimientos políticos. En efecto, la ideología democrática ha sacralizado a la democracia elevándola a la categoría de un valor supremo. En consecuencia, si algo interrumpe la formalidad democrática es por eso mismo absolutamente malo y condenable; por el contrario, cualquier tropelía llevada a cabo dentro de los cánones democráticos, es minimizada, disimulada e, incluso tolerada y no se admiten otras vías de oponerse a ella que las que el mismo sistema democrático ofrece. “Los males de la democracia, suele afirmarse, se curan con democracia”. Curiosa “homeopatía política”: similia similibus curantur. El buen juicio y la experiencia histórica muestran con creces lo profundamente erróneo de semejante despropósito.

Sería oportuno, en consecuencia, cambiar el eje del debate. En vez de plantear si se trata o no de un golpe de Estado lo prudente sería debatir acerca de si estamos frente a una sedición o, por el contrario, a una legítima resistencia ante un régimen tiránico. Para esto es siempre bueno y refrescante volver a la lectura de los clásicos de la Política.

La concepción clásica de la Política nos ofrece, en primer lugar, un principio sillar y rector: hay más de un sistema o régimen político posible -monarquía, aristocracia, república o la combinación de los tres, el régimen mixto- ; corresponde a cada pueblo darse el que más convenga de acuerdo con su idiosincrasia, tradición, etc. Cualquiera de estos regímenes es legítimo siempre y cuando cumplan con el fin supremo de la política, a saber, gobernar en pro del bien común. Cualquiera de ellos se deslegitima a partir del momento en que en lugar de procurar el bien común procura el bien particular del que gobierna con detrimento de la comunidad política. Y esto se llama tiranía.

De este principio fundamental se deriva otro: hay grave obligación de obedecer al régimen político legítimo; pero hay también, un deber de desobedecerlo si se trata de un régimen injusto e, incluso, hay obligación de rebelarse ante una tiranía. Sin embargo, aún esta última obligación es matizada: siempre y cuando de la rebelión no se sigan males mayores que la misma tiranía.

Oigamos a Tomás de Aquino, que recoge en sí toda la gran tradición política de Occidente:

“El hombre tiene obligación de obedecer a las autoridades civiles en tanto lo exija el orden de la justicia. Por consiguiente, si dichas autoridades no poseen una potestad legítima sino usurpada, o bien mandan cosas injustas, los súbditos no les deben obediencia, a no ser accidentalmente en razón de evitar el escándalo o un peligro” (Suma de Teología II-IIae, q 104, a 6, ad 3).

“El régimen tiránico no es justo porque no se ordena al bien común sino al bien privado del que gobierna, según consta por el Filósofo en el Libro III de la Política y en el Libro VIII de la Ética. Y por eso la perturbación de este régimen no tiene razón de sedición a no ser que el régimen tiránico sea alterado de un modo tan desordenado que la multitud que le está sujeta sufra a causa de la perturbación un daño mayor que el que padece por el régimen tiránico. El sedicioso es más bien el tirano que fomenta discordias y sediciones en el pueblo que le está sujeto a fin de poder dominarlo totalmente. En efecto, el régimen tiránico es esto: un régimen que se ordena al bien propio del gobernante con daño de la multitud” (Suma de Teología II-IIae, q 42, a 2, ad 3).

Si trasladamos estas sencillas y luminosas razones al caso de Bolivia, ¿no sería oportuno preguntarse si se han dado o no condiciones objetivas que permitan establecer la existencia de un régimen tiránico? ¿Si los acontecimientos responden o no a una legítima resistencia frente a una tiranía? ¿Si en caso de responder, efectivamente, a una legítima rebelión, fue prudente llevarla adelante en razón de posibles y previsibles daños aún mayores que pudieran derivarse ella y, finalmente, si  tales daños mayores ocurrieron o no?

En principio, bien sabemos que Evo Morales gobernó como un verdadero autócrata, más allá de las formalidades democráticas, que intentó, y logró, perpetuarse en el poder violando las mismas leyes establecidas por su pintoresco “Estado Plurinacional”, que fraguó groseramente los resultados electorales. También sabemos que bajo su régimen se perpetraron toda clase de abusos, se impuso un indigenismo trasnochado, se socavó la unidad e identidad de los bolivianos, se alentó la formación y acción de auténticas hordas vandálicas, se impusieron leyes inicuas que promovieron la ideología de género y el aborto, se persiguió a la Iglesia Católica y hay fundadas sospechas de fuertes connivencias con el narcotráfico. Todo esto sin excluir la hipótesis de que la renuncia del Presidente no fue, en definitiva, otra cosa que una maniobra (un “autogolpe”) con el fin de desencadenar una crisis institucional ante la presión de la OEA que desconoció el resultado electoral del 20 de octubre que le otorgaba un nuevo mandato.

¿Configuraba todo esto una verdadera tiranía? ¿Era, en realidad, Evo Morales, el sedicioso? ¿Lo ocurrido responde a una legítima resistencia? Los actos de vandalismo recíproco, el caos y la anarquía que han sucedido a la renuncia de Morales, ¿indican que fue o no prudente haber forzado su renuncia? ¿Se han producido males mayores o, por el contrario, se evitaron males mayores?

Estas son las preguntas que un debate serio debe formular y responder con honestidad intelectual y firme apego a la verdad de los hechos. Por fuera de esto no hay sino ofuscación ideológica, mendacidad, oportunismo o mera salvaguardia de intereses políticos subalternos e inconfesables.