Bolivia. ¿Golpe de Estado o legítima resistencia a una tiranía? Por Mario Caponnetto
Los dramáticos sucesos de la hermana
nación boliviana, que se suman a las convulsiones que por estos días
sacuden a varios países de Sudamérica, debieran llamar a una serena y
profunda reflexión acerca de las causas y del sentido de tales
acontecimientos. Lejos de ello sólo hemos visto y oído, salvo escasas
excepciones, una interminable serie de opiniones y comentarios frutos
del ofuscamiento ideológico o del oportunismo político.
El debate sobre la situación de Bolivia
se ha centrado exclusivamente sobre un punto: si ha habido o no un golpe
de Estado. Las izquierdas, en general, junto con algunos sectores
progresistas y liberales, se empeñan en afirmar que en Bolivia se ha
consumado un golpe de Estado con un solo fin: condenar a priori y en
absoluto el movimiento insurreccional sin ninguna clase de matizaciones.
De otra parte, algunos se han apresurado a convalidar la insurrección
sin tener en cuenta ni hechos ni circunstancias que aconsejan, cuanto
menos, una elemental cautela.
Este debate sobre si golpe sí o golpe
no, responde a un criterio dominado por el ideologismo democrático que
hoy rige, casi por completo, el pensamiento político e impide un juicio
ponderado y objetivo sobre los acontecimientos políticos. En efecto, la
ideología democrática ha sacralizado a la democracia elevándola a la
categoría de un valor supremo. En consecuencia, si algo interrumpe la
formalidad democrática es por eso mismo absolutamente malo y condenable;
por el contrario, cualquier tropelía llevada a cabo dentro de los
cánones democráticos, es minimizada, disimulada e, incluso tolerada y no
se admiten otras vías de oponerse a ella que las que el mismo sistema
democrático ofrece. “Los males de la democracia, suele afirmarse, se
curan con democracia”. Curiosa “homeopatía política”: similia similibus curantur. El buen juicio y la experiencia histórica muestran con creces lo profundamente erróneo de semejante despropósito.
Sería oportuno, en consecuencia, cambiar
el eje del debate. En vez de plantear si se trata o no de un golpe de
Estado lo prudente sería debatir acerca de si estamos frente a una
sedición o, por el contrario, a una legítima resistencia ante un régimen
tiránico. Para esto es siempre bueno y refrescante volver a la lectura
de los clásicos de la Política.
La concepción clásica de la Política nos
ofrece, en primer lugar, un principio sillar y rector: hay más de un
sistema o régimen político posible -monarquía, aristocracia, república o
la combinación de los tres, el régimen mixto- ; corresponde a cada
pueblo darse el que más convenga de acuerdo con su idiosincrasia,
tradición, etc. Cualquiera de estos regímenes es legítimo siempre y
cuando cumplan con el fin supremo de la política, a saber, gobernar en
pro del bien común. Cualquiera de ellos se deslegitima a partir del
momento en que en lugar de procurar el bien común procura el bien
particular del que gobierna con detrimento de la comunidad política. Y
esto se llama tiranía.
De
este principio fundamental se deriva otro: hay grave obligación de
obedecer al régimen político legítimo; pero hay también, un deber de
desobedecerlo si se trata de un régimen injusto e, incluso, hay
obligación de rebelarse ante una tiranía. Sin embargo, aún esta última
obligación es matizada: siempre y cuando de la rebelión no se sigan
males mayores que la misma tiranía.
Oigamos a Tomás de Aquino, que recoge en sí toda la gran tradición política de Occidente:
“El hombre tiene obligación de
obedecer a las autoridades civiles en tanto lo exija el orden de la
justicia. Por consiguiente, si dichas autoridades no poseen una potestad
legítima sino usurpada, o bien mandan cosas injustas, los súbditos no
les deben obediencia, a no ser accidentalmente en razón de evitar el
escándalo o un peligro” (Suma de Teología II-IIae, q 104, a 6, ad 3).
“El régimen tiránico no es justo porque
no se ordena al bien común sino al bien privado del que gobierna, según
consta por el Filósofo en el Libro III de la Política y en el Libro VIII
de la Ética. Y por eso la perturbación de este régimen no tiene razón
de sedición a no ser que el régimen tiránico sea alterado de un modo tan
desordenado que la multitud que le está sujeta sufra a causa de la
perturbación un daño mayor que el que padece por el régimen tiránico. El
sedicioso es más bien el tirano que fomenta discordias y sediciones en
el pueblo que le está sujeto a fin de poder dominarlo totalmente. En
efecto, el régimen tiránico es esto: un régimen que se ordena al bien
propio del gobernante con daño de la multitud” (Suma de Teología II-IIae, q 42, a 2, ad 3).
Si trasladamos estas sencillas y
luminosas razones al caso de Bolivia, ¿no sería oportuno preguntarse si
se han dado o no condiciones objetivas que permitan establecer la
existencia de un régimen tiránico? ¿Si los acontecimientos responden o
no a una legítima resistencia frente a una tiranía? ¿Si en caso de
responder, efectivamente, a una legítima rebelión, fue prudente llevarla
adelante en razón de posibles y previsibles daños aún mayores que
pudieran derivarse ella y, finalmente, si tales daños mayores
ocurrieron o no?
En principio, bien sabemos que Evo
Morales gobernó como un verdadero autócrata, más allá de las
formalidades democráticas, que intentó, y logró, perpetuarse en el poder
violando las mismas leyes establecidas por su pintoresco “Estado
Plurinacional”, que fraguó groseramente los resultados electorales.
También sabemos que bajo su régimen se perpetraron toda clase de abusos,
se impuso un indigenismo trasnochado, se socavó la unidad e identidad
de los bolivianos, se alentó la formación y acción de auténticas hordas
vandálicas, se impusieron leyes inicuas que promovieron la ideología de
género y el aborto, se persiguió a la Iglesia Católica y hay fundadas
sospechas de fuertes connivencias con el narcotráfico. Todo esto sin
excluir la hipótesis de que la renuncia del Presidente no fue, en
definitiva, otra cosa que una maniobra (un “autogolpe”) con el fin de
desencadenar una crisis institucional ante la presión de la OEA que
desconoció el resultado electoral del 20 de octubre que le otorgaba un
nuevo mandato.
¿Configuraba todo esto una verdadera
tiranía? ¿Era, en realidad, Evo Morales, el sedicioso? ¿Lo ocurrido
responde a una legítima resistencia? Los actos de vandalismo recíproco,
el caos y la anarquía que han sucedido a la renuncia de Morales,
¿indican que fue o no prudente haber forzado su renuncia? ¿Se han
producido males mayores o, por el contrario, se evitaron males mayores?
Estas son las preguntas que un debate
serio debe formular y responder con honestidad intelectual y firme apego
a la verdad de los hechos. Por fuera de esto no hay sino ofuscación
ideológica, mendacidad, oportunismo o mera salvaguardia de intereses
políticos subalternos e inconfesables.