Celibato y continencia. Por el P. Dr. Christian Ferraro. La recepción de la disciplina apostólica de la continencia en los primeros seis siglos de la Iglesia (3-4)
Seguimos publicando el excelente texto del P. Dr. Christian Ferraro, escrito para nuestro sitio.
Vale
completamente la pena no sólo por lo que dice sino por haberse tomado
el trabajo de cotejar y traducir las citas que aquí nos trae para,
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
3. La recepción de la disciplina apostólica de la continencia en los primeros seis siglos de la Iglesia
Presentaremos ahora una serie de textos, seleccionados entre tantos
posibles, a partir de los cuales consta con evidencia palmaria cómo la
disciplina de la continencia consagrada, más allá de eventuales
transgresiones ocasionadas por la humana fragilidad, es cosa prevista y
procurada, promovida y defendida, amada con sencillez por los fieles y
asimilada responsablemente por los pastores con serena naturalidad.
A partir de estos textos emerge también con claridad que la conexión
que se estableciera en los primeros siglos entre la instauración de la
disciplina celibataria y la obligación a la continencia perpetua de los casados una sola vez es directa, y prácticamente obvia: no tenía sentido alguno que se casasen aquellos que desearan acceder al ministerio,
si luego hubieren debido estar de todos modos obligados a la
continencia perpetua, justamente en razón del ministerio. Es así también
desde esa obligación a la continencia que se impone, con lógica
inapelable, la clara normativa de la prohibición de acceder al
matrimonio para aquellos que ya hubieran sido ordenados. Este punto es
clarísimo y no aferrarlo significa, lisa y llanamente, no haber
entendido nada de nada.
Como se verá más adelante, otro aspecto de particular importancia es
también el hecho de la introducción de la costumbre de la celebración
cotidiana de la santa Misa. Los padres de la Iglesia la veían, con toda
naturalidad, en relación directa con la continencia perpetua. Esto no
quiere decir, nótese bien, que la exigencia de la continencia perpetua
haya surgido como consecuencia de la costumbre de la celebración
cotidiana; sin embargo, tampoco se puede negar que, una vez consolidada
la práctica de la celebración cotidiana, la misma haya constituido un
ulterior capítulo a favor de la exigencia de la continencia perpetua.
Como esta serie puede resultar objetivamente larga y volvérsele
cansadora al lector, limitaremos nuestros comentarios a lo estrictamente
necesario para la correcta inteligencia de los textos. Quisiéramos, por
último, hacer notar cómo en todos los textos que presentaremos lo importante es la fuerza testimonial y autoritativa de los mismos,
independientemente del valor que se quiera reconocer a la fuerza de la
argumentación ofrecida por el autor o de lo correcto o no de la exégesis
de los pasajes bíblicos que el mismo propone; tanto si la argumentación
pudiera parecer débil, como si la interpretación incorrecta o forzada,
el valor testimonial de los textos sigue en pie.
3.1. Declaraciones de los Papas
Uno de los documentos antiguos más interesantes lo constituye la respuesta que diera el Papa Siricio al obispo Himerio, de Tarragona (s. IV), el cual le había elevado una consulta referida a nuestro asunto:
Hemos
sabido que muchísimos presbíteros y levitas de Cristo, mucho tiempo
después de su consagración, han engendrado hijos y retoños de sus
propias mujeres en vergonzoso acoplamiento, y defienden su crimen con la
excusa de que en el Antiguo Testamento se lee que les había sido
otorgada a los sacerdotes y a los ministros sagrados la facultad de
procrear. Entonces, que me diga, quienquiera sea que se dé a los deseos
sensuales y a los vicios: si es así, ¿por qué en tantos lugares de la
ley de Moisés han sido puestos por el Señor frenos a la lujuria para las
sagradas órdenes, al amonestar a aquellos a quienes fueran confiadas
las cosas más santas diciéndoles «sed santos porque yo, el Señor vuestro
Dios, soy santo» (Lev 20,7)? ¿Por qué, entonces, se les mandó a
los sacerdotes vivir en el templo, lejos de sus casas, en el año de su
turno de servicio? Evidentemente para que no pudieran tener comercio
carnal con sus esposas y, refulgentes por la integridad de su
conciencia, pudieran ofrecer un servicio agradable a Dios. A ellos,
terminado el tiempo de sus funciones, se les concedía el uso de una sola
mujer por causa de la sucesión [successionis causa], porque no
de otra, sino de la tribu de Leví, debía ser tomado el candidato al
divino ministerio. Es por eso que también el Señor Jesús, al ilustrarnos
acerca de su venida, afirma en el evangelio que no vino a cancelar la
Ley, sino a llevarla a plenitud. Y por eso quiso que la forma de la
castidad irradiara esplendorosa para la Iglesia, de la cual es esposo,
para poder encontrarla cuando él vuelva, en el día del juicio, sin
mancha ni arruga, como dijo por su Apóstol. Sentencias, éstas, por las
cuales, todos los presbíteros y levitas estamos obligados en virtud de una ley indisoluble [insolubili lege constringimur], de modo que, desde el día de nuestra ordenación, confiamos nuestros corazones y cuerpos a la continencia y castidad [sobrietati ac pudicitiæ],
para que agrademos a Dios totalmente en los sacrificios que ofrecemos
cada día. En cambio, «los que viven según la carne», referido a los
vasos de elección, «no pueden agradar a Dios» (Rm 8,8). […] Y
como algunos, de los que hablamos, han caído por ignorancia, a quienes
se encuentran en tal condición decimos que no hay que negarles la
misericordia; de manera tal que, sin promoverlos de ningún modo,
habiéndoseles señalado la falta, conserven el oficio, a condición de que se esfuercen por mantenerse continentes [si tamen posthac continentes se studuerint exhibere].
En cambio, aquellos que reclaman ilícitos privilegios arguyendo que el
mismo fuera concedido en la antigua ley, deben saber que, por autoridad
de la Sede Apostólica, quedan privados de todos los cargos eclesiásticos
ejercidos por ellos indignamente. No pueden siquiera tocar los sagrados
misterios, de los cuales se han privado por sí mismos, al haber
secundado deseos obscenos[1].
Véase este otro texto del mismo Papa, tomado de una carta dirigida a
los obispos africanos. Estamos en el año 386, y el Papa comienza
señalando las motivaciones de la misiva:
Para
la debida información de quienes a causa de la salud o del cansancio
debido a la edad no pudieron participar en el presente [Sínodo], nos ha
parecido oportuno escribir esta carta con el objetivo de preservar con
exactitud sus determinaciones; no que haya nuevos preceptos, sino que se
trata de observar mejor las cosas que por ignorancia o desidia de
algunos han sido dejadas de lado, y que, de todas maneras, ya fueran establecidas por decisión apostólica y de los Padres [apostolica et patrum constitutione sunt constituta], como está escrito: «Sed fuertes y conservad las enseñanzas que os he dado tanto de palabra como con esta carta» (2Tes 2,15).
La referencia final al texto paulino es sumamente significativa.
Habiendo encuadrado el tema, y después de una serie de reglamentaciones
muy precisas, añade:
Además, exhortamos [suademus] a lo que es digno, casto y honesto, a saber, que los sacerdotes y levitas no mantengan relación matrimonial alguna con sus esposas [cum uxoribus suis non coeant],
estando cada día ocupados en los deberes de su ministerio. Pues Pablo
les escribe a los Corintios: «Abstenéos, para hacer oración» (1Cor
7,5). Por lo tanto, si se les manda a los laicos la abstinencia para
que sus oraciones sean escuchadas, ¡cuánto más el sacerdote tendría que
estar preparado en todo momento, gracias a una pureza inmaculada, para
ofrecer el sacrificio o administrar el bautismo! Si, en cambio,
estuviera contaminado por la concupiscencia carnal, ¿qué hará? ¿Se
excusará? ¿Con qué pudor, de qué manera ejercerá? […] Tal vez alguno
piense que ello está permitido, porque está escrito «tiene que ser
hombre de una sola mujer». Pero Pablo no se refiere a quien quiere
seguir teniendo hijos, sino a la continencia futura que habría de
guardar. No aceptaba a quien no daba garantías al respecto, y decía
«deseo que todos sean como yo». Y afirmaba más claramente aún: «Los que
caminan según la carne, no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no
camináis según la carne, sino según el espíritu» (Rm 8,8-9)[2].
Dirigiéndose a los obispos de la Galia, el Papa Inocencio I escribe, allá por el año 405, la decretal Dominus inter.
A la tercera de una serie de dieciséis preguntas, responde con la
reafirmación de la práctica de la continencia, aludiendo a su base
escriturística y patrística:
En primer lugar, se ha determinado [statutum est]
acerca de los obispos, presbíteros y diáconos, que tienen que
participar de los sacrificios divinos y por cuyas manos se confiere la
gracia del bautismo y se consagra el cuerpo de Cristo; a ellos, no sólo
nosotros, sino las mismas Sagradas Escrituras los obligan a ser castísimos [compellit esse castissimos], y los Padres estimaron que deben observar la continencia corporal [continentiam corporalem servare debere]. Para no soslayar el tema, digamos también el motivo. ¿Cómo puede atreverse un obispo o sacerdote a predicar la virginidad [integritatem]
o la continencia a una viuda o a una virgen, o recomendar [a las
esposas] mantener casto el lecho matrimonial, si él mismo está más
preocupado por engendrar hijos para el mundo que para Dios?[3]
Del mismo Papa, que retoma lo ya dicho por Siricio:
Además,
que la Iglesia debe sostener con todos los medios lo que es digno,
casto y honesto, a saber, que los presbíteros y los levitas no mantengan
ninguna relación conyugal con sus esposas, estando cada día ocupados en
los deberes de su ministerio. En efecto, está escrito: «Sed santos como
yo, el Señor Dios vuestro, soy santo» (Lev 11,44)[4].
Y más aún:
Me
preguntas qué se deba hacer con respecto a quien, puesto en el
ministerio diaconal o sacerdotal, sean o hayan sido incontinentes, al
haber engendrado hijos. La disciplina de la ley divina es muy clara al
respecto, y las indicaciones del obispo Siricio, de feliz memoria, se
han dado a conocer a todos, a saber, que los incontinentes que poseen
estos cargos eclesiales sean privados de toda dignidad eclesiástica y
que no se los admitan al ejercicio de un ministerio que sólo con la
continencia se puede cumplir [quod sola continentia oportet impleri].
Es grande al respecto la autoridad de aquella antigua y sagrada ley,
que fuera observada desde el inicio, a saber, que los sacerdotes están
obligados a vivir en el templo durante su año de servicio porque los divinos misterios requieren ministros puros y sin mancha para los santos sacrificios […] ¡cuánto más están obligados a la abstención de toda actividad sexual los presbíteros [semper debebunt ab huiusmodi consortio abstinere], cuyo deber es el de orar continuamente y ofrecer sacrificios![5]
En el año 456 san León Magno escribe en su espléndido latín lo siguiente:
La
ley de la continencia es la misma, tanto para los ministros del altar
como para los obispos y los sacerdotes. Cuando eran todavía laicos o
lectores, podían casarse libremente y tener hijos. Sin embargo, una vez elevados a las dignidades recién indicadas, lo que les estaba permitido antes, ya no lo está [cœpit eis non licere quod licuit].
He aquí por qué, teniendo que transmutarse su unión de carnal en
espiritual, sin echar a sus mujeres, tienen, sin embargo, el deber de
vivir con ellas como si no las tuvieran, de tal modo que el amor
conyugal quede a salvo y la actividad esponsal cesante [quo et salva sit charitas connubiorum, et cesset opera nuptiarum][6].
Nótese la importancia particular de este texto. En efecto, en él hay una explicitación
importante: la protección del amor conyugal, que se ve transformado y
elevado a dimensiones superiores. Lo que no se discute, en absoluto, es
la obligación a guardar la continencia; al contrario. Tan clara es la
enseñanza de León que, por cautela y delicadeza, extiende la exigencia a
los subdiáconos, según lo que muestra el siguiente texto y en comunión
con arraigadas tradiciones, como más adelante veremos:
Si
bien es cierto que quienes no pertenecen al orden de los clérigos
pueden libremente mantener relaciones conyugales y tener hijos, sin
embargo, para indicar en qué consiste la pureza de la perfecta
continencia, tampoco a los subdiáconos se concede mantener relaciones:
de tal manera que, quienes tienen esposa, vivan como si no la tuviesen, y
que, quienes no la tienen, se mantengan célibes. Lo cual, si es cosa
digna de observar en este orden –el cuarto, empezando de arriba–,
¡cuánto más debe observarse en el primero, el segundo y el tercero! De
tal modo que nadie sea estimado idóneo para acceder al honor
levítico o sacerdotal o a la excelencia del episcopado si todavía no
consta que ha puesto freno a la actividad conyugal [voluptate uxoria][7].
Veamos a continuación un texto interesantísimo de san Gregorio Magno
que, en línea con el anterior, se refiere a los subdiáconos. El
presupuesto de toda la tratación del tema es la continencia, como cosa
dada por descontada para las sagradas órdenes; pero el fragmento es
importante porque muestra la particular sensibilidad del pontífice y su
delicado manejo prudencial de situaciones ya establecidas con respecto a
subdiáconos no suficientemente informados acerca de los compromisos que
la asunción del ministerio habría de implicar. El principio que lo guía
es la tolerancia del caso singular para no forzar la situación, pero en
vistas a la corrección en la futura selección de los candidatos, y todo
en orden a mantener la fidelidad a la tradición de Roma:
Hace
un trienio se había prohibido a los subdiáconos de todas las iglesias
de Sicilia, según la costumbre de la iglesia Romana, tener relaciones
con sus esposas. Sin embargo, me parece duro e impropio que uno que no
está habituado a tal continencia y que no se había comprometido antes a
observarla [usum eiusdem continentiae non invenit, neque castitatem ante proposuit],
se vea ahora obligado a separarse de su mujer, con el riesgo –no
suceda– de caer en una situación peor. Por eso, me parece justo que
desde hoy mismo se diga a los obispos que no se atrevan a ordenar como subdiácono sino a quien se hubiere comprometido a vivir castamente [nisi qui se victurum caste promiserit],
de modo que, por un lado, no se exija con violencia lo que no había
sido antes deseado y que, por otro, haya mucho cuidado en lo futuro. En
cambio, aquellos que a partir de la misma prohibición hecha hace tres
años han vivido continentemente con sus esposas, deben ser alabados,
premiados y exhortados a seguir en ese buen camino [in bono suo].
Pero, por lo que mira a quienes desde la prohibición no quisieron
abstenerse de sus esposas, decidimos que no sean promovidos a las
sagradas órdenes, porque no puede asumir el ministerio del altar sino aquel cuya castidad haya sido comprobada antes de recibir el ministerio [nisi cuius castitatis ante susceptum ministerium fuerit approbata][8].
Estos textos de los Papas deben ser leídos y entendidos con
profundidad, es decir, no quedándose en sus solas afirmaciones, sino
aferrando también el contexto del que surgen, la coherencia que los
entrelaza y las arraigadas costumbres que, con su mismo surgir,
testimonian. En efecto, el hecho de que en muchos casos se trate de
respuestas a consultas quiere decir solamente una cosa: lo normal, lo característico, lo de siempre, era la disciplina de la continencia;
justamente a raíz de la transgresión efectiva de la misma, o de la
eventual dificultad de su puesta en práctica, empiezan a surgir los
planteos. Los Papas no actúan imponiendo desde la estratósfera algo
alarmante e inusual, sino procurando defender, con fuertes
exhortaciones, la práctica de siempre. El hecho de la convergencia
terminológica y de que se vayan citando unos a otros depone con más
fuerza todavía acerca de esta convicción y de la importancia de mantener
la misma disciplina. Más aún, emerge de los textos que para ellos se
trata de una práctica surgida por tradición apostólica;
por eso los Papas estiman, en sus respuestas, estar manteniendo su
fidelidad tanto a la tradición más reciente como a los apóstoles, como
también a la Sagrada Escritura, según consta por los fundamentos
bíblicos que proponen. En este sentido se puede decir que, para nuestro
particular asunto, los textos valen más por lo que de hecho implican que
por lo que explícitamente afirman –sin menoscabo alguno del valor de lo
que explícitamente afirman–.
3.2. Cánones de concilios y sínodos varios
Como se podrá constatar, tanto en las declaraciones de los Papas como
en los textos que veremos a continuación, resuenan las definiciones del
célebre canon 33 del Concilio de Elvira (s. IV):
Hemos establecido [placuit]
que a los obispos, presbíteros y diáconos y también subdiáconos
asignados al ministerio se les mande abstenerse totalmente de sus
esposas y no engendrar hijos. Quien hiciera esto, sea expulsado del
orden clerical[9].
El texto no constituye un aerolito estratosférico, sino que sale al
cruce de un problema concreto que comenzaba a surgir y lo hace
reafirmando la continencia y estableciendo una dura sanción. Estamos en
los años 305-306.
Un concilio regional de particular importancia para nuestro asunto es
el concilio de Cartago del año 390. Tiene una importancia, por así
decirlo, de significatividad estratégica. Y se debe decir así
porque Cartago constituía en esos tiempos el nexo, el puente, la
conexión entre la Iglesia de oriente y la de occidente. Esta
«significatividad estratégica» proporciona un valor particular al
testimonio recabado de este texto. El célebre canon 2, que citamos a
continuación, refleja las indicaciones de distintos obispos. Como
cualquiera podrá notar, tiene un valor enorme y no deja margen para duda
alguna:
Epigonio,
obispo de la región bulense, dijo: «Siguiendo cuanto fuera decidido en
un concilio precedente con respecto a la continencia y a la castidad,
pido que los tres grados que por vía de la ordenación están vinculados a
la castidad [qui contritione quadam castitatis pro consecratione adnecti sunt],
es decir, obispos, presbíteros y diáconos, sean instruidos de nuevo y
con detalle acerca de la obligación de conservar la pudicia [ut pudicitiam custodiant]».
El
obispo Geneclio dijo: «Como se dijo antes, corresponde que los santos
obispos y presbíteros de Dios, así como también los levitas, o quienes
están al servicio de los divinos sacramentos, sean continentes [continentes esse],
de modo que puedan pedir con sencillez lo que desean de Dios, para que
lo que los apóstoles han enseñado y lo que la antigüedad misma ha
custodiado, también por nosotros sea custodiado: que por todos los
obispos, presbíteros y diáconos se custodie la pudicicia, lo que implica
también que se abstengan de sus esposas [ab uxoribus se abstineant], de modo que sea guardada la pudicicia por todos aquellos que sirven al altar.
Por
todos fue dicho: «Nos parece justo a todos nosotros que los obispos,
presbíteros y diáconos (o sea, aquellos que tocan los sacramentos), como
custodios de la pudicia, se abstengan también de sus esposas, de tal
manera que en todo y por todo custodien la pudicia aquellos que sirven
al altar[10].
De manera prácticamente paralela se pronuncia el importante canon 3 del
concilio de Cartago del 419, dedicado al tema de la continencia:
El obispo Aurelio dijo: «Habiéndose tratado en el concilio pasado acerca de la moderación de la continencia y de la castidad [continentiae et castitatis],
nos ha parecido bien que estos tres grados, que en razón de la
consagración que los instituye tienen una especial obligación a la
castidad, es decir, obispos, presbíteros y diáconos, […] sean completamente continentes [continentes esse in omnibus],
de modo que puedan pedir con sencillez lo que desean de Dios, para que
lo que los apóstoles han enseñado y lo que la antigüedad misma ha
custodiado, también por nosotros sea custodiado[11].
Y el canon siguiente:
Faustino, obispo de la iglesia Potentina, en la provincia del Piceno, delegado de Roma, dijo: «Parece correcto [placet]
que el obispo, el presbítero y el diácono, es decir, todos los que
administran los sacramentos, custodios de la castidad, se abstengan de
sus esposas». Por todos los obispos fue dicho: «Es correcto que entre
todos y por todos aquellos que sirven al altar sea custodiada la
castidad»[12].
La aprobación final del conjunto de los obispos no restringe, sino que
asume la totalidad de la afirmación de Faustino, conjugando la custodia
de la pudicicia con la abstención del uso matrimonial.
El canon 25 del mismo concilio es particularmente interesante porque
muestra la conciencia que había acerca de las transgresiones, y depone a
favor de la disciplina a la que se refiriera san León Magno en el texto
anteriormente citado:
El
obispo Aurelio dijo […] «Así también añadimos, queridísimos hermanos,
que habiéndosenos informado acerca de algunos clérigos, aunque lectores,
en lo tocante a la continencia con respecto a sus propias esposas, nos
ha parecido bien lo que ya en distintos concilios ha sido confirmado [firmatum est], a saber: que según lo antes establecido [secundum priora statuta] los subdiáconos, que tratan con los sagrados misterios, como los diáconos, presbíteros y también los obispos, se abstengan de sus esposas de tal modo que pareciera que no las tuvieran [ab uxoribus se continere ut tamquam non habentes uideantur esse].
Si no lo hicieren, sean removidos del oficio eclesiástico. Y los demás
clérigos no sean obligados a ellos si no fueren de edad madura».
Y el entero concilio dijo: «Lo que tu santidad ha dicho, justo, moderado, santo, agradable a Dios, sea confirmado»[13].
Tanto este canon, al final, como el que citamos a continuación,
excluyen de la obligación «a otros clérigos». Obviamente, ambos se
refieren a las órdenes inferiores y no a los
diáconos-presbíteros-obispos, para los cuales la obligación queda
firmemente en pie:
Además, aunque se nos haya informado acerca de la incontinencia de algunos clérigos con sus esposas, pareció correcto [placuit] que los obispos, presbíteros y diáconos, según los antiguos estatutos se abstengan de sus esposas [etiam ab uxoribus continere].
Si no lo hicieran, sean removidos de los oficios eclesiásticos. Los
demás clérigos no deben ser obligados a ello, sino que cada uno siga sus
propias costumbres[14].
Un elemento particular surge en el concilio de Girona, en España, donde
se plantea con particular fuerza el problema concreto de la convivencia
de los sacerdotes casados. Como hemos visto, san León Magno procuraba
proteger el amor matrimonial, a la vez que salvaguardar la continencia.
Desde estos presupuestos, el Concilio afirma la necesidad de que los «… casados,
desde el pontífice [se refiere al obispo] hasta los subdiáconos, no
tienen que vivir [junto a sus esposas] sin un testigo [non sine testimonio vivant]». ¿Qué es todo este tema del testigo? El concilio lo aclara explícitamente:
Acerca del modo de vivir [de conversatione vitae] del obispo hasta el subdiácono después de haber recibido la ordenación [honoris officium]:
si alguno de ellos estaba casado antes de la ordenación y no tiene
hermanos que lo puedan ayudar como testigos, entonces no puede vivir más
con su mujer, porque ella se ha convertido en una hermana suya [cum sorore jam ex coniuge facta non habitent].
Pero si quiere seguir viviendo con ella, entonces tiene que pedir la
ayuda de su hermano, por cuyo testimonio la vida de ambos se hará más
transparente[15].
La solución práctica propuesta para estos casos consiste, pues, en
valerse de la asistencia o auxilio de un hermano que dé testimonio y se
vuelva garante, con su presencia misma, de la perseverancia del ministro
en la castidad continente.
Promediando el siglo VII, la disciplina se muestra inalterada y
vigente. Lo testimonia el concilio IX de Toledo (655). El problema que
se les plantea a los padres conciliares es, justamente, el de velar por
la continencia, ante la crisis que llevaba a la no observancia de la
disciplina apostólica. El brazo disciplinar está aquí en función de la
protección de una práctica santa y legalmente consolidada pero cuya
efectiva realización en muchos casos se muestra débil:
Habiendo
emanado los padres hasta ahora muchas sentencias sobre la incontinencia
de los clérigos, sin que se hubiera alcanzado para nada la corrección
de las costumbres, ha parecido mejor que las medidas se refieran no sólo
a quienes perpetran actos contrarios a la ley, sino también a sus
descendientes. Aquellos, pues, revestido de dignidad, desde el obispo
hasta el subdiácono, que hayan tenido hijos en virtud de un comercio
detestable con una esclava o con una libre serán sometidos a las
sanciones canónicas. Y la prole de semejante profanación, no sólo no
heredarán jamás los bienes de sus padres, sino que, en razón de un
derecho irrevocable, quedarán al servicio de la iglesia a la que
pertenece el presbítero o ministro para ignominia de este último[16].
Es claro que a los ojos del hombre hodierno las medidas tomadas parecen
excesivamente severas. No corresponde en esta sede discutir si las
mismas son acertadas o no. Lo que sí importa en el contexto del presente
estudio es tomar nota de la clara disciplina establecida y de la
seriedad de las medidas que empiezan a tomarse para garantizarla. Y todo
ello no como si la práctica de la continencia fuera una imposición arbitraria sacada de la galera por cuatro viejos carcamanes –como
tantos charlatanes de turno hoy nos quieren hacer creer, malos pastores
incluidos–, sino en función de una consciente y responsable fidelidad a
la tradición recibida. Esta fidelidad, y ello fue siempre el común
sentir de los santos pastores, ha de mantenerse al precio que sea.
P. Dr. Christian Ferraro
[1] SS. Siricius, Epistola I ad Himerium Episcopum Terraconensem, Cap. VII, 8-11; PL 13,1138b-1140a. Tanto en este documento como en los demás que citaremos, el término «levita» suele designar a los diáconos. Los términos sobrietas y pudicitia deben ser traducidos aquí, sin la más mínima duda, con «continencia» y «castidad». En efecto, con sobrietas
no se alude en este fragmento, ni por asomo, a la abstención del vino:
en el presente contexto el término conserva, sí, su valor «formal»
(ejercicio de la moderación que lleva a abstenerse) pero cambia su
materia (no se refiere a las bebidas, sino al ejercicio de la
sexualidad). La referencia a la pudicia o pudicicia tiene, en cambio, un
carácter más general y se refiere al decoro global en acciones,
pensamientos y palabras; su enlace con la sobrietas a través del ac,
que no es un mero nexo coordinante o adjuntivo como nuestro «y», sino
que expresa, además, un vínculo estrecho con lo que inmediatamente lo
precede, obliga en el presente contexto a traducirla como hemos
propuesto.
[2] SS. Siricius, Epistola V ad Episcopos Africæ, nr. 1.3; PL 13,1156a-1161a.
[3] SS. Siricius [atribuida a él, pero parece ser de Inocencio I, aunque también se la atribuyó al Papa Dámaso], Epistola X seu canones Synodi Romanorum ad Gallos Episcopos; PL 13,1184b-1185a.
[4] SS. Innocentius I, Epistola I ad Anysium Thessalonicensem Episcopum, cap. IX, nr. 12; PL 20,475c-476a.
[5] SS. Innocentius I, Epistola VI ad Exsuperium Tolossanum Episcopum, Cap. I, nr. 2; PL 20,496b-497a.
[6] SS. Leo I, Epistola ad Rusticum Narbonensem Episcopum, ad inquis. 3; PL 54,1204a.
[7] SS. Leo I, Epistola ad Anastasium Thessalonicensem Episcopum, Cap. IV; PL 54,672b.
[8] SS. Gregorius I, Registrum epistolarum, Indictio IX, I,42, lin. 25-32; MGH vol. I, 67.
[9] Concilium Eliberritanum, en Collectio Hispana Gallica Augustodunensis, Vat. 1341, f. 57r.
[10] Concilia Africæ, en Corpus Christianorum (Series Latina 149) = CCSL; ed. G. Munier, Turnholti 1974, p. 13, lin. 26-40.
[11] CCSL 149, p. 101, lin. 17-25 [canones in causa apiarii].
[12] CCSL 149, p. 101-102, lin. 26-31. El placet,
tanto en éste como en otros casos, no expresa simple complacencia o
agrado; se trata de una fórmula técnica que significa la efectiva
aprobación.
[13] CCSL 149, p. 108-109, lin. 251-263.
[14] CCSL 149, p. 356, lin. 20-26 [Concilio V de Cartago, año 401, canon 3 – el canon está encabezado por el título: De sacerdotibvs et levitis vt ab vxoribvs se contineant].
[15] Concilium Gerudense, nr. VI; en Canones apostolorum et conciliorum saec. IV-VII, vol. 1, ed. Th. Burns, Reimer, Berlín 1839, p. 19
[16] Concilium Toletanum IX, en Concilia Hispaniæ; PL 84,437d-438a; cfr. la edición bilingüe de J. Tejada y Ramiro, Colección de cánones de todos los concilios de la Iglesia española, Madrid 1850, t. 2, 402.