Un destino providencial cruzó a los dos últimos altos funcionarios del Virreinato. Domingo de Reynoso y Baltasar Hidalgo de Cisneros convergen tanto en la guerra contra Gran Bretaña como en la magistratura indiana. Combatieron a bordo del "Santísima Trinidad", el buque insignia español, y fueron intendente y virrey de la ciudad del mismo nombre.
Por Juan Bautista Fos Medina
La Prensa - Cultura
3 de noviembre de 2019
El 21 de octubre de 1805 tuvo lugar en aguas oceánicas la batalla de
Trafalgar entre las ciudades costeras de Cádiz y de Gibraltar, en donde
el Mediterráneo se une con el Atlántico.
En aquél día entró en acción el buque insignia de la Real Armada, el Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Buen Fin, que a la sazón formaba parte de la flota franco-española y que fue botado en el año 1769 por Real orden de Carlos III. Debido a su envergadura y a su poder de fuego, inigualable en la época (cuatro puentes y ciento treinta y seis cañones), fue llamado El Escorial de los mares, en alusión al palacio-fortaleza que -en homenaje a San Lorenzo-, mandara a edificar Felipe II, cerca de Madrid.
A lo largo de su historia el Santísima Trinidad, como era conocido entonces, era el navío más temido por los enemigos de España. Entre su distinguida oficialidad se contaron dos destacados marinos que, quizás en los momentos más trágicos vividos a bordo de aquél buque, fueron heridos de cierta gravedad y que años después fueron destinados a la ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires para desempeñar los más altos cargos de la administración virreinal.
ABOLENGO MILITAR
Ellos fueron, en orden cronológico, don Domingo de Reynoso y Roldán, y don Baltasar Hidalgo de Cisneros y de la Torre, ambos de noble abolengo militar.
El primero de los nombrados fue Teniente de Fragata de la Armada Española, Caballero de la Orden de Calatrava y caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén (hoy más conocida como Orden de Malta); descendía de nobles familias gaditanas y era hijo de don Manuel José de Reynoso y Reynoso, III Señor de las Maroteras, Caballero de la Orden de Santiago y Regidor Perpetuo de Cádiz así como nieto materno de don Salvador José Roldán y Villalta, Brigadier de los Reales Ejércitos y Gobernador político y militar de Sanlúcar de Barrameda (provincia de Cádiz), bajo el reinado de Felipe V.
En tanto, el segundo alcanzó el grado de Almirante de la Real Armada Española y, sabido es que fue Virrey del Río de la Plata y que luego continuó notablemente su carrera militar en España. Su padre era don Francisco Hidalgo de Cisneros y Ceijas, Teniente General de la Armada y Caballero de la Orden de Carlos III, con quien Baltasar participó en varias acciones militares y, por parte materna, su abuelo fue don Juan Marcelo de la Torre y Pérez de Revolledo, quien fue Capitán de Fragata de la Real Armada.
La vida de ambos va a coincidir en momentos cruciales de la historia hispanoamericana.
Es así que Domingo de Reynoso combatió en la batalla naval de Cabo de San Vicente, el 14 de febrero de 1797, encontrándose a bordo del buque insignia Santísima Trinidad.
Este barco fue el orgullo de la Armada Española, de suerte que la marina inglesa ansiaba hundirlo o apoderarse de él, no sólo por el peligro que representaba para su flota sino porque con el Santísima Trinidad se habían apresado decenas de buques ingleses que fueron interceptados por aquél gigante de los mares.
El navío Santísima Trinidad entró una vez más en acción aquel día de febrero, cerca de la costa portuguesa, enfrentándose veinticuatro buques españoles contra quince de la Marina real inglesa. El combate naval fue adverso a España dado que el Jefe de Escuadra, don José de Córdova (cuyo hijo figura en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando), no dispuso bien la flota para aprovechar su superioridad en número y su capacidad de fuego frente a la inferioridad en este aspecto del enemigo. De manera que el Santísima Trinidad quedó aislado respecto de los restantes buques españoles y sometido a cinco horas de cañoneo que provocaron su desarboladura (quedaron destrozados los palos y las velas), así como la destrucción de uno de sus costados, al tiempo que dicho bombardeo le provocaba constantes bajas. Así fue que cuando se había arriado la bandera española, llegaban en su auxilio los navíos Infante don Pelayo y San Pablo, cuyos dos heroicos capitanes fueron respectivamente Cayetano Valdés y Baltasar Hidalgo de Cisneros. Luego aparecieron los navíos Conde de Regla y el Príncipe de Asturias, apoyando la acción y poniendo en retirada a los buques ingleses que perdieron la oportunidad de apresar la joya de la Armada, símbolo del poderío español en los mares y vestigio de la antigua supremacía naval. De todas formas, los marinos ingleses al mando de Jervis y Nelson lograron apresar cuatro navíos españoles y contaron sólo con setenta y cinco muertos, mientras que lograron provocar casi mil trescientas bajas y heridos del oponente, entre los cuales se contó al oficial Domingo de Reynoso, quien perdió el ojo izquierdo en la batalla. Días después de la derrota de Cabo San Vicente el grueso de la escuadra española entró en Cádiz y fue objeto de escarnio por parte de los gaditanos. En tanto José de Córdoba fue sometido a un Consejo de Guerra y degradado. Pese a los daños sufridos, el buque insignia de España fue reparado y volvió a entrar en combate, capitaneado esta vez por el Jefe de la Escuadra, don Baltasar Hidalgo de Cisneros, de manera que muchos de los grandes marinos que lucharon en 1797 se encontraron nuevamente frente a frente en Trafalgar, frente a las costas de Cádiz en 1805. En esa ocasión desafortunadamente lució la imprudencia y la falta de idoneidad militar del Almirante francés Villeneuve, quien comandaba la flota de la alianza franco-española. Además, tanto en la batalla de Cabo de San Vicente como en la de Trafalgar ocurrió que el tiempo de disparo de los cañones de los barcos españoles era más lento que en los buques ingleses. Ello se debía a la falta de artilleros profesionales, por lo que los jefes militares de la Real Armada debieron recurrir a campesinos y presos para cubrir dichos puestos de combate, muchos de ellos procedentes del puerto de Cádiz. Esta circunstancia obedecía a la política claudicante de los Borbones que provocaba además, sobre todo en estas situaciones, el desconcierto de sus mejores hombres poniendo a prueba su renovada disciplina y fidelidad. NUEVA DERROTA Trafalgar significó una nueva derrota para las armas españolas que, sobre todo, ponía en evidencia los resultados negativos que traía para España la alianza con Francia en política exterior y la influencia centralista e ilustrada francesa en política interior. Ello en un contexto de decadencia, en el cual la dinastía borbónica no supo aprovechar el riquísimo potencial del Imperio español construido durante tres siglos por los Reyes Católicos y por la dinastía de los Austria así como, en el caso, el arrojo y la experiencia de su leal oficialidad naval, que sin duda hubiese torcido el rumbo de la historia, de haber contado con el apoyo constante y decidido de la Corona. Los daños ocasionados a la flota española no fueron tan graves como se supone, pero implicaron que los astilleros españoles no tuvieran tiempo suficiente para recomponer la flota antes de los sucesos ocurridos pocos años después, es decir, la guerra de independencia en la península y las guerras de independencia en el suelo indiano. Lo que contribuyó, evidentemente, a que Gran Bretaña obtuviera el dominio de los mares. En Trafalgar el Almirante Nelson encontrará al mismo tiempo la muerte y la inmortalidad. No obstante el revés para las fuerzas aliadas, los marinos españoles también se cubrirán de gloria por la bravura en el combate y por la arrogancia frente a la muerte. Héroes como el marino guipuzcoano Cosme Damián Churruca, al mando del navío San Juan Nepomuceno, o como el napolitano Federico Gravina, al mando de El Príncipe de Asturias, morirán respectivamente en la batalla o como consecuencia de la batalla. Sabían que iban a una muerte segura, porque habían cuestionado a Villeneuve la oportunidad de la acción y otras razones estratégicas de peso. Asimismo, junto a aquellos héroes, se había opuesto a la oportunidad de la acción don Baltasar Hidalgo de Cisneros, que se encontraba al mando del Santísima Trinidad, y que debió ser evacuado por habérsele caído encima el palo mayor del buque, que le dejó como secuela una sordera casi total.
Es así que Domingo de Reynoso combatió en la batalla naval de Cabo de San Vicente, el 14 de febrero de 1797, encontrándose a bordo del buque insignia Santísima Trinidad.
Este barco fue el orgullo de la Armada Española, de suerte que la marina inglesa ansiaba hundirlo o apoderarse de él, no sólo por el peligro que representaba para su flota sino porque con el Santísima Trinidad se habían apresado decenas de buques ingleses que fueron interceptados por aquél gigante de los mares.
El navío Santísima Trinidad entró una vez más en acción aquel día de febrero, cerca de la costa portuguesa, enfrentándose veinticuatro buques españoles contra quince de la Marina real inglesa. El combate naval fue adverso a España dado que el Jefe de Escuadra, don José de Córdova (cuyo hijo figura en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando), no dispuso bien la flota para aprovechar su superioridad en número y su capacidad de fuego frente a la inferioridad en este aspecto del enemigo. De manera que el Santísima Trinidad quedó aislado respecto de los restantes buques españoles y sometido a cinco horas de cañoneo que provocaron su desarboladura (quedaron destrozados los palos y las velas), así como la destrucción de uno de sus costados, al tiempo que dicho bombardeo le provocaba constantes bajas. Así fue que cuando se había arriado la bandera española, llegaban en su auxilio los navíos Infante don Pelayo y San Pablo, cuyos dos heroicos capitanes fueron respectivamente Cayetano Valdés y Baltasar Hidalgo de Cisneros. Luego aparecieron los navíos Conde de Regla y el Príncipe de Asturias, apoyando la acción y poniendo en retirada a los buques ingleses que perdieron la oportunidad de apresar la joya de la Armada, símbolo del poderío español en los mares y vestigio de la antigua supremacía naval. De todas formas, los marinos ingleses al mando de Jervis y Nelson lograron apresar cuatro navíos españoles y contaron sólo con setenta y cinco muertos, mientras que lograron provocar casi mil trescientas bajas y heridos del oponente, entre los cuales se contó al oficial Domingo de Reynoso, quien perdió el ojo izquierdo en la batalla. Días después de la derrota de Cabo San Vicente el grueso de la escuadra española entró en Cádiz y fue objeto de escarnio por parte de los gaditanos. En tanto José de Córdoba fue sometido a un Consejo de Guerra y degradado. Pese a los daños sufridos, el buque insignia de España fue reparado y volvió a entrar en combate, capitaneado esta vez por el Jefe de la Escuadra, don Baltasar Hidalgo de Cisneros, de manera que muchos de los grandes marinos que lucharon en 1797 se encontraron nuevamente frente a frente en Trafalgar, frente a las costas de Cádiz en 1805. En esa ocasión desafortunadamente lució la imprudencia y la falta de idoneidad militar del Almirante francés Villeneuve, quien comandaba la flota de la alianza franco-española. Además, tanto en la batalla de Cabo de San Vicente como en la de Trafalgar ocurrió que el tiempo de disparo de los cañones de los barcos españoles era más lento que en los buques ingleses. Ello se debía a la falta de artilleros profesionales, por lo que los jefes militares de la Real Armada debieron recurrir a campesinos y presos para cubrir dichos puestos de combate, muchos de ellos procedentes del puerto de Cádiz. Esta circunstancia obedecía a la política claudicante de los Borbones que provocaba además, sobre todo en estas situaciones, el desconcierto de sus mejores hombres poniendo a prueba su renovada disciplina y fidelidad. NUEVA DERROTA Trafalgar significó una nueva derrota para las armas españolas que, sobre todo, ponía en evidencia los resultados negativos que traía para España la alianza con Francia en política exterior y la influencia centralista e ilustrada francesa en política interior. Ello en un contexto de decadencia, en el cual la dinastía borbónica no supo aprovechar el riquísimo potencial del Imperio español construido durante tres siglos por los Reyes Católicos y por la dinastía de los Austria así como, en el caso, el arrojo y la experiencia de su leal oficialidad naval, que sin duda hubiese torcido el rumbo de la historia, de haber contado con el apoyo constante y decidido de la Corona. Los daños ocasionados a la flota española no fueron tan graves como se supone, pero implicaron que los astilleros españoles no tuvieran tiempo suficiente para recomponer la flota antes de los sucesos ocurridos pocos años después, es decir, la guerra de independencia en la península y las guerras de independencia en el suelo indiano. Lo que contribuyó, evidentemente, a que Gran Bretaña obtuviera el dominio de los mares. En Trafalgar el Almirante Nelson encontrará al mismo tiempo la muerte y la inmortalidad. No obstante el revés para las fuerzas aliadas, los marinos españoles también se cubrirán de gloria por la bravura en el combate y por la arrogancia frente a la muerte. Héroes como el marino guipuzcoano Cosme Damián Churruca, al mando del navío San Juan Nepomuceno, o como el napolitano Federico Gravina, al mando de El Príncipe de Asturias, morirán respectivamente en la batalla o como consecuencia de la batalla. Sabían que iban a una muerte segura, porque habían cuestionado a Villeneuve la oportunidad de la acción y otras razones estratégicas de peso. Asimismo, junto a aquellos héroes, se había opuesto a la oportunidad de la acción don Baltasar Hidalgo de Cisneros, que se encontraba al mando del Santísima Trinidad, y que debió ser evacuado por habérsele caído encima el palo mayor del buque, que le dejó como secuela una sordera casi total.
El navío San Juan Nepomuceno, donde murió el gran Churruca (quien
había estado por estas latitudes cuando exploró la zona del Estrecho de
Magallanes), también fue apresado por el enemigo en aquella derrota
naval mientras que el Escorial de los Mares, después de una lucha
encarnizada de Cisneros y su tripulación contra varios buques ingleses
al mismo tiempo, fue seriamente dañado y apresado por los británicos
quienes, en la acción de remolque, no lograron mantenerlo a flote,
yéndose a pique. Suerte similar, dicho sea de paso, a la del destructor ARA Santísima Trinidad, que fue buque insignia durante la Guerra de Malvinas de 1982.
LA PROVIDENCIA
Así las cosas, un año después de Trafalgar y casi diez años después de
la batalla en que quedara lisiado Domingo de Reynoso, éste fue puesto en
el cargo de Intendente de Buenos Aires en el mes de enero; a los
pocos meses que jurara en Buenos Aires el cargo ocurrieron las
Invasiones inglesas de los años 1806 y 1807.
Su intendencia durará sólo tres años ya que Reynoso entregó el cargo el
31 de agosto de 1809 a su compañero de armas y superior jerárquico, don
Baltasar Hidalgo de Cisneros. Por lo tanto, Reynoso será el último Intendente de Buenos Aires del período hispano.
Cisneros había llegado a Buenos Aires el 29 de julio de aquel año para asumir como Virrey del Río de la Plata en
reemplazo de otro marino y amigo suyo, don Santiago de Liniers y
Brémond, héroe de la Reconquista de la ciudad trinitaria y fusilado
inicuamente al año siguiente. Dejado cesante en su efímero cargo por el
Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810, fue así el último virrey del Río
de la Plata en funciones.
Tanto Cisneros como Liniers, la verdad sea dicha, eran bien conceptuados
en la Marina española ya que varios años antes, un legendario marino
español, el por entonces Jefe de Escuadra Antonio Barceló, pidió en
carta reservada al Ministro Valdés, tres capitanes de fragata que no
fuesen "cavilosos", de espíritu y bien subordinados, dos de los cuales
eran, precisamente, Cisneros y Liniers.
Ahora bien, resulta curioso advertir cómo la Providencia cruzó los
destinos de Reynoso y de Cisneros tanto en la guerra contra Gran Bretaña
como en las más altas magistraturas indianas, las que desempeñaron
en la ciudad de la Santísima Trinidad, capital del Río de la Plata que
fue, también, el nombre de aquél poderoso navío desde el cual
defendieron el Imperio, que estaba a punto de desmoronarse, y que los
vio luchar entre la vida y la muerte.
En relación a los oficiales de la Real Armada que se han nombrado hasta
aquí, figuran en el Panteón de Marinos Ilustres de Cádiz, flanqueada su
entrada por dos cañones que pertenecieron al Santísima Trinidad, don
Antonio Barceló y Pont de la Terra, don Cosme Damián Churruca, don
Federico Gravina, don Baltasar Hidalgo de Cisneros y don Santiago de
Liniers.
De aquella larga lista de marinos notables no se puede omitir a dos que
directamente o indirectamente ejercieron su influencia en estas tierras.
Se trata de don Juan Gutiérrez de la Concha, con dilatada actuación en
el Río de la Plata y arcabuceado juntamente con Liniers y demás
compañeros, como también don Blas de Lezo y Olavarrieta, quien defendió
Cartagena de Indias en 1741 (hoy Colombia) al vencer -con fuerzas
sumamente inferiores- a una flota británica quizás de proporciones
inéditas en la historia hasta ese momento, y que infligió una humillante
derrota al invasor.
Publicado Yesterday por Centro de Estudios Salta